miércoles, 19 de noviembre de 2014

(1791) Benjamin Franklin - Autobiografía y otros escritos


Autobiography Benjamin Franklin Independence Vegetariano


"Con frecuencia discutíamos porque la controversia nos gustaba y deseábamos enfrentarnos uno a otro con nuestros argumentos, cosa que, por cierto, puede convertirse en una mala costumbre y hacer a los que la tienen muy desagradables, porque siempre llevan la contraria. Además de servir para agriar cualquier conversación, dicho hábito da ocasión a disgustos y tal vez enemistades, en lugar de reforzar la amistad. Adquirí esta mala costumbre leyendo los libros de mi padre sobre polémicas religiosas. Las personas de buen juicio, según luego he podido apreciar, rara vez caen en el vicio de discutir salvo los abogados, los universitarios o los que se han criado en Edimburgo."

Político, activista, diplomático, inventor, científico, periodista, educador, filósofo... la verdad es que pocas vidas ha habido a lo largo de la historia mejor aprovechadas que la de Benjamin Franklin, al menos en lo referente a hacer acopio de méritos para pasar a la posteridad. A nada que uno bucee entre libros de historia, sean del tema que sean, tarde o temprano se lo encuentra uno mencionado. Fue una luminaria, una especie de hombre del renacimiento; un autodidacta, sin embargo, de vocación más práctica que artística, a diferencia de sus colegas polímatas dos siglos antes —con la excepción de Leonardo Da Vinci—. Y lo fue en el siglo que vería caer la viejas estructuras estamentales a ambos lados del atlántico, siendo protagonista destacado de esos mismos hechos. La presente Autobiografía y otros escritos, por tanto, es un documento valiosísimo que nos presenta de primera mano la peripecia vital de un hombre único, excepcional.

Sin embargo, si por algo destaca esta autobiografía, es por no limitarse a ser un compendio de los hechos más relevantes de su protagonista. Tiene, a su vez, la pretensión de ser una guía espiritual para el lector, un compendio de sabiduría práctica y un modelo de conducta. Con referencia al tercer punto, este libro anticipa a las novelas de formación, las Bildungsroman, esa tradición que nace en el romanticismo alemán heredero de la ilustración y que haría vertebrar sus historias en torno al proceso de desarrollo personal de su protagonista. Con referencia al segundo, se empareja con la tradición eudemonista iniciada por Aristóteles y continuada por Arístipo, los estoicos o Baltasar Gracián, entre otros muchos. Finalmente, y con referencia al primer punto, este libro se conecta con los modernos libros de autoayuda.

Este libro, como toda autobiografía, posee todas las bondades de los relatos de primera mano: la aproximación al personaje tanto por la vía de sus actos como por la vía de sus valoraciones. Toda biografía ajena puede lograr con notable exactitud el primer punto, pero rara es la que logra una reconstrucción verosímil del segundo sin pedir del lector un acto de generosidad. Sin embargo, y como todo relato autobiográfico, por definición, es también un relato incompleto: no logra narrar los últimos momentos del protagonista, sus últimas experiencias. Y en ese sentido, esta autobiografía extiende el dominio temporal de esas "últimas experiencias" a un periodo de treinta y tres años. Casi nada. Es, por tanto, una obra notablemente incompleta y, quizá, fundamentalmente incompleta con referencia al periodo de la vida de Franklin de mayor interés para la investigación histórica, que es precisamente la que atañe a los procesos y deliberaciones que desembocaron en la declaración de independencia.

"Y puesto que los objetivos de la conversación consisten al fin y al cabo en informar o ser informado, en agradar o en persuadir, creo que los hombres sensatos y de recto juicio no deben mermar su capacidad de hacer el bien, adoptando una postura dogmática que suele disgustar a los interlocutores, crear oposición y contrariar los fines aludidos del don de la palabra."

