miércoles, 7 de junio de 2017

(2016) Eva García Sáenz de Urturi - El silencio de la ciudad blanca

Vitoria-Gasteiz, virgen blanca, asesinatos, Saburdi, Usokari, Zaldiarán,


Creo que parte de la fascinación que nos producen los asesinos en serie, además del morbo por lo oscuro y tenebroso de la condición humana, reside en cierta sensación de lejanía, en cierto desapego que hace que procesemos los actos cometidos por esos monstruos como acontecimientos casi irreales, casi de ficción. De hecho, me atrevería a decir que el morbo por lo oscuro y tenebroso que nos generan esos seres solo puede fascinarnos a condición de que nos sepamos a cierta distancia geográfica y espacial de ellos. En la raíz de ese comportamiento está el anhelo humano de seguridad. Cuando nos sabemos poseedores de seguridad somos capaces de despojar a los acontecimientos de su gravedad al sustraerles el sedimento básico a partir del cual nace toda empatía con la víctima, ese "yo podría haber estado ahí". "Oiga, pues no, no podría, yo estoy aquí a salvo de cualquier calamidad". Solo cuando nos sabemos poseedores del conocimiento de que nuestra vida no corre peligro, podemos disfrutar de la psicopatía ajena como una suerte de fenómeno estético sin vernos turbados por una fatal conmoción paralizadora. Sin duda, es una circunstancia repugnante que debería hacernos cuestionar nuestra propia humanidad, ya que la fascinación por la psicopatía ajena presupone cierta psicopatía propia. Afortunadamente, hablo de la fascinación en el sentido puramente estético, aquella que para existir requiere de la suspensión del juicio ético. Vamos, no me detengan todavía, denme cuartelillo, al menos por lo que duran estos renglones en ser leídos.

Ahora bien, si para sentir cierto grado de fascinación por la atmósfera macabra que rodea a los actos de los asesinos en serie es necesaria cierta sensación de lejanía con los actos, ¿qué ocurre cuando esos actos se han producido en un contexto de ausencia de lejanía espacial o temporal? En ese caso, seguramente traguemos saliva. Estamos acostumbrados a pensar en los casos de Elizabeth Bathory, Jack el Destripador, el asesino del zodiaco y tantos otros como parte de un imaginario que bordea la fantasía por su lejanía con nosotros. Y, sin embargo, no hace tanto tiempo, a pocos, muy pocos kilómetros del lugar donde escribo estas líneas, la ciudad de Vitoria fue testigo de una cadena de asesinatos brutales a manos no de un extranjero, no de un forastero, sino de alguien nacido en el seno de la propia comunidad donde se produjeron esos asesinatos. Hablo de Juan Díaz de Garayo, el Sacamantecas.

Juan Díaz de Garayo fue un personaje terrible y brutal. Casado en cuatro ocasiones, asesinó a seis mujeres durante los años setenta del siglo XIX en las afueras de la ciudad de Vitoria. Cuatro de ellas eran prostitutas y una de ellas apenas contaba con trece años de edad. A sus víctimas las estrangulaba y las violaba en repetidas ocasiones, para después abrirlas en canal y extraerles las vísceras hasta saciar sus deseos mórbidos. De este particular modus operandi le vino el apodo por comparación a las viejas leyendas que tenían por finalidad asustar a los críos pequeños para que se portasen bien. Sus crímenes conmocionaron a la ciudad de Vitoria que, finalmente, le mandaría al garrote vil en 1881. El Sacamantecas es el ejemplo más rotundo de asesino en serie vasco. Un psicópata de manual. Sin embargo, Garayo era un criminal desorganizado. Carecía de la inteligencia necesaria para planificar y estudiar sus asesinatos con el fin de no cometer errores. No en vano cuatro de sus crímenes no llegaron a consumarse en muerte. Además, sabemos que el detonante en todos ellos —al menos en los que intervinieron prostitutas— fue el regateo de las meretrices , hecho que desataría la cólera del psicópata. Según cuentan los médicos de la época, en sus testimonios Garayo explicaba que asesinó a sus víctimas para protegerse de que le delataran, lo cual ya da indicios de la pobreza analítica del campesino. Garayo era analfabeto, y sólo aprendió a leer y escribir cuando su sentencia de muerte estaba a punto de ser dictada. Por tanto, lejos de la imagen fría y calculadora que los psicópatas ofrecen en las películas, el Sacamantecas fue un psicópata temperamental esclavo de sus repugnantes impulsos —como lo son, en el fondo, todos los psicópatas, por más que luego añadan más o menos cálculo al proceso—.

