jueves, 4 de enero de 2018

(1988) Katherine Neville - El Ocho

Ajedrez, Catherine Velis, Montglane, Robespierre, Talleyrand, Argelia


"Hace seis mil años ya había civilizaciones avanzadas en las riberas de los grandes ríos del mundo: el Nilo, el Ganges, el Indo y el Éufrates. Practicaban un arte secreto que más tarde daría origen tanto a la religión como a la ciencia. Este arte era tan misterioso que se necesitaba que se necesitaba toda una vida para convertirse en iniciado... para penetrar su verdadero sentido. El rito de la iniciación era a menudo cruel y en ocasiones mortal. La tradición de este rito ha llegado hasta tiempos modernos; sigue apareciendo en la misa católica, en los ritos cabalísticos, en las ceremonias de rosacruces y masones. Sin embargo, se ha perdido su sentido oculto. Estos rituales son la representación del proceso de la fórmula que los antiguos conocían... una representación que les permitía transmitir conocimientos mediante un acto. Porque estaba prohibido escribirlo."

Diría que la novela de suspense sazonada de elementos históricos hábilmente colocados para pergeñar la-gran-conspiración, ese tipo de novela que se puso de moda durante la década pasada al calor del éxito de El Código Da Vinci, no vive actualmente sus mejores momentos. Podría decirse que las editoriales, tras años de saturar el mercado, de exprimir la gallina de los huevos de oro, acabaron por agotar un género que, por lo demás, tampoco era demasiado innovador. Podría decirse todo esto hasta que uno se pone a mirar el Premio Planeta de 2017 (concedido hace un par de meses y medio) y ve que el galardonado es el bueno de Javier Sierra con su nueva novela acerca de, oh bendita originalidad, el Santo Grial. Y es entonces cuando te das cuenta de que esta clase de ficción sigue funcionando fantásticamente bien a pesar de todo. Porque el misterio y las conspiraciones siguen vendiendo y lo seguirán haciendo.

No obstante, sería injusto señalar a El Código Da Vinci como la novela que abrió la veda de este fenómeno editorial. A pesar de que la obra de Dan Brown hizo saltar la banca y generó el boom que durante años inundó las librerías de todo el mundo, no fue ni mucho menos la pionera. Antes de ella hubo otras. Y una de ellas fue El Ocho, escrita por Katherine Neville, la novela que vamos a comentar hoy.

En El Ocho toda la trama gira alrededor de la siguiente historia: la de un misterioso juego de ajedrez con el que habría sido obsequiado Carlomagno por parte del gobernador musulmán de Barcelona en el 782. Este fastuoso ajedrez, engastado en joyas, oro y plata, no solo sería una incalculable pieza de coleccionista, sino que encerraría en su interior ciertas propiedades secretas que lo harían objeto de deseo de todas las personas ávidas de poder, pues quien lo poseyese podría gobernar el mundo. Por ello, Carlomagno se habría visto obligado a esconderlo en el pueblo de Montglane, razón por la cual se acabaría conociendo en el futuro al juego como el ajedrez de Montglane. Sin embargo, mil años más tarde, y en plena revolución francesa, el gobierno de la Asamblea dictaría orden de investigar la abadía de Montglane, emplazamiento construido sobre el escondite, con el fin de requisar el juego. Para evitarlo, la abadesa, custodia del ajedrez, ordena emigrar de la abadía a un conjunto de monjas, cada una portadora de un trebejo, con el fin de diseminar el juego, y por tanto su poder.

Sin embargo, esa es solo la mitad de la historia, porque la novela, además de la trama ambientada ea finales del siglo XVIII, narra la historia de cómo Catherine Velis, experta en informática, música y logística del transporte, acaba cayendo atrapada en la búsqueda del mismo ajedrez de Carlomagno. Esta historia se ambienta en el siglo XX, en los prolegómenos de la crisis del petróleo del '73 (y para los suspicaces, la explica de forma tácita).

Tanto en una línea temporal como en la otra, el libro se vertebra a través de la clásica lucha del bien contra el mal. Neville opta por la metáfora de los dos bandos sobre un tablero de ajedrez a escala global donde el objetivo es la victoria sobre el equipo rival a través de la apropiación del juego de ajedrez. Pero este planteamiento tiene dos problemas. El primero es su maniqueísmo. Éste le resta enteros a la historia ya que en muchos momentos no termina de quedar claro por qué los malos son malos y los buenos son buenos. Neville falla estrepitosamente en proporcionar unas motivaciones complejas y creíbles a unos personajes que por momento parecen de cartón-piedra. El deseo de poder lo justificaría todo; pero cuando algo lo justifica todo, es probable que en el fondo justifique bien poquito. Esto ocurre, sobre todo, en la línea temporal del presente.

