viernes, 8 de diciembre de 2017

(2017) Dan Brown - Origen

Ciencia, Gaudí, Barcelona, Biología, origen de la vida, arte, Langdon


"Esta noche seremos como los primeros exploradores —anunció Kirsch—. Aquellos que lo dejaron todo atrás para surcar los vastos océanos... Aquellos que vislumbraron por primera vez una tierra ignota... Aquellos que, sobrecogidos, cayeron de rodillas al descubrir que el mundo era mucho más grande de lo que sus mentes se habían atrevido a imaginar y que vieron cómo sus afianzadas creencias se desintegraban bajo la luz de los nuevos hallazgos. Ésta es la disposición de ánimo que debemos adoptar."

Como filósofo, o al menos como licenciado en Filosofía, siempre me ha enervado el intento de reducir la disciplina a un conjunto de preguntas genéricas. Y "¿De dónde venimos?" o "¿A dónde vamos?" son, de entre todas ellas, las más recurrentes y, al mismo tiempo, las más plúmbeas. Sobre todo porque actualmente no son propiamente preguntas filosóficas, sino preguntas que, en todo caso, deberá contestar la ciencia con sus propias herramientas. A fin de cuentas, la ciencia trabaja con hechos y las respuestas a esas preguntas no pueden encontrarse más allá del espacio y el tiempo, pues de lo contrario incumplirían la propia gramática de la pregunta: todo "dónde" apela a una región espacio-temporal, y toda región espacio-temporal es susceptible de ser descrita y explicada mediante las herramientas de la ciencia. Si el origen de las cosas radicara en una intervención (divina, demiúrgica, etc.) hecha desde fuera del universo, esto equivaldría a decir que el origen de las cosas estaría en un lugar que, en realidad, sería un no-lugar. Sería un no-lugar porque estaría más allá del conjunto de todos los lugares y, por tanto, de todas las respuestas posibles a todos los "dóndes". Necesitaríamos toda una nueva lógica gramatical que nos permitiese expresar una respuesta sobrenatural a un hecho de marcado carácter natural.

Ahora bien, que por defecto la ciencia sea la responsable de contestar a una pregunta no significa que, dado el actual estado del conocimiento humano, esté capacitada para ello. La toma de consciencia de los límites del discurso científico en un momento determinado siempre introduce la duda escéptica acerca de la viabilidad para contestar interrogantes no resueltos con ese mismo tipo de discurso. Es por esa rendija por la que se cuela la religión y sus soluciones mágicas a los problemas. Naturalmente, esa rendija con el paso de los siglos se ha achicado de una manera proporcionalmente inversa al desarrollo de la ciencia. Sin embargo, esa rendija no se ha cerrado, y en la medida en que la Ciencia nunca deje de ser un conjunto de enunciados susceptibles de revisión —lo que es tanto como decir: en la medida en que la Ciencia nunca deje de ser Ciencia—, nunca se cerrará.

Pero esas aberturas no cerradas del discurso científico no son necesariamente negativas ni encaminadas a introducir la superstición por el patio trasero. Aparte de constituir la puerta de entrada para el discurso religioso, constituyen, por un lado, el elemento y el acicate básico para programas de investigación científica y, al mismo tiempo, la materia prima para fecundas divagaciones literarias. Precisamente, la nueva novela de Dan Brown aborda estas cuestiones y pretende establecer una suerte de diálogo entre ciencia y religión. Pero como veremos, este diálogo no será todo lo satisfactorio que podría haber llegado a ser.

Origen parte de la siguiente premisa: Edmond Kirsch, ateo recalcitrante y exitoso futurólogo experto en computación y teoría de juegos, está a punto de anunciar un descubrimiento científico que cambiará el mundo para siempre. Para anunciar su hallazgo, convoca una suerte de conferencia en un marco incomparable: el museo Guggenheim de Bilbao. Pero unos días antes, se reúne en el monasterio de Montserrat con representantes de las principales confesiones religiosas para comunicarles previamente sus resultados, dado que su descubrimiento trastocará presumiblemente los cimientos de todas las religiones...

Es indudable que la premisa del libro tiene un gran atractivo. La idea de que nuevos descubrimientos científicos puedan tener suficiente repercusión para ser capaces de socavar todos los cimientos de la fe religiosa resulta sugestiva y fascinante. Pero también supone poner el listón de las expectativas a un nivel que puede no ser realista y cuya no satisfacción haga que la caída sea más dura. Desgraciadamente, esto es lo que ha ocurrido.

Uno de los principales problemas de la novela es la distorsionada imagen que Brown presenta de la Ciencia. Para el autor americano la Ciencia es un conjunto de enunciados arbitrarios que se sustentan en la autoridad de los científicos. O eso es lo que parece a la luz del tratamiento que hace de ella. O incluso del personaje central de su novela: Kirsch es experto en teoría de juegos, pero esa es una referencia totalmente irrelevante en la medida en que no se menciona a la teoría de juegos en toda la novela. Y también es experto en informática, pero todas las referencias a la informática se diluyen en un mar de inexactitudes y vaguedades totalmente consciente. Para muestra, el siguiente ejemplo:

"...dígitos binarios reemplazados por qubits... superposición de estados... algoritmos cuánticos... entrelazamiento y efecto túnel... (...) ...lo que resulta en trillones de cálculos con coma flotante por segundo."

Este fragmento se produce en el contexto de la explicación del funcionamiento de un supercomputador que, sin revelar demasiados misterios, es un punto bastante importante del relato. Podéis olerlo, ¿no? Exacto, es el aroma de la ignorancia, de no saber muy bien qué es lo que se está diciendo, tirando de conceptos de aquí y allá, al buen tun tun, con el fin de despistar al lector. Ahora lo ves, ahora no lo ves. Prestidigitación literaria.