Franklin emprendió el proyecto de redactar su semblanza personal en 1771, mientras disfrutaba de unos días de asueto en Twyford, Inglaterra, en casa de su amigo el obispo Shipley, y por petición unánime de las hijas de éste, que querían conocer en profundidad a su ilustre invitado. Franklin, que por aquel entonces atesoraba 65 años ya, se puso manos a la obra y rápidamente coleccionó un conjunto de notas que le servirían para sistematizar sus recuerdos. En aquel mes en la casa del obispo, lograría relatar sus primeros 24 años de vida. Sin embargo, el proyecto quedaría en suspenso hasta que 13 años después, y otra vez con motivo de una estancia en el extranjero, esta vez en Passy, Francia, lo continuaría. Una tercera acometida sería realizada en 1788 en Filadelfia, ya con Franklin gravemente enfermo. Finalmente, un año más tarde y un año antes de morir, Franklin tendría tiempo de añadir unas últimas páginas. Por tanto, esta autobiografía se compone de cuatro partes en lo que fue una redacción interrumpida por largos periodos de tiempo.

La primera parte, la más extensa y, para mí, también la más entretenida, nos narra los primeros años de vida de Benjamin Franklin. Seremos testigos de cómo su familia, antes de que su padre viajara hacia el nuevo mundo, abrazó la reforma. De cómo ya con los Franklin instalados en Boston, América, Benjamin sería el quinceavo de diecisiete hermanos —como conejos, oiga—. En esos primeros años de infancia asistiremos a sus primeros años de escuela truncados por el imperativo gremial, que le obligaba a elegir una profesión. Después de probar aquí y allí, escogería el de impresor, bajo la tutela de unos de sus hermanos mayores, pero sin renegar de la formación que le dispensaban sus lecturas autodidactas, para lo cual muchas veces trasnochaba bajo la luz de una vela. De estos años preadolescentes rescata la lectura de un libro de Thomas Tryon, uno de los primeros defensores del vegetarianismo de la edad moderna, que le llevaría a cambiar sus hábitos gastronómicos. También nos relata la trastada de cómo consiguió publicar anónimamente unos artículos de opinión en el periódico que imprimía su hermano y que fueron muy bien recibidos por el público. Mientras tanto, su relación con su hermano iría deteriorándose, en parte debido a los malos tratos con los que éste le obsequiaba y, así, de un día para otro, decidiría fugarse de Boston con destino a Nueva York, para encontrar trabajo como impresor. Tenía 16 años. Allí no encontrará empleo, pero le recomiendan que busque en Filadelfia y es entonces cuando la historia se convierte en casi una comedia de enredo: el impresor que lo iba a emplear ya ha encontrado sustituto, así que acude a la competencia, que le contrata. Pero el empleador, Keimer, es un ser un tanto miserable, y las condiciones de Franklin no son las mejores. Su laboriosidad le hace ganarse el favor del gobernador, que le promete un negocio para él solo. Por recomendación de él va a Londres, pero en el último momento el gobernador le deja en la estacada y se encuentra en la capital del imperio sin amigos, influencia y con un futuro dudoso. Sin embargo, Franklin vuelve a abrirse camino y tras 18 meses regresa a Filadelfia, para volver a trabajar con Keimer, no sin cierto juego de evasiones por las dos partes. Allí recibe un buen sueldo, pero sospecha que Keimer se quiere deshacer de él —para variar—. Así que entabla relación con un comerciante cuáquero, Meredith, el cual le propone aunar sus ahorros y los conocimientos de Franklin para abrir una imprenta. Franklin acepta el trato y abren el negocio,que rápidamente prospera, a pesar de lo cual la conducta de Meredith, licenciosa y un poco borrachuza, no ayuda a la buena imagen empresarial. Finalmente, Meredith le propone venderle su parte del negocio y Franklin acepta. Después de tantas vueltas Benjamin Franklin ha conseguido lo que más ansiaba: la libertad económica para emanciparse y llegar a ser un hombre libre. Por si fuera poco, también se casa. Y hasta le da tiempo a asomar la patita en el escenario de las obras públicas: efectivamente, deja perfilado su proyecto de biblioteca pública bajo suscripción, la que sería, a posteriori, la primera del país. También ha cambiado de credo, abandonando el calvinismo presbiteriano de su familia para abrazar un deísmo de corte más optimista y saludable desde el punto de vista psicológico. Ya es 1730 y Franklin solo tiene 24 años.

