lunes, 13 de mayo de 2019

(2010) Jesús Mosterín - A Favor de los Toros



«Muchos españoles estamos cansados de la permanente propaganda oficial de esta salvajada como presunta fiesta nacional. A muchos nos molesta que se identifique al pueblo español con la caverna taurina, con el mundillo hortera de la tauromaquia, con su cursilería supersticiosa, su sensibilidad embotada y su retórica ramplona, empalagosa y achulada. Spain is different, pero no tanto. Un número enorme y creciente de españoles sentimos, ante el espectáculo taurino, asco, sonrojo, vergüenza, repugnancia estética e indignación moral.»

Siempre he sentido aversión hacia las corridas de toros. Desde que era pequeño. Veía las corridas por la tele sin comprender cómo podía ser que las plazas estuvieran abarrotadas para contemplar un espectáculo en el que se daba muerte a un animal agonizante. No podía comprender el alborozo, la fanfarria, los pañuelos, el júbilo y los vítores, los trajes de gala y, en definitiva, el ambiente festivo que las rodeaba. No podía entender cómo era posible que ese ambiente fuera de la mano de un espectáculo en el que no había lugar para la sorpresa ni para un desenlace alternativo, donde todo estaba diseñado para obtener un resultado calculado de antemano. Me resultaba espeluznante la frialdad y la precisión casi ingenieril subyacente a todo el ritual. Pero lo que más me consternaba era la ausencia de finalidad, de propósito, en el supuesto arte de dar muerte a un animal moribundo.

Siempre he tolerado mal la arbitrariedad: los «porque sí», la ausencia de explicación y de sentido, que las cosas se hagan de una determinada manera y no de otra y que ello no obedezca a una razón, la costumbre injustificada elevada a rango de tradición inmutable. Y la tauromaquia siempre me pareció un «porque sí» enorme, grotesco. Un «porque sí» escrito en letras de neón parpadeantes sobre las cumbres de una montaña. La reina y señora de todas las arbitrariedades. Porque no se mata al toro en la plaza para comer ni para sobrevivir; se lo mata por placer. Por un oscuro y sórdido placer. Un placer que requiere de la escenificación y el simulacro. El simulacro de un combate épico: el frágil hombre contra la poderosa bestia. Una pantomima que no consigue soterrar la ausencia de propósito y sentido del ritual. Porque ni la bestia acude poderosa ni el hombre se presenta frágil al combate, y, por tanto, no hay honor, nobleza ni gallardía en la representación, sino un placer vacuo, desprovisto de toda necesidad. Con los años, me he dado cuenta de que eso es lo que más me incomodaba de pequeño: la existencia de un vacío y una nada rebozados de una carcasa festiva, la exaltación nihilista elevada a su máxima expresión como producto de entretenimiento. Pero, al mismo tiempo, me he dado cuenta de que esa repulsa procedía de mi propia sensibilidad, de la particular manera de percibir y sentir ese espectáculo.

Uno de los compromisos intelectuales que asumimos como animales racionales cuando abrazamos una creencia debería ser el de poder darle una fundamentación, es decir, el de hacerla descansar sobre convicciones más básicas. Que una convicción sea básica significa, al menos, dos cosas: que el número de creencias en las que se apoya tiende a cero, y que su verdad resulta difícilmente cuestionable. De este modo, cuanto más básicas sean esas convicciones, más firme será el apoyo que éstas suministran a las creencias que buscamos fundamentar. Puesto que obrar de otro modo supone caer en la arbitrariedad y el dogmatismo, cuando realizamos esta labor de fundamentación, en la medida de lo posible, escapamos de los tentáculos de la irracionalidad. Y dado que vivimos en un ecosistema social, donde diferentes individuos poseen diferentes creencias, a menudo irreconciliables entre sí, y que, por ello mismo, no pueden ser conjuntamente verdaderas sin violar el principio de no-contradicción, considero que buscar fundamentos para nuestros pensamientos y creencias adquiere un rango de deber ético. Es decir, es el compromiso que como ciudadanos deberíamos darnos. Y sí, ya sé que esto dista de ser efectivamente así, pero estoy plenamente convencido de que es la manera filosóficamente correcta de desenvolvernos en este mundo.

