jueves, 14 de diciembre de 2017

(2003) Dan Brown - El Código Da Vinci

Da Vinci, Newton, Robert Langdon, Silas, Sauniere


"El Grial es, literalmente, el símbolo antiguo de la femineidad, y el Santo Grial representa la divinidad femenina y la diosa, que por supuesto se ha perdido, suprimida de raíz por la Iglesia. El poder de la mujer y su capacidad para engendrar vida fueron en otro tiempo algo muy sagrado, pero suponían una amenaza para el ascenso de una Iglesia predominantemente masculina, por lo que la divinidad femenina empezó a demonizarse y a considerarse impura. Fue el hombre, y no Dios, quien creó el concepto de pecado original, por el que Eva probaba la manzana y provocaba la caída de la humanidad. La mujer, antes sagrada y engendradora de vida, se convertía así en el enemigo."

No recuerdo un fenómeno editorial tan potente como El Código Da Vinci. De hecho, es el libro más vendido en lo que llevamos de siglo XXI. Ni las 50 sombras, ni los libros de Harry Potter, ni otras sagas como Millenium o Crepúsculo se le acercan. Su eclosión fue un auténtico bombazo. De él se sacó un videojuego más o menos decente y una saga de películas interpretada por Tom Hanks. Pero sobre todo, su éxito se debió a que en el lapso entre la publicación de la obra y el estreno de la película generó ríos y ríos de tinta. Y es que allí por donde pasó, la polémica le precedió. La interpretación tan radical del arte y de los mitos cristianos y todo un aparataje historiográfico dudoso —aunque sugestivo— prendieron la mecha. El mundo ardió gracias al código.

En nuestro país tuvo una fuerte repercusión a causa, además, del protagonismo que en su trama desempeñaba el Opus Dei. Un protagonismo que dibujaba a la institución rodeada de asesinatos, con propósitos dudosos y mostrando al mundo algunas de sus técnicas de purificación más masoquistas. Todo ello en un país, como es España, en el que la Historia de los últimos 60 o 65 años es incomprensible sin la presencia de la prelatura en los intestinos de la administración del Estado. Doble ración de polémica.

Como casi todos los best sellers, fue vilipendiado y reverenciado a partes iguales. Bueno, en realidad los críticos se hicieron oír más. Siempre lo hacen en estos casos. Aducían un estilo carente por completo de interés literario y la pretensión no satisfecha de una supuesta veracidad en los hechos. En cuanto al aspecto literario, tenían razón. Brown no es Góngora. Pero tampoco necesita serlo. Las bondades de un estilo no han de medirse en términos absolutos, sino en relación a su adecuación o no a unos propósitos narrativos. Y las tramas pergeñadas por el autor americano suelen ser rápidas y dinámicas, centradas en hechos y no tanto en fenómenos. Las divagaciones psicológicas de los personajes no han lugar en las novelas de Brown, pero cuando éstas se producen, ralentizan el ritmo narrativo. Simplemente no son del todo necesarias. Y otro tipo de léxico más elaborado redundaría en el mismo problema. Leer a Brown es querer ser zarandeado por una trama con sorprendentes giros de guión y fascinantes implicaciones sobre arte, religión o ciencia. Es verdad que no innova la rueda, pero tampoco lo necesita.

En cuanto al componente historiográfico, hay más tela que cortar. Brown promocionó la novela apelando a la veracidad de los hechos presentados. El propio libro tiene un preámbulo en el que el autor enumera los datos que serían veraces. Da por existente el Priorato de Sión. Y da por buenos los Dossiers Secrets —serie de documentos en los que se enumerarían los priores del Priorato a lo largo de su historia y entre los que figurarían hombres como Da Vinci, Botticelli o Newton—. Pero ya en la época en la que se escribió El Código Da Vinci se sabía que la historia del Priorato de Sión no era más que una engañifa puesta en circulación por Pierre Plantard para embaucar a incautos a mediados de los años 50 del siglo XX. Pero es que además, en ese mismo preámbulo, se dice que las descripciones de las obras de arte, de los rituales y de los documentos serían veraces. Pero en la medida en que esas descripciones están distorsionadas por un componente interpretativo inexcusable y que, a su vez, esas interpretaciones están basadas en hechos inciertos, es difícil aceptar la veracidad de la que habla Brown.

En resumen, Brown vendió el libro como una novela con fuertes bases historiográficas y se encargó de reflejarlo por escrito dentro del propio libro. Y nos engañó. ¿Pero sabéis qué? Da lo mismo. El valor de El Código Da Vinci no reside en la fiabilidad de los datos o las interpretaciones presentadas sino en la habilidad de Brown para tejer una historia trepidante sobre la base de una hermenéutica de la mitología y el arte cristianos que es sencillamente fascinante y que de haber sido cierta habría trastocado por completo nuestra imagen del mundo. Por eso fue una obra tan exitosa, por su capacidad para dejarnos en estado de shock. El preámbulo del libro, en ese sentido, no es más que una licencia dentro-de-la-propia-obra de la que se sirve Brown para acrecentar los efectos de su narración. Un recurso metalingüístico más. Un recurso muy efectivo. Y funcionó.