Esta primera parte posee un ritmo grácil y ligero, en cierta forma dotado de la chispa de la juventud. Las descripciones de los personajes están trabajadas y en todo momento Franklin deja claras sus valoraciones respecto a los distintos tipos humanos. El relato puede entenderse como el mito fundacional del sueño americano: mediante la frugalidad, la moderación, la prudencia y la modestia uno puede llegar a prosperar en la vida. La narración está intercalada con reflexiones acerca de la buena conducta y de las distintas virtudes, siempre traídas con acierto respecto al enjuiciamiento de los hechos relatados. La imagen que Franklin nos dibuja de sí mismo es la de un joven diligente y responsable, hasta cierto punto aburrido y en más de una ocasión tacaño —como cuando relata cierto episodio en Londres—. Por ello, para el lector moderno, y esto es con independencia, claro está, de la intención del propio Franklin, la imagen del Bostoniano es hasta cierto punto ambigua. Naturalmente constituye en casi todas sus aristas un ejemplo de virtud moral, sobre todo respecto a los negocios. Y su optimismo, en ciertos momentos, será contagioso. Pero al mismo tiempo uno tiene la sensación de que no se trata de una persona con excesivo sentido del humor precisamente, como encajado en un molde demasiado rígido todo el tiempo. Uno acaba pensando de Franklin que sería el perfecto prestatario, el diligente hombre de negocios en quien confiar a la hora de realizar una inversión, y no tanto un amigo. Tu abogado, pero no tu camarada.

La segunda parte modifica radicalmente el tono del relato y se centra en el estudio y presentación del esquema moral que siguió Franklin toda su vida. El relato autobiográfico deja paso al ensayo moral. Pangloss le abre la puerta a Gracián. Y Franklin presenta su lista de virtudes:

"1. Templanza. No comer hasta sentirse torpe. No beber hasta achisparse.
2. Silencio. Hablar sólo cuando favorezca a los demás o a uno mismo. Evitar conversaciones baladíes.
3. Orden. Cada cosa en su sitio. Que cada parte de nuestros negocios tenga su tiempo de hacerse.
4. Decisión. Decidir hacer lo que se debe hacer. Hacer sin desmayo lo que se ha decidido.
5. Frugalidad. No gastar sino en lo que beneficie a los demás o a nosotros, es decir, no desperdiciar nada.
6. Laboriosidad. No perder tiempo. Emplearse siempre en quehaceres útiles. Cortar todas las acciones innecesarias.
7. Sinceridad. No causar daño engañando. Pensar con justicia e inocencia y, si hablamos, hacerlo en consecuencia.
8. Justicia. No hacer daño a nadie con injurias y no dejar de hacer las buenas acciones que tenemos la obligación de realizar.
9. Moderación. Evitar los extremismos. Abstente de sentirte agraviado por las injurias que te hagan, por más que creas que tienes razón para ello.
10. Limpieza. No consentir la falta de limpieza en el cuerpo, la ropa o la casa.
11. Tranquilidad. No dejarse perturbar por banalidades o por accidentes normales o inevitables.
12. Castidad. Usar pocas veces del sexo como no sea por razones de salud o para perpetuar la especie, y nunca hasta el extremo de que produzca debilitamiento físico o mental o menoscabo de la tranquilidad o el buen nombre de uno mismo o de los demás.
13. Humildad. Imitar a Jesucristo y a Sócrates."