Estas ideas revisten gran importancia en multitud de órdenes, pero en el caso de la tauromaquia su importancia es crucial. Siempre me dejó insatisfecho la incapacidad para darle una fundamentación al goce estético que los seguidores de la tauromaquia sienten. Pues no solo hace falta demostrar esa injustificación, sino demostrar que nuestra posición de repulsa moral y estética está, a su vez, justificada. Y eso ya resulta más difícil. Porque el problema es que lo que subyace a nuestra repulsa moral es nuestra sensibilidad. Pero difícilmente algo que provenga pura y exclusivamente de la sensibilidad, es decir, de lo que sentimos, puede erigirse como regla moral universal. Porque, precisamente, son distintas sensibilidades lo que están en juego: la de los taurinos y la de los anti-taurinos.

Los filósofos le han dado vueltas a estos asuntos usando como piedra de toque el concepto de especismo, acuñado por el psicólogo Richard D. Ryder y popularizado por el filósofo moral Peter Singer. La noción de especismo alude al distinto estatus moral que una especie, la humana, tiene en relación a las demás. Es el reverso ético del antropocentrismo porque entiende que solo los seres humanos son acreedores de los derechos que comporta formar parte de la comunidad moral. Por tanto, desde posiciones anti-especistas, esto es, expansivas de los derechos de la comunidad moral a otras especies, es relativamente sencillo justificar mi repulsa moral a la tauromaquia: matar un toro equivaldría matar a un ser humano. El problema de este planteamiento es que, en su versión extrema, matar a cualquier animal, con independencia de la finalidad del asesinato, equivale a matar a un ser humano. Y esa conclusión, que asumen los colectivos animalistas y que está en la base de la adopción como forma de vida del veganismo y el vegetarianismo, me parece inaceptable dado que no tiene en cuenta nuestra naturaleza biológica y nuestras necesidades asociadas a ella. Por otro lado, adoptar versiones más moderadas del anti-especismo parece una solución de conveniencia. Problema complicado.

Como decía anteriormente, tratar de buscar fundamentos para nuestras opiniones resulta imperativo cuando vivimos en una sociedad democrática. Precisamente por ello, buscaba en A Favor de Los Toros, de Jesús Mosterín, un intento de dar respuesta a estos interrogantes. Y albergaba bastantes esperanzas en hacerlo, aunque puedo anticipar que no lo he conseguido.

Albergaba esperanzas porque hablar de Jesús Mosterín es hablar de uno de los pesos pesados de la filosofía española del siglo XX. Nacido en Bilbao, Mosterín fue uno de los introductores en España de la filosofía analítica, la corriente de pensamiento que, hasta el límite de lo patológico, hace bandera del rigor en el razonamiento y el análisis lógico de las proposiciones. (Si lo que buscas es poner a prueba los argumentos con los que defiendes tus posiciones, acude a los filósofos analíticos.) Con los años, los intereses de Mosterín se bifurcaron en numerosas ramas: historia de las religiones, historia de la filosofía, animalismo, filosofía de la ciencia, filosofía de la biología, lógica o teoría de conjuntos. Su creencia en la interacción mutua y virtuosa entre discurso científico y filosófico y la amplia variedad de intereses abrazados le ubican como uno de los herederos espirituales del Russelianismo. Y Bertrand Russell siempre fue para mí un ejemplo de honestidad intelectual y pasión por el conocimiento. Sin embargo, A Favor De Los Toros resulta parcialmente decepcionante. Y lo es porque, a pesar de sus intentos, no consigue fundamentar de una manera rotunda sus posiciones. Aunque, en parte, es normal.

