"Hechos, repitió Humboldt, que todavía quedaban, él los describiría todos, una obra colosal llena de hechos, cada hecho del mundo contenido en un único libro, todos los hechos y sólo hechos, todo el cosmos de nuevo, aunque despojado de error, fantasía, sueño y niebla; hechos y cifras, dijo con voz insegura, eso quizás pudieran salvarle a uno. Si, por ejemplo, consideraba que habían viajado durante veintitrés semanas, que habían recorrido catorce mil quinientas verstas y visitado seiscientas cincuenta y ocho postas y, vaciló, empleado doce mil doscientos veinticuatro caballos, la confusión se tornaba comprensible, y uno cobraba ánimos. Pero mientras los primeros suburbios de Berlín pasaban volando y Humboldt se figuraba que Gauss en ese preciso momento observaba los cuerpos celestes por su telescopio, cuyas órbitas resumía en sencillas fórmulas, de repente ya no fue capaz de decir quién de ellos había corrido y quién había permanecido siempre en la patria."
No suelo leer demasiada novela histórica ni tampoco novela biográfica. Son dos géneros marginados en alguna caja fuerte en las catacumbas de mis deseos y apetencias, rodeados de sirenas de alarma bacteriológica y luces estroboscópicas a su alrededor, con tipos disfrazados de nazi gritando "ein verletzter, ¡alarm, alarm!". No sé de dónde me viene este rechazo instintivo al género. Bueno, en realidad sí. Tiendo a pensar que la novela histórica suele cubrir sus carencias a través de la ambientación y el recurso a personajes famosos, como el solomillo que el chef decide preparar con salsa roquefort para cubrir el hecho de que ya lleva unos cuantos días en la nevera o como la película de poca monta en la que el actor o la actriz de moda hace un cameo. Como casi todos los prejuicios en los que me manejo, esta idea me ha hecho perderme muchos y muy buenos libros. De hecho, de los últimos coqueteos con el género destaco la trilogía El Ciclo barroco de Neal Stephenson, una monumental obra de unas 3000 páginas ambientada a finales del siglo XVII y principios del XVIII. Resumirla ya es una tarea titánica, pero comparte algunos puntos en común con La medición del mundo de Daniel Kehlmann.
Era El Ciclo Barroco una obra que encaraba el nacimiento de la ciencia moderna sin ningún tipo de complejo. La Royal Society, Newton, Hooke, Boyle, Leibniz, Huygens... Pero no se quedaba ahí, en el campo de la física y la matemática pura, sino que su trama se extendía hacia el nacimiento de los mercados bursátiles o la moderna criptología, al mismo tiempo que sembraba un extensa tela de araña que conectaba entre sí toda la geopolítica del continente. Y por si fuera poco, incluía una extensa y muy divertida trama de piratería que relacionaba América y Asia con Europa. La medición del mundo es, en ese sentido, una novela mucho más modesta en sus pretensiones. No pretende tanto atrapar una época como captar dos de las personalidades más atrayentes de la misma.
La medición del mundo, sexta novela de Daniel Kehlmann, nos presenta las semblanzas de dos de las figuras más destacadas de la ciencia de principios del XIX con motivo de un congreso de naturalistas en 1828: Karl Friedrich Gauss, el príncipe de las matemáticas, y Alexander Von Humboldt, naturalista y polímata natural, hermano del también héroe del pensamiento y la lingüística Wilhelm. Alrededor de ellos veremos a otras destacadas figuras de la época como los físicos Pilatre y Wilhelm Weber y Goethe que, en palabras del Gauss de la novela, "el asno que osaba corregir la teoría newtoniana de la luz". En cualquier caso, toda la intensidad de los focos recaerá sobre nuestros protagonistas. Kehlmann trazará una especie de Vidas Paralelas con dos personajes que por origen, trayectoria, intereses y temperamento no podían ser más distintos: Hijo de campesinos, niño prodigio, matemático famoso carrera meteórica mediante, mujeriego, arisco, de temperamento vitriólico y profundamente pagado de sí mismo. Así era el bueno de Gauss, toda una joyita. En cambio, Alexander fue un niño manso, siempre a la sombra de su hermano mayor en cuanto a aprendizaje, y solo empezó a despuntar cuando descubrió su verdadera vocación en la universidad: conocer el mundo físico en toda su extensión. Es entonces que se hizo explorador y sus viajes lo llevaron al Orinoco, el Amazonas, el Chimborazo o Siberia, entre otros muchos lugares realizando infatigables mediciones y observaciones en las más variadas áreas del saber. De carácter afable y abierto, fue en cambio un poco remilgado en la cuestión sexual.