Esa impulsividad desatada y desmedida ubica la psicopatía de Garayo como la antípoda de la del psicópata que nos presenta Eva García Sáenz de Urturi en su obra El silencio de la ciudad blanca, como tendremos ocasión de ver a continuación. La escritora vitoriana, que vive actualmente las mieles del éxito merced precisamente a este libro, nos presenta en El silencio de la ciudad blanca una truculenta novela donde los asesinatos y los rituales paganos se dan la mano con la parte más tenebrosa de la condición humana en el marco de la ciudad de Vitoria-Gasteiz.

La premisa argumental del libro es la siguiente: veinte años después de que Tasio Ortiz de Zárate ingresara en prisión, y a pocas semanas de su excarcelación, coincidiendo con la celebración del día del Blusa, la ciudad de Vitoria-Gasteiz amanece con un doble crimen que rememora los cometidos por el preso. ¿Se equivocó la justicia en su momento? ¿Hay un imitador en las calles? Los antiguos crímenes repetían una serie de pautas. Cada asesinato era doble y las víctimas siempre eran una masculina y la otra femenina. Además, había una progresión numérica en las edades de las víctimas: los dos primeros eran recién nacidos, los dos segundos tenían cinco años, diez años los siguientes y quince tendrían las víctimas por las que sería detenido finalmente Tasio. Los de ahora tienen veinte años de edad. Tanto antes como ahora, las víctimas, que se encuentran siempre desnudas y tumbadas boca arriba una al lado de la otra con una mano cada una sobre la faz de la otra víctima, están posicionadas apuntando hacia el noroeste. Este extraño simbolismo se complementa con la colocación de un eguzkilore en la escena de cada crimen y una progresión en las localizaciones (El dolmen de la chabola de la hechicera, el poblado celtíbero de La Hoya, El Valle Salado, La muralla medieval) que aparenta representar las edades del hombre aplicadas a la historia alavesa. El de ahora, en la Catedral Vieja, continúa la progresión cronológica y se identifica con el nacimiento de la almendra medieval. Los encargados de resolver el nuevo crimen serán la pareja de investigadores compuesta por Unai López de Ayala, alias Kraken, y Estíbaliz Ruiz de Gauna. El problema es que no será el último...

El argumento de la novela, atractivo prima facie, no anticipa tampoco grandes derroches de innovación, originalidad ni frescura. Libros o películas acerca de asesinos en serie que dotan a sus creaciones de cierto simbolismo hay bastantes. Y libros o películas acerca de la investigación y resolución de casos criminales todavía hay más. En cierta forma, los mejores 20 o 25 mejores libros de novela negra ya han sido escritos, y si no lo han sido, la competencia debe ser bastante dura y pocos han de ser los lugares libres en ese panteón. Es evidente que para adentrarse en este libro uno ha de sentir un mínimo de pasión por el género. Yo reconozco que me gusta, aunque también admito que si me leo dos o tres novelas seguidas del género acabo saturado. Así que la siguiente frase puede ser ya indicativa de por donde van a ir los tiros de esta reseña: ya he empezado a leer la segunda parte de la trilogía de la ciudad blanca, de la que este libro constituye su ejemplar inaugural.

Y es que Sáenz de Urturi ha conseguido escribir una novela potente, una novela con pulso y puntería. La narración es ágil y dinámica, y aunque el lenguaje no hace ninguna concesión al juego literario y, por momentos, resulta romo y aburrido, sin duda es funcional y efectivo. Los hechos de la novela apenas ocurren en un lapso de 30 días, pero en ese mes ocurren muchas cosas y ocurren con el ritmo adecuado, sin atropellamientos ni concesiones a la galbana. Sáenz de Urturi construye la investigación con bastantes dosis de perspicacia y se revela como una experta prestidigitadora en el uso y dominio de los principales trucos del género con el fin de jugar con la sorpresa del lector. Tampoco es que te quite la respiración cada cinco páginas, pero tampoco lo necesita ya que el libro esconde una serie de virtudes bajo su superficie. De hecho, la principal virtud es precisamente el hecho de no necesitar ese constante estado de estupefacción narcótica en el lector.

