sábado, 1 de junio de 2019

(2011) Ernest Cline - Ready Player One



«Cuando de investigar se trataba, yo nunca tomaba ningún atajo. En los últimos cinco años había recorrido la lista de las lecturas recomendadas a los gunters. Douglas Adams, Kurt Vonnegut, Neal Stephenson, Richard K. Morgan, Stephen King, Orson Scott Card, Terry Pratchett, Terry Brooks, Bester, Bradbury, Haldeman, Heinlein, Tolkien, Vance, Gibson, Gaiman, Scalzi, Zelazny. Había leído todas las novelas de los autores favoritos de Halliday.»

De un tiempo a esta parte se ha producido un fenómeno bastante curioso en el mundo de los videojuegos, el fenómeno retro. A pesar de que el motor de la industria es la mirada al futuro con la realización de videojuegos con gráficos más realistas, narrativas más profundas e inmersivas y mecánicas jugables más complejas, cada vez más jugadores migran, total o parcialmente, hacia un modelo de entretenimiento donde lo que prima es la nostalgia. La nostalgia de jugar a videojuegos de generaciones pasadas, tecnológicamente obsoletos pero lúdicamente fecundos, con la capacidad evocadora y sugestiva que muchas veces las superproducciones actuales no logran conseguir. Un subproducto de este fenómeno sería la fiebre coleccionista. Una fiebre que ha generado todo un mercado de segunda mano, paralelo a los canales de distribución tradicionales, donde joyas del pasado llegan a alcanzar precios astronómicos. Las grandes empresas de videojuegos se han dado cuenta de este nicho de mercado y, en consecuencia, han empezado a participar en él, satisfaciendo buena parte de la demanda existente. Los ejemplos más claros son la retrocompatibilidad entre consolas y la más reciente puesta en circulación de las consolas mini de 8, 16 y 32 bits. Pero lo más curioso del fenómeno es que ha logrado trascender las barreras propias del mundo de los videojuegos. En efecto, esta nostalgia gamer se ha extendido hasta otras formas de expresión cultural, como la literatura. Y Ready Player One, de Ernest Cline, es el ejemplo más rotundo de ello.

Aunque si somos precisos, Ready Player One no supone tanto un acto de nostalgia gamer, como un acto de nostalgia de la cultura popular que la posibilitó. Porque la novela de Cline es, ante todo, un acto de celebración de los videojuegos, la música, la literatura y las películas setenteras y ochenteras con las que millones de personas crecieron. Una cultura a menudo maltratada y tildada de segunda categoría, pero con la que varias generaciones de personas fantasearon, y que Cline homenajea sin ambages ni tapujos. Puro orgullo friki.

Ready Player One nos traslada a la cuarta década del siglo XXI. El planeta se ve asolado por una crisis energética de proporciones catastróficas y la mayor parte de la población mundial se ve abocada a una economía de subsistencia, con millones de personas desempleadas. El protagonista de la historia, Wade Watts, es un adolescente que, tras la muerte de sus padres, vive precariamente con su tía en el último piso de un enjambre de veintidós plantas en la periferia de Oklahoma. Un enjambre es una barriada formada por torres de caravanas apiladas una encima de la otra —o como las describe Cline en boca de Wade, un extraño híbrido de chabolas, asentamiento de okupas y campo de refugiados—. La vida de Wade, como la de miles de millones de personas, sería miserable de no ser por la existencia de un pequeño rayo de luz en mitad de un inmenso estercolero. Ese rayo de luz es un videojuego; un videojuego llamado Oasis.

Aunque más que un videojuego, Oasis es un videojuego de videojuegos. O, más concretamente, es un metaverso, es decir, todo un universo paralelo virtual, con decenas de miles de planetas en su interior, tantos como posibilidades jugables es capaz de ofrecer. En Oasis se puede hacer prácticamente cualquier cosa, desde jugar una campaña militar en algún asteroide perdido de la mano de Dios o visitar planetas ambientados en franquicias como Star Wars o Blade Runner, hasta ir a la escuela y la universidad, oportunidades, éstas, vedadas a los pobres en el mundo real. Por ello, Oasis ofrece tanto la posibilidad de evadirse del mundo físico como la de formarse por medio de un sistema educativo totalmente público paralelo al oficial. Porque lo más importante de todo es que para jugar a Oasis, aparte de un visor de realidad virtual y unos guantes hápticos, solo hacen falta dos cosas: tener conexión a Internet y crearse un avatar. Es decir, Oasis, en sí, es totalmente gratuito. Lo cual lo convierte en una realidad paralela de facto.

