"El sol blancoazulado rodaba sobre su propio fuego, carbonizando el suelo, labrando un suelo de anaranjadas llamas, dejando nubecillas de humo en su estela. Un débil sonido como un lamento brotaba de él, y cuando mordió profundamente el suelo las altas notas se ahogaron y una larga y profunda nota baja por todo el valle mientras comía. Quizá los antiguos de Santorini lo habían visto de aquel modo. John reflexionó que podía creer fácilmente que aquella cosa era un monstruo de las ardientes profundidades volcánicas, aullando su ira, trayendo consigo la muerte carbonizante como venganza por el fracaso del hombre en ofrececerle sacrificios, por su fracaso en acudir e intentar aplacarle en su enorme laberinto sulfuroso."
Gregory Benford pasa por ser uno de los representantes más importantes de la corriente dura en ciencia ficción, aquella en la que el rigor y la coherencia científica son valores que están al mismo nivel que el resto de valores narrativos de una obra. Reconozco que esta es la clase de ciencia ficción, en sentido amplio, que más me gusta. Es la que permite mantener un asidero sólido en tierra firme, más o menos al abrigo de la inflación ontológica que a menudo implica inventar un mundo cuyas leyes se desconocen en su funcionamiento básico o en el que son incompatibles con nuestro conocimiento del universo. Clarke dijo en su momento que "Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia". Esta sentencia es interpretable de varias maneras —casi todas ellas más interesantes que la lectura que voy a mencionar—. Pero para la ciencia ficción parece implicar el siguiente corolario: no te despegues demasiado, joven e inexperto escritor de ciencia ficción, del conocimiento efectivo que poseemos del mundo, pues en la medida en que lo hagas tu historia perderá verosimilitud y, por tanto, valía y enjundia. Por supuesto, en la ciencia ficción, así como en el resto de la literatura, la versosimilitud no es siempre uno de los objetivos a perseguir. Algunas de las veces al alejarnos de ella es precisamente cuando logramos las lecturas más sugestivas acerca de la condición humana, aquellas que no serían posibles atando en corto la realidad. Pero esas suelen ser las menos de las veces. A menudo constituyen un pretexto para dar rienda suelta a los aspectos más efectistas de la creación artística, aquellos que resultan vacíos de contenido cuando los desligamos del puro juego imaginativo. Por ello me gusta la ciencia ficción fuerte o dura: porque a pesar de que la mejor de sus expresiones quizá no alcance a la mejor de las expresiones de una ciencia ficción más laxa, su término medio está del lado correcto en un grado superior al término medio de la ciencia ficción menos dura. En el fondo se trata de una decisión de carácter conservador, de pragmática aversión al riesgo. Así que por eso me gustan escritores como Benford: porque soy un gallina.
Bromas aparte, de Benford tenía muy buenas referencias gracias a ese gran pope que es Miquel Barceló. En su Guía de la ciencia ficción pintaba un retrato muy agradecido de Cronopaisaje (1980). Y sin embargo, el libro, cuando lo leí, me cautivó de una manera que no llegué a prever. Se contaba en Cronopaisaje una historia a camino entre dos épocas, una historia de viajes en el tiempo profundamente verosímil, alejada por completo del efectismo que normalmente suelen acarrear este tipo de relatos. Se hacía un retrato sociológico de la ciencia por momentos devastador, como una empresa diluida en un océano de voluntades egoístas profundamente irreconciliables, con la escasez de recursos típica de la investigación científica básica, a menudo producto de la lucha fratricida interdepartamentaria en el seno de las propias facultades, alejada por completo del glamour de las revistas divulgativas que solo nos acercan los logros y no los fracasos de la empresa científica. En ese sentido, era la The Wire de la ciencia ficción. Pero es que además contaba con unos diálogos ingeniosos y el autor no escatimaba en hacer que sus personajes, carismáticos y realistas, discutieran sobre lo que hiciera falta, lo divino y lo humano, desde Roth o Marcuse hasta un buen plato de comida. Era una novela fascinante y la verdad es que no pude evitar pensar en ella al trinchar el pavo que supone Artefacto.
Artefacto nos traslada al año 2000, quince años en el futuro. Y nos introduce en una investigación arqueológica a cuarenta kilómetros de Micenas, en la península del Peloponeso, Grecia. Allí, un equipo compuesto por arqueólogos griegos y estadounidenses, en el contexto de las excavaciones de un asentamiento de la cultura micénica, descubren un extraño artefacto de aspecto cúbico, con un cono de color ámbar incrustado en una de sus caras, en lo que parece ser el interior de la tumba de un gran rey o de un personaje de relevancia notable en aquella sociedad. El artefacto, a su vez, contiene una serie de inscripciones hechas en lineal A. Como quiera que el artefacto parece estar diseñado según unos materiales que no casan con la época a la cual pertenecen, Claire, la protagonista y arqueóloga jefe del destacamento norteamericano, realiza un viaje relámpago a Boston para reclutar un experto en metalurgia del MIT. Allí convence a John Bishop para que la acompañe de vuelta a Grecia y la ayude a desentrañar los misterios del artefacto, bajo la creencia de que se trata de un ingeniero en metalurgia. Bishop, en cambio, se trata de un joven matemático en estancia postdoctoral en el instituto que por cuestiones de espacio tiene su despacho en el departamento equivocado. A pesar de que no posee unos sólidos conocimientos en el manejo del instrumental necesario para efectuar los análisis de los materiales, la acompaña no llegando a corregir de su error a la arqueóloga, en un afán de aventuras y de consecución de unas piernas largas y bien definidas. Naturalmente, y como es previsible, la historia derivará en una conexión profunda entre la investigación arqueológica y un misterio que atañe a la física básica: el descubrimiento de una singularidad en el seno del artefacto.