"Me costó conjugar la imagen que guardaba del tipo guapo y triunfador con aquel desperdicio humano. Pese a que Tasio había cumplido los cuarenta y cinco, el hombre que tenía frente a mí aparentaba muchos años más. Decir que había envejecido mal resultaba demasiado amable, porque aquel Tasio solo era una burda imitación de un preso de penal americano. Un yonki huesudo con las greñas recogidas en una coleta mal hecha, detrás de las orejas. Un bigote en forma de U invertida, muy de los años setenta, tan fuera de lugar que resultaba tétrico y cómico a la vez."

Uno de los factores que atrapan el interés del lector en los primeros compases del libro, a pesar de su bochornoso y lamentable parecido con Rustin Cohle de True Detective, es la figura de Tasio. De profesión arqueólogo, tras ser condenado a veinte años de prisión por las cuatro parejas de crímenes y proferir desde el minuto cero su inocencia, consigue acceder a una cuenta de Twitter en prisión desde la que se hace un nombre en la red. Sus twits se componen de píldoras de sabiduría sobre la creación literaria —de la que se hace experto y que constituyen curiosos juegos metalingüísticos autorreferenciales con la propia dinámica de la novela— y destacan por la comprensión de la psicología del criminal. Aunque lo verdaderamente interesante ocurrirá cuando, a raíz de que comiencen de nuevo los asesinatos, Tasio se preste a colaborar con la policía para la resolución de los nuevos crímenes. Tasio aprovechará su cuenta de Twitter para mandar mensajes que se convertirán en trendic topic y que tratarán de influir en la investigación. Entonces se iniciará una dinámica viciada, de desconfianza constante, dudas e incertidumbre acerca de las verdaderas intenciones del preso. Un juego tóxico que recordará al de Clarice Starling y Hannibal Lecter o al de Alice Gould y su psiquiatra en Los renglones torcidos de Dios.

La novela está narrada en primera persona desde la voz del investigador Unai López de Ayala, alias Kraken. Unai es especialista en perfiles criminales y este caso le viene sobrevenido después de que veinte años antes se obsesionara siendo un chaval con el caso de Tasio leyendo la prensa. Kraken pasará, con el transcurrir de las páginas, de ser un personaje un tanto anodino y ramplón a coger empaque y envergadura desde un punto de vista narrativo. Aún así, no es ni de lejos lo mejor de la novela.

"Lo miré mientras marchaba escaleras abajo, anonadado. Era la parrafada más larga que había soltado desde comienzos de años. Cuando mi abuelo estaba verborreico era porque se sentía extraordinariamente feliz o ilusionado por algo. Solo entonces se extendía de sus siete palabras habituales."

Lo cual no ocurre con la figura del abuelo de Unai. De edad próxima a la centuria, ejemplifica el carácter alavés en su más honda expresión siendo un homenaje en toda regla a nuestros mayores. Curtido en un modo de vida áspero, rural, alejado de las comodidades de los urbanitas, aún sigue trabajando como si la edad no le pesase. El abuelo es persona de pocas palabras pero con una profunda comprensión de la naturaleza humana. Su laconismo solo es comparable a su fortaleza, que servirá de refugio en más de una ocasión a Kraken. El abuelo ejemplifica las virtudes del trabajo, el tesón y la prudencia y constituirá la brújula moral del protagonista en sus peores horas. Y lo hará sin grandes demostraciones emocionales. La suya es una sabiduría sin aspavientos.

En general, la autora vitoriana consigue trasladar con bastante mérito, no solo el modo de vida rural, sino incluso algunos de los localismos que emplean aquellos quienes han vivido parte o toda su vida en el pueblo alavés. Como anécdota, me he sorprendido con la sonrisa en la cara al leer fragmentos como el siguiente y pensar en mi propia abuela:

"Todos los nacidos más allá de los cincuenta kilómetros son, como decía mi abuela, «forasteros». Curiosa palabra de wéstern que se escucha en todos los pueblos alaveses. Que pasan dos peregrinos jacobeos: «forasteros», aunque sean de Cuenca. Que viene un colchonero con su furgoneta desde Salamanca a vender colchones de algodón, de los que ya no se usan: «forastero», murmurarán los viejos, encogiéndose de hombros."

Lo clava, palabra.