También nos cuenta el plan semanal de observación de cada una de ellas. Tal examen duraría tres meses y se realizaría cuatro veces al año. En esos tres meses, cada semana se dedicaría al estudio de la observancia de uno solo de los preceptos. Una semana la templanza, a la siguiente el silencio, y así sucesivamente. Las infracciones se anotarían en una hoja dividida en celdas donde uno de los ejes serían los días de la semana y el otro las horas del día. Tal estudio pondría de manifiesto los momentos del día en que se corre más riesgo de incumplir los diferentes preceptos. Sería una especie de hoja de cuentas con el fin de llevar una especie de contabilidad moral: La mentalidad y el método del hombre de negocios llevados hasta sus últimas consecuencias. En esta parte del relato también se nos describen los hábitos horarios de Franklin. Sabemos, gracias a ello, que acostumbraba a levantarse todo los días a las 5 de la mañana, y que se acostaba a las 10 de la noche. Que trabajaba 8 horas al día divididas en dos turnos de cuatro por un paréntesis de dos horas que acostumbraba a dedicar a comer, revisar sus cuentas y leer. Que antes de acostarse gustaba de hacer balance, que lo primero que hacía al levantarse era preguntarse qué iba a hacer ese día y que las tres primeras horas de la mañana las usaba para rezar, planear la jornada y reanudar sus estudios. Esta segunda parte nos confirma la impresión de la primera: Franklin no es una fiesta. En cierta forma, la imagen presentada por él desmitifica esa imagen que se haría tan popular en el siglo XIX del hombre genial, espoleado por las musas cual caballo indomable y susceptible y dependiente de la volubilidad en el ánimo como el océano y el movimiento de las mareas de la fuerza gravitatoria lunar. Nada de eso puede encontrarse en Benjamin Franklin. En él priman el método, la prudencia y la moderación. El ejemplo del hombre tranquilo, diseñado con escuadra y cartabón, que acostumbra a no decir una palabra más alta que la otra y que busca la independencia personal por encima de todo lo demás.

La tercera y la cuarta parte de la biografía, a pesar de estar redactadas con un año de diferencia, están cortadas por el mismo patrón: un afán de aceleración en el relato, como si el propio Franklin fuese consciente del poco tiempo de vida restante y se diera premura en acabar la tarea comenzada. Por lo tanto, pueden considerarse como una y la misma. Franklin retoma la narración allí donde la deja en la primera parte, en algún momento de 1730 y la consigue desplazar hasta 1757, en plena contienda de la refriega franco-india, circunscrita en la guerra de los siete años. El relato a partir de ahora adolecerá del trasiego de personajes con el que se coloreaba la primera parte y todo tenderá hacia el esquematismo. Es a partir de ahora cuando se nos describe su irrupción en la vida pública, ya bosquejada en la primera parte a través de la creación de la primera biblioteca pública por suscripción. Continúa con la difusión de su periódico. Logra un éxito de ventas con la publicación de El almanaque del pobre Richard —un compendio de sabiduría práctica, información astronómica y poemario—, escrito bajo el pseudónimo de Richard Saunders en 1732. Se nos relata como intermedia con distintos predicadores de distintas fes religiosas que van llegando a Filadelfia, mostrándonos la tolerancia religiosa de la que siempre hizo gala. En 1733 aprende francés, español e italiano. A partir de 1737 comienza a desempeñar fucniones de representación en la asamblea de Filadelfia. En 1744 fundó una sociedad filosófica, como extensión de ese grupo de debate creado en su juventud, El Junto. También es en esta parte donde se nos describe alguno de sus logros como inventor y científico. En 1742 se nos cuenta como renunció a la patente de la estufa diseñada por él, popularizada como estufa salamandra, que permitía controlar mejor el humo generado por la combustión. En 1754 recibiría el doctorado por la universidad de Cambridge por sus experimentos con la electricidad. También, a lo largo de esos años, desarrollaría mejoras en el pavimentado urbano, mejorando la disponibilidad del suelo público y previniéndolo de los barrizales que se generaban con las lluvias, contratando para ello, además, a barrenderos y limpiadores de barro. También crearía una compañía de bomberos y desarrollaría mejoras en el diseño de los faroles, optimizándolos respecto a las versiones inglesas. Sin embargo, y por desgracia, Franklin no profundiza demasiado en todos esos aparatejos y mejoras. El tramo final del relato se centra en las labores diplomáticas que desempeñó al otro lado del atlántico con motivo de la guerra contra los franceses y los indios, pero solo en los primeros años, hasta 1757. Comparativamente hablando, esta tercera y cuarta parte resultan más aburridas que las dos primeras partes: no tiene el ritmo casi novelesco de la primera ni cuenta con la vivisección casi morbosa de la mencionada contabilidad moral de Franklin.