Porque A Favor de Los Toros no es un sesudo ensayo ni, en verdad, lo pretende. El libro de Mosterín funciona mejor como libelo incendiario y furibunda invectiva contra los defensores de la tauromaquia que como intento de levantar un andamiaje conceptual sobre el que defender la membresía de los toros en la comunidad moral. No es tanto una obra filosófica como un panfleto. Aunque como panfleto, la verdad es que es bastante bueno.

Mosterín fundamenta la introducción de los toros en la comunidad moral tomando como base las investigaciones de José Rodríguez Delgado. El neurofisiólogo español, durante los años cincuenta del siglo XX, realizó una serie de experimentos políticamente incorrectos en los cuales a los toros bravos se les implantaba en el cerebro unos electrodos conectados a un receptor de ondas de radio. Posteriormente, mediante un emisor de ondas de radio, los hacía enfurecer, aplacarse, avanzar hacia él o retroceder. «Luego repitió el experimento con seres humanos, a quienes puso también electrodos en las mismas zonas del cerebro, con exactamente los mismos resultados», nos cuenta el filósofo bilbaíno. Rodríguez Delgado colocaba los electrodos en las zonas equivalentes de los cerebros de ambas especies, el sistema límbico. Mosterín argumenta que la experiencia del dolor en ambas especies es similar dado que tanto la conducta manifestada como las zonas del cerebro implicadas en esas respuestas son las mismas. El hecho de que esto sea así debe llevarnos a abrazar una conducta compasiva con los toros. La compasión, por tanto, debe ser la divisa de cambio moral en nuestras interacciones con ellos. Y dado que la crueldad intrínseca de las corridas de toros es incompatible con la compasión, éstas deben ser abolidas.

El argumento de Mosterín en torno a la compasión con respecto a otras especies animales no es nuevo. Jeremy Bentham defendió ideas similares a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Para el filósofo británico, la compasión también debía ser la virtud moral que guiase nuestro comportamiento con los animales. Lo relevante en la frontera que demarca los sujetos miembros de la comunidad moral de los que no lo son no sería la racionalidad, sino la capacidad de sentir dolor y placer. Las investigaciones de Rodríguez Delgado, en ese sentido, cerraron el argumento aportando apoyo empírico a la tesis de Bentham. Pero si la compasión debe guiar nuestra conducta con los animales, es necesario concluir que nuestra conducta es inmoral desde el preciso instante en que matamos animales para alimentarnos. El veganismo y el vegetarianismo, así, serían las únicas conductas alimentarias moralmente válidas. Mosterín, sin embargo, no profundiza en esta línea de pensamiento. Y aunque es verdad que dicha indagación filosófica rebasaría los límites del libro, no menos cierto es que la renuncia a abordar ese debate deja una sensación de insatisfacción en el lector.

Donde sí profundiza sin ningún miramiento Mosterín es en otras cuestiones. Por ejemplo, en la antropología de las corridas de toros, en la cultura de la crueldad implícita en ellas. Mosterín nos cuenta cómo esa cultura en la antigüedad era común a todos los pueblos de Europa. Antes de que la Ilustración permeara en las consciencias colectivas, la crueldad no solo con los animales, sino con los seres humanos, era la divisa común. El filósofo bilbaíno argumenta que esa forma de comportarse tenía una función social: en ausencia de televisiones, radios, libros o deportes, los linchamientos a seres humanos y animales eran una de las pocas formas de entretenimiento disponibles. Los gladiadores romanos, el garrote vil, la guillotina, las peleas de perros y gallos, los bull baiting o los bear baiting eran el Netflix, la PlayStation, el Gym y el terraceo de la época. Sin embargo, con la Ilustración, los espectáculos crueles fueron abolidos progresivamente de todos los rincones de Europa. En España, sin embargo, con la restauración del infame Fernando VII («¡Vivan las caenas!»), se les dio un nuevo impulso, especialmente a las corridas de toros. Curiosamente, éstas adquirieron ese impulso cuando en otras partes de Europa lo iban perdiendo. Para Mosterín, pues, la fiesta nacional no sería tan nacional, sino un residuo de la España negra y del atraso cultural en la asimilación de los valores de la Ilustración, y que se ha ido extinguiendo de toda Europa excepto en algunas zonas del sur de Francia y en la práctica totalidad de España.