Una de las características que más llaman la atención en este libro es el hecho de que está contado con un humor sensacional, a veces ácido, la mayor parte del tiempo disparatado. La prosa de Kehlmann aglutina la erudicción de un Stephenson con el sentido de lo absurdo de un Terry Pratchett. Muchas veces Kehlmann retuerce los personajes y los lleva a comportarse de esa manera tan divertida de aquel que hace algo gracioso sin darse cuenta de ello ni la razón que despierta la hilaridad a su alrededor. Lo pintoresco en Humboldt y lo adocenado en Gauss es utilizado constantemente por el autor alemán para sacarnos la sonrisa. Kehlmann nos sorprende y allí donde parecía que iba a haber una historia de profundas lecturas pedagógicas, invierte el famoso género de la novela de formación para presentarnos una imagen de ambos personajes alejada de las habituales divinizaciones de esta clase de obras. Y en parte esto se debe al recurso al humor. Con él, Kehlmann humaniza a sus personajes, dotándolos de ese aura ridícula que muchas veces parecemos no ver en los grandes genios. Parecería muchas veces que los grandes héroes del pensamiento mearan colonia. Pero no: la dedicación principal de Newton fue el estudio de la Biblia y de la alquimia, las conversaciones que Einstein mantenía con Gödel en Princeton, lejos de tocar la física o la lógica, versaban sobre el material femenino en sus aulas, etc. Y Gauss era un putero y un tirano y Alexander un remilgado puritano. Y no pasa nada, porque eso los hacía humanos. Una de las grandes virtudes de este libro precisamente es ésa: mostrarnos a través de los defectos de los personajes su humanidad; su cómica humanidad.
"Los artistas olvidaban su tarea con excesiva facilidad: mostrar lo real. Los artistas consideraban sus licencias un don, pero lo inventado confunde a las personas, la estilización falsea el mundo. Por ejemplo: los decorados que no podían ocultar que eran de cartón, pinturas inglesas cuyo fondo se desvanece en una salsa oleaginosa, novelas que acababan convirtiéndose en cuentos mendaces porque el autor vinculaba sus patrañas a los nombres de personajes históricos.
Abominable, dijo Gauss."
El sentido del humor de Kehlmann puede que no guste a todo el mundo, especialmente a aquellos que busquen en este libro una rigurosa investigación biográfica. Kehlmann se toma licencias aquí y allí, a veces deformando los acontecimientos, en ocasiones solo los personajes. No es un libro que se ciña a los hechos, al menos de manera taxativa. Para los que, siguiendo a Gauss, todo esto sea faltar a la verdad y resulte abominable, La medición del mundo no será de su agrado. En cambio, por aquí un servidor ha agradecido a Kehlmann ese humor y esas patrañas con los que ha coloreado su novela.
Gauss y Von humboldt fueron personajes muy diferentes, casi antagónicos. Mientras que el primero se adentró por los senderos de la matemática pura y la ciencia más teórica, el segundo llevó a cabo la tarea de explorar el mundo natural hasta sus últimos confines. Aparentemente sus intereses no pudieron ser más distintos. Sin embargo, algo común subyace en ambos periplos, algo que conecta toda investigación y todo conocimiento humano. Y Kehlmann ha sabido presentarlo en esta entrañable novela llena de humor y mala leche y a través de unos personajes que si bien dejan la duda en el lector acerca de su verosimilitud, poseen el simpático aunque amenazante encanto de lo grotesco, lo excesivo y lo titánico.
"Las estadísticas de mortalidad, precisó Gauss. Dio un sorbo de té, torció el gesto, asqueado, y apartó la taza lo más lejos posible. Se creía que el ser humano determinaba su propia existencia. Creaba y decubría, adquiría bienes, encontraba a personas que amaba más que su propia vida, engendraba hijos, quizá inteligentes o tal vez idiotas, veía morir a las personas amadas, se volvía viejo y tonto, enfermaba y terminaba bajo tierra. Se creía que uno lo había decidido todo por sí mismo. Sólo la matemática te enseñaba que siempre había tomado los senderos anchos. ¡Despotismo, cuando oía decir esto! Los príncipes también eran pobres cerdos que vivían, sufrían y morían igual que el resto de los mortales. Los verdaderos tiranos eran las leyes de la naturaleza."
Pinta bien esta ficción, y si el resultado te ha dejado esa buena impresión, no debe importar tanto la verosimilitud. Yo veo exactamente igual a las novelas históricas, tengo el mismo prejuicio (y juicio), pero es verdad que con ello me estaré perdiendo seguramente muchas que me gustarían, y otras tantas que aunque se apoyen en un ambientación histórica, vayan por otros derroteros, usando la historia como motivo pero jugando con la ficción para contar lo que quiere contar, como 'El nombre de la rosa' o ésta, a su manera, por lo que dices.
ResponderEliminarTiene traca el segundo fragmento que has copiado, jeje.