"¿Has pensado en lo siguiente? Nosotros dos observamos realmente algo parecido a un enorme bloque de piedra suspendido en el aire por encima del musgo y del brezo. Un milagro, amigo. ¡Un milagro de este mundo! Y déjame añadir: en aquel instante observamos exactamente lo mismo, en eso estábamos de acuerdo."
Aún recuerdo las buenas sensaciones que me produjo la lectura de El mundo de Sofía. Yo tenía 17 años y me encontraba en los últimos días del verano, esperando con una mezcla de curiosidad e inquietud el inicio del curso, o lo que era lo mismo: el comienzo de la universidad. Yo iba a estudiar Filosofía, así que por aquello de irme preparando para lo que yo creía que me esperaba, decidí hincarle el diente a la novela de Jostein Gaarder. El Mundo de Sofía no era ni más ni menos que una historia de la filosofía novelada a través del intercambio epistolar entre una niña de catorce años y un misterioso filósofo. La verdad es que más allá del subtexto pederasta, el libro me encantó. Logré rellenar provisionalmente las lagunas que tenía al mismo tiempo que hallé entretenimiento en su lectura. Una buena obra de divulgación que quizá hoy podría llegar a parecerme un tanto ingenua, pero que como tentempié e iniciación a la filosofía cumplió sobradamente. Tuve conocimiento del libro porque nos lo recomendó nuestro profesor de segundo de bachiller de filosofía en una de esas sugerencias teñidas de condescendencia que tanto gustan a los maestros. Recuerdo otra recomendación que me hicieron el anterior año: Los pilares de la Tierra, a cargo de nuestro profesor de Economía a propósito de las catedrales góticas, tema de estudio en ese momento de la asignatura de Historia del Arte. Lo leí y puedo decir que recomendar Los pilares de la Tierra para arrojar conocimiento acerca de la construcción de catedrales góticas es como recomendar La Metamorfosis de Kafka para enseñar entomología. Sí, hay catedrales e insectos en uno y otro, pero no tratan de esos temas. Eso me pasa por hacerle caso a los economistas. Como sea, siempre me ha gustado que me recomienden libros, así que tras el escepticismo inicial, apunté el libro y unos meses después lo devoré. Además, tampoco nos tiremos el pisto. Aunque pudiera recelar del libro, ese verano cayeron también Crimen y Castigo y El Jugador de Dostoievski, sí, pero también El código Da Vinci. Siempre he sido bastante liberal para esos temas. Por ello quizá, por el buen recuerdo que me dejó el libro de Gaarder, esto es, por un poco de nostalgia, pero también por esa liberalidad en mis lecturas, ese ser un poco picaflor literario, caí en El Castillo de los Pirineos.