El libro lo completan una colección de artículos y epístolas sobre muy diversos temas, los conocidos como otros escritos, que abarcan desde los escritos religiosos, donde argumenta su posición deísta de corte leibniziano, hasta los económicos, donde aboga por el consabido ahorro y frugalidad en el mamnejo de los recursos, pasando por los educativos y políticos, y que tienen en toda la correspondencia acerca de motivos científicos y técnicos los momentos de mayor interés de toda esta parte. Entre estos últimos, se cuenta con Instrucciones para la construcción de un pararrayos, Descripción de un aparato para coger libros de los anaqueles —una especie de brazo extensible—, o consejos prácticos acerca de las bondades de la natación de cara a prevenir la diarrea y favorecer el estreñimiento, como los que tiene el favor de ilustrar a un desaprensivo Barbeu Dubourg. También se describen observaciones que atañen a los experimentos que acostumbraba a diseñar y a fenómenos complejos como las corrientes de aire. También le relata a un conocido cómo se le ocurrió el diseño de las lentes bifocales y describe el proceso de creación de su famosa armónica de cristal.

"La revelación en sí me importaba poco. Mi razón parecía indicarme que, en efecto, algunas acciones podrían no ser malas porque la revelación las condenara, o buenas porque las prescribiera, sino que probablemente sucedía lo contrario, que las condenaba porque eran malas para el hombre o las prescribía porque eran buenas, teniendo en cuenta la propia naturaleza de esas acciones."

Max Weber, en su ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo mencionaba a Benjamin Franklin como ejemplo paradigmático de la mentalidad capitalista. Según su propuesta sociológica, la particular ética protestante, que implicaba el conocido ascetismo mundano —por oposición al ascetismo ideal del catolicismo, más enfocado en una ética de la renuncia y la supervivencia y que colapsaría en esa visión tópica del campesino español, vago y despreocupado de medrar porque el que medra es sospechoso por el mero hecho de intentarlo—, hizo que las sociedades donde se desarrolló el luteranismo y, en especial, el calvinismo, como los cantones suizos y los Países Bajos, dieran lugar a la formación del capitalismo. La frugalidad y el afán de riqueza de la que tanto hablaba Franklin estaría en su génesis en una cultura, la calvinista, que premiaba el éxito profesional y la acumulación de capital como matriz básica del crecimiento y mejora de la propia comunidad. Este planteamiento de Weber creó escuela y, la verdad, es que resulta ya un lugar común dentro de la sociología, de aceptación casi universal. Sin embargo, resulta interesante matizar un par de cuestiones.