Pero más allá de que los críticos tuvieran mejores o peores razones para machacar el libro —hatters gonna hate, que diría aquel— El Código Da Vinci es un muy buen libro. Releerlo después de trece años ha hecho que me de cuenta de la complejidad de la tarea de Brown.  El libro está cargado de detalles que sustentan las hipótesis que se manejan en su interior. El instrumental historiográfico, tanto veraz como falsario, las interpretaciones simbólicas de las obras de arte y el juego de dobles significados de los códigos presentados no solo es fascinante, sino que es apabullante. Brown consigue sumergirnos en la novela por la fuerza bruta, por abrasión. Pero lo hace a través de una suerte de coherencia que resulta subyugante. Puede que el historiador profesional le viera las costuras al relato, pero para un lego como yo doy fe de que el planteamiento es eficaz.

A estas alturas dudo mucho de que alguien no sepa de qué va El Código, bien porque ya se lo haya leído, bien porque haya visto la película. Pero baste decir que el libro comenzaba con un asesinato, el del conservador del Louvre, Jacques Saunière, y con nuestro protagonista, Robert Langdon —profesor de iconología y simbología religiosa en Harvard—, en París y tras dar una conferencia, siendo el principal sospechoso. La historia pronto se complicaría y entrarían en escena otros personajes (Silas, Sophie Neuve, Fache, Aringarosa...), pero siempre manteniendo firme una premisa: nada es lo que parece. A partir de ahí, el esqueleto de la novela se presentaría como una suerte de thriller policiaco, con giros de guión y constantes sorpresas.

Y como libro de suspense, el libro cumplía con creces. Aunque en su último tramo daba la sensación de cierto atropello y de resolver las cosas de una manera un tanto apresurada —cierto enigma cuya solución residía en la lectura especular de su enunciado y cierta situación en el aeropuerto estaban muy por debajo del nivel de la novela—, solo por sus valores como relato de suspense el libro ya valdría la pena.

Sin embargo, el verdadero activo de la novela era la interpretación sugestiva que hacía del arte cristiano y la gran conspiración encerrada para ocultar el "verdadero" origen de la Iglesia Católica. Conspiración que entroncaría con el Patriarcado imperante en el desarrollo de la Historia Universal. Efectivamente, El Código Da Vinci era y es una lectura feminista.

"Sonrió, ausente. Los simbologistas solían comentar que Francia —un país conocido por sus machistas, sus mujeriegos y sus líderes bajitos y con complejo de inferioridad, como Napoleón o Pipino el Breve— no podía haber escogido mejor emblema nacional que un falo de trescientos metros de altura."

Y su feminismo se muestra desde las primeras páginas. En su descripción del skyline parisino y de la mentalidad francesa tradicional. O en los prejuicios machistas de Fache a la hora introducir a Neveu en un entorno profesional rodeado de hombres. El feminismo es el subtexto de la narración ya que la invisibilización de la mujer es el tema principal de la novela. Detrás de cada enigma, de cada secreto desvelado, de cada interpretación sorprendente o de cada hecho crucial presentado se encuentra el ocultamiento de la mujer, la postergación radical sufrida por ella a lo largo de la historia.

Con todo, tengo la sensación de que sean cuales sean los argumentos que esgrima para defender esta novela, no serán considerados seriamente. Existe un prejuicio fuertemente arraigado por el cual considerar mediocre "El Código Da Vinci" es síntoma de estar en posesión de un paladar literario refinado. Y en la era del postureo retransmitido en directo, nadie quiere ser considerado un meteco en el reino de la cultura. Decir que "El Código Da Vinci" es torpe como thriller, falsario como novela histórica y pedante como crítica artística es hacer méritos en el escalafón de la impostura cultural en el que se ha convertido la vida moderna, en el que todo el mundo lee libros, ve documentales de naturaleza, asiste a conciertos de música y, en general, trata de mostrarse más interesante de lo que realmente es, tal vez como forma de soslayar sus propias inseguridades. Pues a la mierda con eso. A pesar de sus errores, la obra de Dan Brown es un tour de force donde una historia policiaca se da la mano con una fascinante interpretación feminista de los mitos y el arte cristianos. Si no has leído el libro todavía y piensas hacerlo, prométeme solo una cosa: déjate llevar y olvídate por un momento de toda la basura que a buen seguro has oído hablar de él. Ten la mente abierta y prepárate para sumergirte en una historia que te atrapará por completo. Luego, si quieres, di lo que quieras. No me meto en eso. Pero no dejes que un prejuicio te arruine una buena novela.


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