Uno de los aspectos más satisfactorios de la novela es su ambientación. Es un futuro —para nosotros ya pasado— creíble, alejado de esos mundos con coches voladores y tecnología casi mágica que los escritores de la edad dorada a menudo imaginaban. "Pasearon por el mercado al aire libre, resistiéndose a las ofertas de los vendedores. Claire compró un poco de azafrán...". Pero más allá de eso, el mundo que nos describe Benford, en sus aspectos sociopolíticos y geoestratégicos, resulta estar profundamente emparentado con el nuestro: España e Italia están siendo gobernadas por regímenes socialistas y Grecia parece ser la siguiente en caer. "En estos momentos la prensa estadounidense veía un trasfondo socialista que se extendía de Esapaña a Grecia. Italia poseía un gobierno cosméticamente marxista, pero mantenía sus bases de la OTAN. En Grecia la retórica era más afilada, más amenazadora. La robotización europea había devuelto a los trabajadores griegos a sus casas, donde se habían convertido en un elemento de irritación que exigía cada vez medidas más fuertes." De acuerdo, en Grecia aún no gobierna Syriza, en Italia gobierna la mafia y Podemos cada vez parece más un partido socialdemócrata que otra cosa. Pero no deja de resultar curioso ese paisaje que dibuja Benford para el mediterráneo. Y por otra parte, respecto a la robotización del trabajo, ¿alguien mencionó "El fin del trabajo"? De todas formas, el tratamiento que hace Benford de estos temas es afín a la forma de pensar del estadounidense promedio. Y en esa medida, el resultado puede resultar un tanto insatisfactorio para la forma de pensar del europeo meridional promedio.
Por otra parte, la conexión que Benford traza entre arqueología y física resulta fascinante. Llegado un momento, la novela se convierte en el desarrollo de la investigación de los aspectos constitutivos de la singularidad. "Esta cosa es un maldito paquete sorpresa de física teórica", llegará a decir un personaje. Benford traza una brillante analogía entre el comportamiento de la singularidad y el comportamiento de los quarks en la escala cuántica, para, y con los pertinentes ajustes matemáticos necesarios, arrojar luz sobre el comportamiento hipotético de la materia en tales circunstancias. A Benford se le nota su formación académica —no en vano es profesor de física en la universidad de California— pero, además, hace gala de unas notables dotes como divulgador, pues al final del libro incluye un breve anexo con una explicación que a los profanos nos servirá, a toro pasado, para comprender mejor los entresijos de todo aquello que se discute en la novela.
Como no podía ser de otro modo, entre John y Claire surge la pasión. Este es un desarrollo previsible desde las primeras páginas y que Benford no se esfuerza en ocultar ni disimular. Sin embargo, y aunque pudiese parecer lo contrario, este detalle no resulta en menoscabo de la novela, mayormente porque el romance está descrito con elegancia y buen gusto, alejado por completo de la sensiblería o del más absoluto desconocimiento del tema del que a veces hacen gala los escritores de ciencia ficción, que a menudo tratan estas cuestiones con una alucinante capacidad de sentar el desconcierto y la perplejidad en el lector. Nada de esto aquí. Los protagonistas son humanos, moderadamente ácidos, poseen mucho sentido del humor y sus diálogos derrochan la química necesaria para evitar pensar que alguien les ha metido un palo por el trasero. La trama amorosa no era un desarrollo necesario, pero afortunadamente no molesta.
El principal problema de la novela son sus últimas cien páginas —desenlace, epílogo y anexo aparte—. En mi opinión, la novela cae en un efectismo que no le sienta nada bien a la agradable sobriedad de la que hace gala el resto de la narración: tiroteos, helicópteros derribados, napalm... ¡Napalm! Benford introduce a sus personajes, unos humildes científicos, en una refriega de tintes geoestratégicos que no termina de llevar por buen puerto ni tampoco termina por resultar creíble. Parte de la culpa está en la construcción de un personaje desproporcionado en su maldad, que desde las primeras páginas tiene un hedor pestilente a villano de Disney: Kontos, el arqueólogo jefe del destacamento griego en la excavación. Insoportable y caricaturesco. Si Benford hubiera suprimido ese personaje, derivando la trama geopolítica en algo más creíble, manteniendo lo esencial despojado de lo accesorio, hablaríamos en otros términos.