En primer lugar, cuando Weber cita a Franklin y lo considera un epítome perfecto de la ética calvinista, es necesario matizar que, pese a que Franklin vivió según los molinos de la ética calvinista, y más concretamente, de su versión presbiteriana, él no vaciló en renegar del credo teológico en el que se sustentaba aquella, para abrazar el deísmo. Supuestamente, ese énfasis que el calvinismo pone, en su aspecto moral, en la acumulación de capital como medida del desarrollo personal estaría sustentado en la doctrina de la predestinación de Calvino, posiblemente una de las doctrinas más confusas aparentemente (seguramente) de la historia—por cuanto parece sustentar precisamente aquello que parece querer evitar—. Efectivamente, la doctrina de la predestinación afirma que Dios ya sabe quién se salvará y quién no, conocimiento derivado de su omnipotencia y omnisciencia, pues el bien y el mal son potencia suya y no son pre-existentes a él; uno no se salvará porque ha obrado bien, sino porque se ha salvado es que ha debido obrar bien. Esto, que podría parecer que borra el libre albedrío y, por tanto, la consideración moral de los actos humanos, pudiendo acabar en una deriva inmoral o nihilista, en la práctica, tuvo una importante influencia: al desconocer la gente si habían sido elegidos de antemano para la salvación o no, obraban como si de verdad sus actos pudieran afectar de algún modo a la decisión divina, de modo que todo el mundo se esforzaba por ser píos y obrar en beneficio de la comunidad, pues el que mejora la comunidad, también está ayudando a mejorar a los elegidos que vivan en ella y por tanto a ganarse un hueco entre los elegidos, por más que Dios ya esté de vacaciones con la decisión tomada. Franklin, que renunció a este confuso planteamiento en favor de una imagen en la que Dios salva a los elegidos en función de las acciones de estos, precisamente porque el bien y el mal son entidades ontológicas autónomas, sin embargo, no renunció a la ética diseñada para ser sustentada por la teología con la que no quería comulgar. Y me atrevo a afirmar que lo hizo siendo más coherente que sus compañeros de viaje puritanos, presbiterianos y calvinistas, en general. Esto, desde luego, no refuta la idea de Weber, aunque sí la matiza y la contextualiza más ajustadamente.

Y en segundo lugar, hay que precisar la noción de capitalismo, porque el mundo capitalista actual no es el mismo que el que vio nacer la revolución industrial ni el que contemplaba Max Weber cuando redactó su obra. Era aquel un capitalismo incipiente y que se definía por la preponderancia en el ahorro y posterior inversión del capital acumulado. Por supuesto, el capitalismo actual también depende de la inversión, pero dentro de una cultura del gasto sin la cual es imposible mantener el ritmo de crecimiento alcanzado y que trae consigo índices de apalancamiento en la sociedad verdaderamente altos. La ética frankliniana, en su énfasis en la frugalidad, nos habla acerca de que el ahorro y la inversión cuestan y han de lograrse con esfuerzo y sacrificio. La ética consumista actual nos habla de lo contrario: precisamente porque el motor de la economía es el gasto que satisface la oferta de bienes y servicios, los anteriores esfuerzos encaminados a lograr el capital necesario para invertir ahora son papel mojado en la medida en que la mayor circulación del dinero posibilitan un mayor acceso al crédito, abaratando su coste en términos de sacrificio. Esta no es ni una refutación del planteamiento weberiano ni un matización del mismo. Es más bien una aclaración terminológica: a pesar de que el capitalismo incipiente de la época frankliniana y el capitalismo actual constituyan uno y el mismo fenómeno y se les denomine con la misma palabra, sus maneras de presentación son radicalmente distintas y, por tanto, sus esferas de sentido de cara a los valores morales divergirán en un grado acusado. Hay que tener presente esto a la hora de leer a Weber y de interpretar a Franklin según el prisma del sociólogo alemán.