Aunque para ser justos, no es ésta tampoco la constante durante la novela. Brown sí hace divulgación de algunas de las ideas que presenta. Aunque en la mayoría de ocasiones sus argumentos nos remiten a Hawking, Dennett, Dawkins y algunos otros. El resultado es una cierta divulgación de autores que ya son divulgativos de suyo. Esto no sería malo si no fuera por el hecho de la superficialidad en la que se incurre. No hace falta abrazar la ciencia ficción más hard para saborear el jugo que comporta una buena explicación en términos científicos. Pero es que Brown se queda muy lejos de ese ideal.

Además, presenta como revolucionarias ideas que llevan en el tablero de juego más de tres décadas. Su presentación de las estructuras disipativas sonroja a cualquiera que conozca las ideas del premio Nóbel Ilya Prigogine. Y, en general, su visión del papel de los modelos en la explicación científica adolece de una clara mala interpretación de los mismos. Un modelo científico no es una puesta a prueba  de una teoría científica, sino el vehículo por el cual comprendemos, a través de algunas simplificaciones, el comportamiento de algunas variables que sean de nuestro interés. El modelo no trata de replicar la realidad, sino simplificarla poniendo el punto de mira en algunas de sus interacciones.

De todas formas, no todo es ciencia en esta novela, y menos cuando su protagonista es Robert Langdon, nuestro viejo profesor de simbología. El arte, como en todas las novelas de Dan Brown, vuelve a tener un peso importante en la narración. Pero esta vez con la peculiaridad de que el arte contemporáneo que el autor americano nos presenta tiende a dejar en fuera de juego a Langdon. Da Vinci, Botticelli y tantos otros dejan paso en este libro a las estructuras imposibles de Frank Gehry o Antoni Gaudí. Los comentarios y la interpretación de algunas obras vuelven a ser de lo mejor del libro.

Brown vuelve a jugar con las relaciones entre la política y la religión, como ya hiciera en el pasado. Marx decía que la Historia siempre ocurre dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa. Si esa máxima tiene aplicación en el mundo literario, Brown se estaría empeñando en cumplirla. Si en El Código Da Vinci mostraba el lado tenebroso del Opus Dei, ahora habría escogido a la Iglesia Palmariana como pretexto. Pero el Palmar de Troya no es la obra de Escrivá de Balaguer, ni mucho menos. Mientras que en la segunda sus tentáculos se extienden por todas las esferas del Poder, la primera solo sería la manifestación estrambótica de una escisión herética del Catolicismo. A pesar de que los rumores sobre su financiación apuntan a altas esferas de la administración tardofranquista, su relevancia e importancia en el Poder en España es ciertamente marginal y señalar lo contrario solo contribuye a deformar más aquello que ya de por sí es grotesco.

Como deformado es el retrato que hace de la Casa Real española. Brown se cuida muy mucho de no mencionar a los miembros "reales" y de trazar el retrato de una familia imaginaria. Pero no por ello resulta menos cómico imaginar al monarca como alguien "devoto" y "profundamente católico", y a su hijo y heredero como alguien "progresista". Además, no escatima detalles en presentar a la sociedad española como en una suerte de tensión entre dos fuerzas: una de carácter progresista y otra de tintes conservadores. El problema de este enfoque es que resulta extremadamente simplista ya que solo tiene en cuenta el carácter reaccionario de la monarquía y el catolicismo como religión institucionalizada. A los partidos políticos ni se los menciona y, por tanto, no se los considera actores determinantes de la realidad. Pero nada más lejos de la realidad.

Además, no deja de ser sorprendente cierto subtexto existente a lo largo de toda la novela: la trama se desarrolla fundamentalmente a caballo entre Bilbao, Barcelona y Madrid. En las dos primeras ciudades el arte presentado es vanguardista, moderno y rupturista, mientras que en la tercera es clásico y antiguo. Como clásica y antigua es la concepción política y religiosa que en todo momento se proyecta desde Madrid, frente al progreso representado por las concepciones de Kirsch emanadas desde Bilbao y Barcelona. Para los curiosos, no, el actual conflicto catalán no aparece explícitamente en las páginas de la novela. Eso no significa que Brown no haya deslizado cuál es su opinión...

Por lo demás, "Origen" nos da aquello que sabemos que Dan Brown nos va a dar: altas dosis de suspense y continuos cliffhangers que consiguen hacernos proseguir con la lectura. Pero aviso a navegantes: el nivel no alcanza las cotas alcanzadas con El Código Da Vinci. En aquel, el ritmo narrativo era sencillamente espectacular: giros de guión, enigmas y sensación frenética todo el tiempo, así como una interpretación fascinante de los mitos y el arte cristianos. "Origen", en cambio, es más pausado y por momentos llega a languidecer. Además, su desarrollo es previsible y carece prácticamente de enigmas o misterios, por lo que sus frutos tienden a hacerse de rogar y cuando caen lo hacen a punto de ponerse malos. Eso y el decepcionante contenido científico-técnico y que algunas veces las explicaciones resulten cutre-salchicheras hacen de "Origen" un libro irregular, con aspecto de estar poco trabajado, y por el que Robert Langdon —con cierto complejo de dinosaurio en la era tecnológica— tiende a pasearse sin pena ni gloria, completamente en fuera de juego, como si la historia no terminara de casar con él. Todo ello contribuye a hacer de "Origen", como diálogo entre Ciencia y Religión, un intercambio fallido, pero que además tienda a ser, como producto de entretenimiento, un pelín aburrido.


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