Desde luego, si comparamos Artefacto con Cronopaisaje, llegaremos a una conclusión claramente desfavorable para la primera, que solo se muestra superior en el aspecto más especulativo y técnico de la narración. Y si acaso. Pero no creo que sea un planteamiento correcto para una novela que me ha mantenido pegado a ella durante la mayor parte de su desarrollo. Los méritos de Artefacto han de ser evaluados por sí mismos, y aquí hay material de sobra para pasar unas muy buenas y entretenidas horas de ciencia ficción. Puede que sea una obra menor en un escritor que solo con Cronopaisaje merece estar entre los grandes, pero es sin duda una obra más que aceptable para el grueso del género. Y posee un desenlace que te hará mirar de manera distinta la mitología clásica.
"¿Se dan cuenta de la riqueza de circunstancias que pueden surgir de un conjunto de suposiciones aparentemente tan abstractas? La historia humana está basada en la suposición de un mundo más bien vulgar en el que conocemos todas las reglas. Cambiemos un aspecto, y... ¡presto! Nos hallamos perchados ante una precaria visión del mundo."
''Así que por eso me gustan escritores como Benford: porque soy un gallina.'' Eso sí que es una conclusión inatiente, je je. Me ha divertido bastante la parte en la que resumes el argumento. ''...tiroteos, helicópteros derribados, napalm... ¡Napalm!'' y el malvado Kontos (hasta el nombre suena a malvado). Aunque parece que pese a todo esto no está tan mal, ¿no? Y si la parte estrictamente de ciencia-ficción tiene peso y viene explicada, pues bien.
ResponderEliminarInteresante el tema con el que abres la reseña, sobre las distintas formas de entender la ciencia-ficción y cuándo una ambientación de ciencia-ficción es indistinguible de la magia. Si me permites, me ha recordado, salvando la mucha distancia, a las teorías de J.R.R. Tolkien sobre la literatura fantástica: 'no puedes pintar el océano de rosa', creo que escribió, que vendría a decir que si tu objetivo es crear un mundo fantástico para representar una ficticia recreación de nuestro pasado (como en el caso de Juego de Tronos) o de nuestra mitología (como en el caso de El señor de los anillos) tienes que limitar tu creación y no dejar de tener los pies en el suelo, para que el lector pueda situarse e imaginar usando los patrones que conoce. Un centauro es la unión de un hombre y un caballo, pero un ojetútiro (me invento), con cabeza formada de Helio y dos elementos químicos y medio no conocidos, en estado físico plasmático y de colores ultravioleta y magenta y apariencia indefinible, seguramente sea una mala idea para recrear una historia de pasiones humanas. Sencillamente, digo yo que no hace falta, es una complicación absurda, a no ser que la fantasía conceptual sea parte del relato, y entonces me callo. La ciencia-ficción es un género amplio que digo yo que puede tener varios objetivos, pero ante todo digo yo que la genuina 'ciencia ficción' es lo que llamas la corriente dura, ¿no? O sea, fantasías, juegos y reflexiones en torno a la ciencia, el conocimiento humano y la tecnología. Y con ello estoy contigo: puedes colocar una premisa no fundamentada en el experimento ficticio, pero las reglas de juego no pueden ser al azar. O bien puedes jugar con los conceptos y resultados científicos actuales y cambiar las reglas de juego. Sea como sea, ''un asidero sólido en tierra firme'', como dices. Pero claro, si admitimos que el género amplio de la ciencia-ficción también puede dar cabida a otras inquietudes humanas, como la ética, desde problemas relacionados con nuestra relación con la tecnología, el futuro y el conocimiento, entonces puee que no haga falta centrar el peso de la ficción en la propuesta de ciencia-ficción pura y dura, y sí en la ambientación, más fantástica; este segundo caso de la ciencia-ficción amplia no se diferenciaría tanto de la fantasía, también en sentido amplio, creo yo.
Matizar que para mí tanto la ciencia ficción dura como la laxa son subconjuntos ambos de la ciencia ficción, así como que toda la ciencia ficción es subconjunto del género fantástico y, por tanto, incluso la más dura de las ciencias ficciones, es subconjunto del género fantástico. Aunque también es verdad que quizá desde este punto de vista la "fantasía" sea un género trivial por no distinguirse del término "ficción". En cualquier caso, bajo este planteamiento creo que se muestran claramente las conexiones que más o menos pretendes trazar, y con las que no puedo no estar de acuerdo, la verdad.
EliminarY sí, la verdad es que no es una novela que recomendaría a un lector como tú, aunque sí a otros con otra clase de gustos. Desde luego, si el libro no hubiese caído en todos esos tópicos de la novela palomitera, el resultado habría sido más consistente. (Esta no es una crítica a la novela de acción, ojo; más bien a los bocadillos de chocolate con chorizo).
¡Gracias por el extenso e interesante comentario!