Existen varias razones para leer la Autobiografía y otros ensayos de Benjamin Franklin. Como apuntaba Max Weber, porque es uno de los hitos fundacionales de la mentalidad capitalista, y ya solo por eso, sirve muy bien para hacerse una imagen precisa de la mentalidad del hombre de negocios diligente, de la clase de cosas que pueden pasársele por la cabeza para justificar su conducta. Porque esa mentalidad está en la base de figuras más contemporáneas de la sociedad estadounidense, como son el Babbitt y el W.A.S.P., que de una manera u otra también han exportado a otras partes del globo. Y porque es el relato en primera persona de un hombre que a todas luces, por sus logros, fue excepcional. Sin embargo, también existen razones para no leerla. Se trata de un relato que va de más a menos en intensidad y cuyo interés se diluye como un azucarillo. Además, no incluye los momentos más interesantes de la vida del protagonista, como son los relacionados con la declaración de independencia. Y porque, con todo, uno no puede dejar de tener la sensación de que el personaje ha sido glorificado, enaltecido e hinchado como modelo de conducta a raíz de su importancia como figura mítica en la constitución de los EEUU. A fin de cuentas, ni sus ideas morales, ni religiosas, ni su temperamento constituyen, por originalidad, motivos suficientes para el endiosamiento al que la tradición le ha sometido. La pretensión de establecer en la biografía un modelo de conducta exportable a otras personas constituye una inclinación muy loable pero, admitámoslo, esperábamos más. Y un mundo lleno de Benjamins Franklins sería aburrido. Más ordenado, más previsible; un mundo lleno de burgueses y pollaviejas con sus rígidos sistemas de categorización. Por tanto, un mundo también más coñazo.

A modo de aviso para navegantes: Tanto esta versión como ésta otra han resultado ser versiones incompletas del libro, ya que a pesar de que incluyen los otros escritos, solo traen consigo las dos primeras partes de la autobiografía —a pesar de que los "otros escritos" vengan completos—. No he conseguido encontrar en castellano ninguna versión que incluyera las cuatro partes en formato digital. Así que si os interesa leer el libro al completo, tendréis que pasaros por vuestra librería más cercana y comprar el formato físico de esta obra —publicada por primera vez hace más de dos siglos, cuyos derechos de autor expiraron hace mucho tiempo y que sólo cuesta €13 de nada—, como ha hecho un servidor. Al menos por el momento, mientras no se digitalice el resto.

"La modestia de mi tono verbal hacía que el interés en escucharme se intensificara en el auditorio, al tiempo que decrecía el prurito de la contradicción. Además me sentía menos mortificado si era a mí a quien se consideraba errado, siéndome más fácil, en cambio, obtener en los demás el reconocimiento de sus propios errores si, por el contrario, era yo el que estaba en lo cierto. Esta nueva postura, que al principio me ponía un poco tenso por pugnar con mi inclinación natural, llegó a serme tan consustancial que puedo decir que en los últimos cincuenta años no hay nadie que pueda afirmar que ha oído nada que sonase a dogmático salir de mi boca."

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3 comentarios :

  1. Enorme reseña, que merecería ser publicada en una revista. Buen trabajo, de verdad. Aparte de que he aprendido de este padre fundador que enmarca los billetes gordos de dólar, y del que sé más bien poco, también es igualmente interesante, o más, la parte que le dedicas a explicar y reflexionar sobre asuntos relativos al capitalismo y al origen protestante de éste, que es verdad que es un lugar común que aceptamos, aunque no por ello hacen falta aclaraciones como las que has hecho, porque un mismo término intenta atrapar un orden económico que ha cambiado mucho a lo largo de los siglos. Buen apunte el de que es necesario analizar los protestantismos de los que estamos hablando para esa época, aunque más allá de su aparato teórico - teológico, sobre todo -, con sus contradicciones y nudos absurdos, que por otro lado también tenía el catolicismo en diferente manera, y donde dices que habría que desligar un poco a Benjamin Franklin, era un caldo cultural, y una perspectiva socio-cultural amplia es la que permite seguir explicando el asunto del capitalismo promovido por el protestantismo, como vienes a decir.