Mosterín considera la tauromaquia como una farsa, un fraude sustentado en dos mitos. El primero, el de la agresividad del toro, el de que el toro español no sería un bovino de verdad, sino una especie de fiera agresiva, un toro bravo. Mosterín echa mano de la biología para refutar esa afirmación. «Como rumiante que es, el toro es un especialista en la huida, un herbívoro pacífico que sólo desea escapar de la plaza y volver a pastar y rumiar en paz, como se comprueba fácilmente dejando la puerta abierta», nos cuenta. «Todos los problemas de la corrida vienen de que su planteamiento se basa en fingir un combate que no existe. Dos no pelean si uno no quiere, y el toro nunca quiere pelear», añade. El segundo mito se sustenta en la idea que el torero sufre un gran riesgo al enfrentarse a una bestia mucho mayor que él. Sin embargo, la verdad es que el toro acude a la plaza debilitado y, ya en ella, se lo tortura con la garrocha y las banderillas. El torero, en realidad, se enfrenta a un animal desorientado y debilitado, que posteriormente es torturado y desgarrado. Además, las cifras tampoco respaldan este mito.

«La mayor parte de las víctimas humanas que producen las diversas de toros, encierros y correbous son el resultado de caídas y accidentes que tienen más que ver con el estado de intoxicación etílica de los participantes que con la presunta peligrosidad del bovino acribillado. En la corrida misma los percances son raros, aunque alguna vez, de tanto achuchar al toro, éste reacciona desesperadamente y hiere al torero, incluso de forma espectacular. Esas heridas son siempre lamentables, aunque, por otro lado, son bien fáciles de evitar. Basta con que el torero se busque un trabajo honrado y deje en paz a los toros. De todos modos, no hay que exagerar el presunto peligro mortal. El último torero muerto toreando fue José Cubero, El Yiyo, en 1985 en Colmenar Viejo. Las estadísticas muestran que en los últimos 25 años ningún torero ha muerto en la plaza, mientras que más de un millón de toros han sido matados en las corridas. El riesgo objetivo del torero es mínimo, un millón de veces menor que el del toro.»

Por ello, Mosterín reacciona agriamente contra los intelectuales protaurinos que alimentan y nutren esta visión épica de la tauromaquia, cargando especialmente las tintas contra Fernando Savater y Mario Vargas Llosa. Ambos afirmarían que aunque se pueda criticar la crueldad de las corridas de toros, no habría que olvidar que todo en esta vida es cruel. «Incluso el amor es cruel y la enseñanza, porque a qué niño le gusta aprender a leer o a escribir si no es por obligación de sus padres», llega a afirmar Savater. Mosterín no dedica demasiado tiempo a desmontar un argumento evidentemente absurdo, pero especula con la posibilidad psicológica de que «su defensa cerrada de la crueldad taurina tenga que ver con una reacción casticista y españolista a la presión y la amenaza constantes a que fue sometido Savater por el entorno etarra durante varios años», en el caso de Savater. Al mismo tiempo, Mosterín se reconoce heredero de una tradición de intelectuales que se remontarían a la Ilustración, con Gaspar Melchor de Jovellanos a la cabeza, y sus herederos espirituales, Mariano José de Larra y Jaime Balmes. Así, ya en el siglo XX, cita también al médico Santiago Ramón y Cajal, los filósofo José Ferrater Mora y José Luis Aranguren, los escritores Miguel de Unamuno, Manuel Vicentdel que ya reseñamos en su día su libro Antitauromaquia— y Rosa Montero, y tantos otros. Intelectuales que defenderían su rechazo a la tauromaquia no desde paradigmas tribales, sino desde una visión ética de tinte universalista.