El oasis que supone Oasis para los habitantes del planeta fue posible gracias a la pericia de un programador de videojuegos llamado James Halliday. Halliday, socialmente inadaptado durante toda su vida, cultivó a lo largo de ésta una fiebre enfermiza por el mundo de la literatura de ciencia ficción, los videojuegos, las películas de aventuras y fantasía y la música rock y pop de las décadas de los setentas y ochentas. Tras su muerte, Halliday dejó a los usuarios de su plataforma un reto de dimensiones colosales: encontrar un huevo de pascua escondido en la aplicación, de forma que el que lo encuentre heredará su multimillonaria fortuna y el control sobre Oasis. Una recompensa tan apetecible, naturalmente, incentiva la búsqueda del huevo, lo que trae como consecuencia el surgimiento de una nueva disciplina: la ovología. La ovología es el estudio sistemático de la vida y los gustos personales de Halliday bajo la premisa de que esos gustos ayudarán a encontrar el huevo. Pero esto es tanto como decir que la ovología es el estudio sistemático de la literatura, el cine, las series de televisión, los cómics y los videojuegos de los años setenta y ochenta. En consecuencia, esas dos décadas vuelven a ponerse de moda bien entrado el siglo XXI.

Watts, cuyo avatar en Oasis se llama Parzival, lleva años estudiando la cultura popular de aquella época. Es lo que se conoce como un gunter, un cazador del huevo. Como él, hay millones de gunters en Oasis trabajando de forma independiente en la resolución del enigma. Desgraciadamente, tras cinco años de búsqueda, nadie ha logrado ningún avance. Hasta que un día la situación da un vuelco inesperado.

La primera mitad de Ready Player One es, sencillamente, porno para frikis. Las referencias y guiños a obras del pasado son constantes y Cline se regodea en ellas como un hedonista en una bañera rellena de chocolate. Ver citados videojuegos como Contra, Pitfall, Donkey Kong, Golden Axe, Heavy Barrel, Smash TV, Swordquest, Centipede, Pac-Man, Crime Fighters o Tempest; películas como Lady Halcón, Blade Runner, THX 1138, Cortocircuito, Los Inmortales, Los Caballeros de la Mesa Cuadrada, Juegos de Guerra, Los Cazafantasmas, Regreso al Futuro, Star Wars o Indiana Jones; series como El Gran Héroe Americano, Lobo del Aire, El Equipo-A, El Coche Fantástico, Un Equipo Muy Especial o Enredos de Familia; o grupos de música como Duran Duran, The Police, R.E.M., The Clash, Journey, Pink Floyd, Devo o Rush sencillamente es delicioso. Bondage para nostálgicos. Pero, además, Cline desarrolla los fascinantes entresijos que componen el universo de Oasis al mismo tiempo que desarrolla tanto a su personaje protagonista como el mundo que habita. Y lo hace de una manera ágil y dinámica.

«GSS también empezó a autorizar otros mundos de sus competidores, de modo que algunos contenidos que habían sido creados para juegos como Everquest y World Of Warcraft se trasladaron a Oasis y al catálogo de sus planetas fueron añadiéndose copias de Norrath y Azeroth. No tardaron en seguirlos otros mundos virtuales; entre otros, Metaverse y Matrix. El universo Firefly quedó anclado en un sector adyacente a la galaxia de La Guerra de las Galaxias, y una recreación detallada del universo de Star Trek en el sector contiguo. Desde entonces, los usuarios podían teletransportarse a sus mundos favoritos, pasando de uno a otro. La Tierra Media. Vulcano. Pern. Arrakis. Magrathea. Discworld. Riverworld. Ringworld. Mundos y más mundos.»

En la segunda mitad del libro, en cambio, el interés decae. La trama se asienta sobre unos carriles firmes pero previsibles, y los nuevos personajes que aparecen resultan demasiado esquemáticos. Además, Cline se permite el lujo de desarrollar una historia de amor que, siendo benévolos, resulta cursi. Aún así, la inercia es tan buena que el libro se termina gustosamente entre referencias nostálgicas y los clichés típicos de los géneros que homenajea —principalmente, un maniqueísmo nada disimulado y la tendencia a hacer de unos personajes adolescentes personajes mentalmente aniñados—.

Desde el mismo momento de su publicación, Ready Player One pedía a gritos una adaptación cinematográfica. Finalmente llegó el año pasado de la mano del mítico Steven Spielberg, con el propio Cline redactando el guión junto a Zak Penn (El Último Gran Héroe, Men In Black, The Avengers). La película es espectacular, un auténtico derroche visual. Aunque adolece de algunos de los problemas que el libro arrastra y, en su afán modernizador, actualiza alguna de las referencias, distorsionando el contexto temporal que el libro homenajeaba, ofrece una mayor agilidad narrativa y pule algún que otro defecto, enfatizando los componentes emocionales de la historia. Sin duda, un artefacto bastante recomendable aún cuando no disfrutes de ese tipo de cine. Aunque si no has leído el libro, y estás familiarizado con las referencias mencionadas en los párrafos anteriores, deberías leer la novela de Cline primero.


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