    Me gustan tus análisis de obras y autores, porque te comprometes a fondo pero mantienes la necesaria distancia; eres riguroso pero intentas ser comprensivo; aquí lo eres mostrando al Benjamin Franklin que has conocido por su propio puño y letra - ''no es una fiesta'' -, un tipo al que consideras muy interesante, tanto por él mismo como por el testimonio que da de aquella escena histórica, imagino, pero a la vez lo sitúas en unos justos términos, sin querer endiosarlo. Imagino que mirarás respetuosamente su estampa en el billete que te permitiría comprarte un corta-césped, pero a la vez emitirías un mal disimulado bostezo. Joder, sí que parecía un tipo aburrido de narices. Y aunque no me molan los perdona-vidas que imponen un moralismo propio a sus semejantes, este tipo parece bastante auténtico y solo con lo que hizo y en lo que participó ya merece quitarse el sombrero (o la peluca, dada la época). Imagino que esa imagen que cuentas que da de sí mismo en su primera etapa, hasta los veinticuatro años, es en parte una idealización propia del Benjamin Franflin casi anciano que escribe, y por eso su visión moral y su historia de cómo se hizo a sí mismo moldearán sus recuerdos, como supongo que pasa siempre en las auto-biografías.

    Lo dejo ya. En fin, de nuevo felicidades por el magnífico artículo y el trabajo de escribirlo, lo recordaré por si un día me da por leerlo, aunque de momento creo que me conformo con tu escrito, ya digo. Por cierto, el que tengo todavía pendiente leerme es el archifamoso libro de Weber, que conozco por mil referencias y otros trabajos, pero no de primera mano, supongo que como tanta gente.

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  2. Vaya... Fe de erratas del comentario: en las primeras líneas me he equivocado al escribir, pues quería decir ''aunque no por ello sobran aclaraciones como las que has hecho...''

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  3. Bueno, bueno, tampoco exageremos. xD Desde luego me ha quedado enorme, en el sentido de extensa, pero tanto como para publicar... Pero gracias por el cumplido, se agradece :D Sobre la matización terminológica, estoy seguro de que el libro de Weber (que no he leído yo tampoco, por cierto) ha servido a muchos sociólogos e historiadores para espolearlos a trazar una línea continua que conecte los padres fundadores con los modernos yuppies, por ejemplo (a pesar que nada parece más alejado lo uno de los otro). Lo cual conectaría con mi matización terminológica al mismo tiempo que recogería y explicitaría lo que hay de común en esas manifestaciones de "capitalismo", toda vez que queda trascendida la ética de la cual se originó.

    Gracias de nuevo. Sí, aquí tampoco estamos para dar palos a los autores, sino para comprenderlos ante todo... y luego darles palos si se lo merecen. Nah, somos generosos, buena gente, tampoco somos de ir zurrando a los escritores xD De hecho, quizá, creo que aquí he podido pecar de mostrar demasiado mi opinión, ya que ante todo, sobre todo con ensayos o biografías, me gusta más exponer que valorar, informar más que formar o mediatizar. Aunque claro, esto no deja de ser un blog, y por tanto "mi espacio, mis reglas". Pero sí, creo que dejo caer algunas valoraciones sobre el personaje mientras lo expongo, y lejos de mi intención llevar a confusión. Lo que es un ejemplo de rectitud, honestidad y moderación, en la versión frankliniana, también acarrea para mí ciertas dosis de aburrimiento, no puedo evitarlo. Pero para otra persona puede no ser así. Si he logrado que el aspecto valorativo se diferencie del aspecto expositivo, por más que a nivel soterrado ambas esferas estén inextricablemente relacionadas, entonces me doy por satisfecho, ya lo creo.

    Sobre lo de si la imagen que da de sí mismo está idealizada en la primera parte, creo que es lo que comentas: hasta cierto punto es inevitable que ello sea así y supongo que ocurre en todas las autobiografías. En cualquier caso, no creo que esa idealización sea exagerada y, desde luego, compensa por los frutos que ofrece el hecho de obtener valoraciones de sus allegados, parientes, socios y demás de su propio puño y letra, porque por más que estos no hayan trascendido para la historia como lo hizo él, esas valoraciones YA nos están hablando directamente de su manera de pensar, y por tanto de cómo era él, que es el objetivo implícito en toda biografía, ya esté realizada en primera o en tercera persona.

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