El segundo es que Neville estira como un chicle la metáfora de la partida de ajedrez global. Es cierto que como metáfora es buena y que como truco metalingüístico puede ser coherente con el hecho de que sus personajes sean tan planos: son planos porque no son más que trebejos dentro de una partida de ajedrez, ¡ja! El problema es que, insisto, Neville lleva hasta el extremo la metáfora y obliga a sus personajes, algunos de ellos ajedrecistas de verdad, a analizar los acontecimientos que se producen a lo largo de la novela como si fueran de hecho movimientos de piezas en un tablero de ajedrez. Y no exagero. Esta suerte de homomorfismo acaba resultando absurdo.

Naturalmente, ambas narraciones se retroalimentan y se complementan mutuamente ya que, como es lógico, los hechos de la primera determinan los hechos que ocurren en la segunda. Ahora bien, eso no significa que ambas historias mantengan el mismo nivel de interés. La primera es netamente superior en este sentido por cuanto entre sus páginas desfilan toda una pléyade de personajes históricos de la más alta envergadura. Véase: figuras políticas como Charles Maurice de Talleyrand, Maximilien Robespierre, Marat, Napoleón Bonaparte o Catalina la Grande; luminarias del pensamiento científico como Isaac Newton, Leonhard Euler o Jean-Baptiste Fourier; filósofos como Jean Jacques Rousseau o Voltaire; artistas como Jacques-Louis David o Eugène Delacroix; poetas como William Blake o William Wordsworth. Y muchos que me dejo en el tintero. Neville logra sumergirnos en una batalla épica al tiempo que hace encajar los acontecimientos históricos en la trama conspirativa que nos presenta. Y, francamente, el resultado es bueno, por más que ciertas interacciones entre personajes puedan resultar forzadas y que, por momentos, parezca que estemos ante alguna suerte de convención de "All Stars" históricos.

De hecho, ocurre que aquella máxima de Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte, a saber, "la historia ocurre dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa", encaja bastante bien con el libro. La intensidad de los acontecimientos que ocurren en el relato ambientado durante la revolución francesa, la importancia de los personajes implicados y su inextricable interrelación con los hechos históricos confieren a lo contado un tono desgarrado y trágico. Nada de esto ocurre con la historia ambientada en el "presente". Las luminarias históricas dan paso a un puñado de fulanos, un conjunto de personajes esperpénticos que a menudo se comportan erráticamente, como si fueran figurantes del show de Benny Hill o un grupo de amigos reunidos para jugar una partida de rol. Al final de la novela esto se ve claramente en una escena en la que los personajes pugnan como si tarifasen por la herencia del abuelo. Patético, y todo a punto de acabar el libro. Por suerte, in extremis, Neville salva la papeleta y consigue un final digno.

"La extraña y temible figura, mucho mayor que las demás, estaba en lo alto de la pared. Como una Némesis Divina, se alzaba por encima del risco en una nube de blanco; su rostro apenas insinuado con unas líneas violentas, los cuernos retorcidos como signos de interrogación que parecían surgir de la roca. Su boca era un agujero, como la de una persona sin lengua que intentara hablar. Pero no hablaba."

No obstante, hay buena literatura durante la novela. La ambientación que la autora logra en Argelia es digna de elogio. Las montañas cabileñas, la meseta de Tassili n'Ajjer o la propia casbah de Argel resultan parajes pintorescos y la autora americana tira de oficio. La autora americana demuestra un dominio absoluto del léxico autóctono y puebla las páginas del libro con términos de procedencia árabe, bereber, cabileña y tuareg. En general, cuando la historia se aleja de los lugares conocidos de Nueva York, mejora.

Además, Neville demuestra una gran erudición en cuestiones de mitología comparada. La autora americana se las apaña para construir una gran conspiración sobre las bases de relatos de raíces mesopotámicas, árabes, cristianas, bereberes, fenicias y cartaginesas. Y lo hace bastante bien, de forma muy convincente.

Pero por encima de todo, Neville sabe mantener el misterio en todo momento, y esto es lo que hace interesante y entretenida a la novela. Puede que las dos tramas que contiene "El Ocho" tengan tantos agujeros como un queso Emmental, que los personajes tengan la profundidad psicológica de un donete y que ciertas situaciones increíbles resulten esperpénticas de lo ridículas que son. Pero uno cuando lee esta clase de novelas no busca un retrato de la naturaleza humana sino que el autor juegue un poco con nosotros, los lectores. Y Neville eso lo hace bastante bien. No es la mejor novela del género —a pesar de que la fama le precede—, pero es un ejercicio razonablemente bien ejecutado que cumple perfectamente con su cometido: mantener al lector pegado al libro. A pesar de todos sus errores, a pesar de todos sus elementos discutibles. Que no son pocos.


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