Pero por encima de todo, la verdadera actriz omnipresente de la narración es la ciudad de Vitoria, auténtico motivo de que un servidor acabase sumergido entre sus páginas. Y es que el hecho de que la narración se ambiente en la ciudad en la que vives no tiene precio. Pero si además lo hace con el gusto por el detalle del que hace gala Sáenz de Urturi, entonces la experiencia es una gozada. La autora ubica los lugares de la trama en los principales puntos de la ciudad (Catedral Vieja, Arquillos, Casa de los Unzueta, Virgen Blanca y un largo etc.) y se deleita con —y hace que sus personajes se pongan las botas en— los bares de pinchos más conocidos (Saburdi, Sagartoki, Dólar, El rincón de Luis Mari, Toloño, etc.) y los restaurantes de más postín (Zaldiaran, Matxete) en una retahíla de nombres muchas veces metida con calzador y que asemeja el libro por momentos a una guía turística, a una colección de Highlights, que puede llegar a oler a chamusquina pero que no deja de ser simpática para el gasteiztarra. Y aunque en algún que otro momento haya echado de menos alguna referencia a lugares más periféricos, más de barrio, que al final son las auténticas joyas de las ciudades, las que les dotan de verdadera personalidad, todos los lugares mencionados debían de estar.

Además de la ambientación, la autora vitoriana hace una radiografía bastante conspicua de las peculiaridades sociológicas de la capital alavesa. Sin ir más lejos, las famosas cuadrillas: grupos de amigos y amigas formados desde la adolescencia que se mantienen con relativa invariancia en el tiempo, y que suponen un colchón socializante y, por tanto, una zona de confort psicológica en el interior de su seno, pero que, al mismo tiempo, somete a una disciplina de cinturón de castidad a sus miembros respecto a las relaciones sociales externas, dificultando el hecho de conocer gente nueva, encontrar pareja, etc. Estas y otras dinámicas sociales están descritas con penetrante profundidad psicológica y sociológica por parte de Urturi, a menudo con un sesgo interesantemente sombrío.

A pesar de sus bondades, El silencio de la ciudad blanca está salpicada errores aquí y allá, la mayoría de ellos no especialmente graves. Algunos ya han sido nombrados de pasada y otros no. Ejemplos de los segundos pueden ser la manera que tiene Unai de definirse a sí mismo y a su compañera Gauna como los mejores en sus respectivos campos, y unas páginas más tarde precisar que trabajan en la ciudad con el índice de criminalidad más bajo del norte peninsular, lo que es tanto como imaginarse a Messi y Cristiano Ronaldo jugar en el Logroñés. O cuando Álvaro, en los años setenta, se lamenta por haber firmado una hipoteca a treinta años cuando, en aquella época, aún no existían los préstamos hipotecarios —estos se crean en el año 81, instrumentalizándose mediante letras, más gravosas pero de duración mucho más reducida—. O la escena no apta para diabéticos con la tonada de Lau Teilatu. O el hecho de que casi todos los personajes tengan esos horribles apellidos compuestos, como si todos lo vitorianos los tuviéramos. Y ese final un poco extraño y no del todo bien ejecutado que recuerda a cierto caso de cierto libro del neurólogo Antonio Damasio... Además, el libro deja varios interrogantes abiertos, aunque eso de ningún modo es un problema en la medida que hablamos de una trilogía. Con todo, los errores del libro no terminan de ensombrecer su calidad.

"No vas a descubrir al asesino hasta que no descubras su motivación. Y la motivación, querido #Kraken, siempre es personal."

En ciertos contextos, existe la verdad y la "verdad", y pedirle valorar El silencio de la ciudad blanca a un vitoriano con el fin de obtener una respuesta del primer tipo no creo que constituya un acto de prudencia epistemológica, a menos que seas tú también de aquí. Por lo que en caso de que no seas patatero tómate este comentario como un sesgo dentro de un prejuicio envuelto en unos puntos suspensivos. Expresada esta advertencia, solo me queda decirte que la principal virtud de la novela de Eva García Sáenz de Urturi no es el pulso firme con el que está escrita ni la sensación que transmite en todo momento de tener clarísima la manera en la que jugará contigo, querido lector. Estos argumentos te convencerán solamente si ya profesas la fe de la novela negra y tu adicción a los giros de guión es ya irremediablemente intratable. Ni siquiera el hecho de que el antagonista de la obra deje al brutal y despiadado Sacamantecas al nivel de un diletante es suficiente argumento para comprender la dimensión de lo que un vitoriano siente al leer este libro. No, lo que de verdad hace fascinante a esta novela para alguien como yo es la manera en la que toda la acción ocurre dentro de los límites en que se desarrolla su cotidianidad y el ojo clínico que ha tenido la autora para representar las distintas manifestaciones psicológicas y sociológicas en las que se expresa esa abstracción llamada "carácter alavés". Bueno, eso y todo lo demás, claro. Que no es moco de pavo.


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