Por último, Mosterín dedica un capítulo a tratar de desarticular los principales argumentos que los defensores de la tauromaquia esgrimen. Entre ellos, destaca el que sostiene que la tauromaquia no se debería prohibir dado que debería estar prohibido prohibir. Mosterín hace escarnio al presentar a personajes como José Montilla o Mariano Rajoy como defensores de posturas anarquistas libertarias cuando se trata de los toros. Nadie niega la hipocresía que conlleva usar esos argumentos cuando quienes lo hacen se sienten tan cómodos en posturas restrictivas de los derechos en materia educativa o religiosa. Pero eso no significa que los argumentos estén totalmente desatinados.

«Una de las carencias de la cultura tradicional española es la ausencia de ideas liberales claras y la falta de comprensión de la noción misma de libertad. Ningún pensador liberal serio ha defendido que la libertad sea una patente de corso para cometer crueldades y salvajadas contra víctimas inocentes. La libertad es la capacidad de dos seres humanos adultos y cuerdos de interactuar entre ellos como quieran, siempre que sea de un modo voluntario por ambas partes (consenting adults), y su derecho a hacerlo sin interferencia de terceros (gobiernos, iglesias, familias, vecinos, etc.) Esto se aplica tanto a la libertad política como a la comercial, la religiosa, la lingüística, la sexual y cualquier otra. La libertad sexual no incluye la violación ni la pederastia, la libertad política tampoco incluye sacar los ojos a los prisioneros ni torturar sin necesidad a pacíficos rumiantes. La libertad es incompatible con la interferencia en las transacciones voluntarias entre adultos, pero no solo es compatible, sino que exige y va siempre acompañada de la prohibición de violencias y crueldades de todo tipo.»

El argumento de Mosterín sobre las restricciones morales de la libertad absoluta es convincente cuando hablamos de humanos. Pero cuando hablamos de animales volvemos al punto de partida: ¿deben ser los animales incluidos en la comunidad moral? Si lo hacemos, ¿dónde ponemos el límite? ¿Está mal torturar y matar animales cuando lo hacemos para entretenernos pero bien si lo hacemos para alimentarnos? En ese caso, tendríamos que tolerar el canibalismo. ¿O, por el contrario, debemos concluir que todo asesinato es una violación de los derechos humanos, ya hablemos de personas o animales, como sostienen los animalistas? En última instancia, y más allá de las similitudes biológicas entre los seres humanos y los toros a la hora de sentir el dolor, el libro de Mosterín carece de un enfoque normativo que dé respuesta clara a estas preguntas. Y la razón de ello es que no entra a debatir los conceptos de especismo y antiespecismo.

Para cualquiera que sienta rechazo por las corridas de toros, la cuestión crucial es si defender una posición abolicionista, es decir, de prohibición e ilegalización de la actividad, o, por el contrario, una posición que defienda la retirada de subvenciones para que, con el tiempo, las corridas de toros mueran de viejas. Es un debate complicado. A Favor de los Toros se posiciona claramente a favor de la primera opción, pero, en mi opinión, no de forma totalmente convincente. Para hacerlo, tendría que haber entrado a cortar en profundidad el melón del especismo, cosa que no hace. Y es que A Favor de Los Toros funciona más como un incendiario libelo que como un sesudo ensayo. En consecuencia, es más eficiente a la hora de desarticular las posiciones defensoras de la tauromaquia que a la hora de construir una sólida posición abolicionista. Y aunque parezca que hacer lo primero conduce a lo segundo, lo cierto es que no es verdad. El diablo siempre se esconde en los detalles...


Valoración:

No hay comentarios :

Publicar un comentario

Licencia de Creative Commons
Conclusión Irrelevante by Jose Gaona is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional License.
Puede hallar permisos más allá de los concedidos con esta licencia en http://conclusionirrelevante.blogspot.com.es/p/licencia.html