miércoles, 8 de mayo de 2019

(1993) Arturo Pérez-Reverte - El Club Dumas



«Después uno madura, se hace flaubertiano o stendhaliano, se pronuncia por Faulkner, Lampedusa, García Márquez, Durrell o Kafka... Nos volvemos distintos unos de otros; incluso adversarios. Mas todos tenemos un guiño de complicidad al referirnos a ciertos autores y libros mágicos, que nos hicieron descubrir la literatura sin atarnos a dogmas ni enseñarnos lecciones equivocadas. Ésa es nuestra auténtica patria común: relatos fieles no a lo que los hombres ven, sino a lo que los hombres sueñan.»

Ni los pedazos de tierra, ni las banderas, ni los himnos; como dijo Rilke, «la verdadera patria del hombre es la infancia». Terreno fértil para la nostalgia, en la infancia cualquier cosa puede resultar mágica. No hay en ella lugar para el semblante adusto y la mirada inquisitiva que desarrollamos más adelante. Precisamente por eso, es en ella donde nace aquello que los autores de la edad de oro de la ciencia-ficción denominaban, con acierto, el sentido de la maravilla. Lo que se traduce en una frase definitoria: «Tú no has tenido infancia», que solemos expresar a aquellos que no comparten el asombro que una vez sentimos ante aquellas obras de ficción con las que disfrutamos de pequeños. Por algo será, por algo será...

Además, en nombre de la infancia no cometemos atrocidades. Ni invadimos países, ni exterminamos pueblos. Tampoco entramos en reyertas porque alguien no comparta nuestros gustos. Eso solo puede ocurrir cuando esos gustos se han desarrollado más tarde. Y solo si eres ruso, habría que matizar. Somos pacíficos porque admitimos la cualidad inherentemente solipsista de nuestra patria, porque aceptamos que con la infancia, como con los culos, cada uno tiene la suya. Quizás por ello nos ponemos tan contentos cuando conocemos a personas con gustos similares a los nuestros cuando esos gustos nos retrotraen a nuestra niñez. Porque cuando sucede, como el forastero en tierra ajena, nos damos cuenta de algo muy especial: que hemos encontrado un compatriota.

Lo que sí hacemos de vez en cuando, sin embargo, es avergonzarnos de los gustos cultivados en nuestra infancia. El análisis racional puede llevarnos a ese sentimiento, pero a menudo influyen más la presión social y cierto afán de presunción. Lo primero sucede a causa de la existencia de un canon artístico que nos impele a hacerlo nuestro —so pena de convertirnos en metecos en el reino de la cultura—. Lo segundo, por una cuestión de vanidad, por nuestra manifiesta tendencia al pavoneo y la sobrerrepresentación, por la ambición no disimulada de ser considerados miembros del principado cultural. Vamos, por puro y llano postureo. Cuando esto sucede, renunciamos a nuestra patria para hacer cola en la oficina de extranjería cultural más cercana. Coja su ticket, póngase cómodo y espere pacientemente su turno, gracias.

Nadie está libre de esta clase de tensiones. Quien más, quien menos se ha visto a sí mismo ejerciendo, como un actor sobre el escenario, el papel de abogado de la gran cultura. Y admitámoslo: nos hemos dado lástima a nosotros mismos. Porque la cultura, si es grande, no necesita de picapleitos que la salven; porque la cultura, si es grande, se sabe proteger a sí misma. Aún así, lo seguimos haciendo. Y lo seguiremos haciendo porque el ser humano es incorregible, especialmente, parafraseando a Upton Sinclair, cuando su estatus social depende de que su conducta no se vea corregida...

Tal vez, por eso mismo, novelas como El Club Dumas resultan tan refrescantes. A pesar de no ser una novedad editorial, ni mucho menos —el año pasado se cumplieron las bodas de plata de su matrimonio con el público—, y de abrir el camino a un género inexplorado hasta el momento en España, la novela de Arturo Pérez-Reverte se mantiene fresca por un motivo muy sencillo: porque está escrita desde el conocimiento profundo y el amor más sincero a las temáticas que aborda: el mundo de la bibliofilia y las novelas de capa y espada.

«Éste no es asunto para gente de toga —dijo Varo Borja—. Sino para gente de espada.»

Con motivo del quinceavo aniversario de la publicación de El Club Dumas, Reverte, en una entrevista, decía lo siguiente de su libro: «Es la quintaesencia del goce; me lo pasé de miedo escribiéndola.» Y se nota. Se nota el amor de Reverte por las novelas de capa y espada, la pasión por autores como Dumas, Sabatini, Féval o Hope. Y se nota el profundo conocimiento que el autor de Cartagena posee en torno al mundo del libro como objeto de coleccionismo. Porque, como digo, ambos son los dos principales ejes de El Club Dumas.

Llegados aquí, confieso mis recelos a la hora de adentrarme en El Club Dumas. Nunca me he sentido particularmente inclinado ni a las novelas de capa y espada ni al mundo del coleccionismo bibliófilo. Puedo decir que La Princesa Prometida, aquella película de los años ochenta dirigida por Rob Reiner, es mi obra preferida del género. Y ni era un libro ni tan siquiera pertenecía al género, siendo, más bien, una parodia del mismo. En cuanto a la bibliofilia, nunca he comprendido el fetichismo con el que algunas personas se manejan en torno a estos asuntos, rayano en lo patológico. Palabra de lector digital. Pero, precisamente, esa falta de expectativas ha hecho que El Club Dumas me haya gustado tanto. Puedo anticiparlo: la carencia de pasión por estos dos temas no suponen impedimento alguno para disfrutar de la novela de Reverte. En absoluto.

Partamos el bacalao: El Club Dumas nos pone sobre la pista de Lucas Corso, «mercenario de la bibliofilia, cazador de libros por cuenta ajena». Corso recibe dos encargos. Por un lado, verificar la autenticidad del manuscrito de El vino de Anjou, uno de los capítulos de Los Tres Mosqueteros. Por el otro, encontrar las otras dos impresiones existentes de un libro llamado Las nueve puertas del reino de las sombras. A partir de ahí, Reverte construye una trama que funciona a imagen y semejanza de los relatos detectivescos, pero sustituyendo los elementos esenciales de esas narraciones por un tipo de investigación pericial de índole bibliográfica. Por el camino, las cosas se enredarán, aparecerán muertos y nada será lo que parecía en un primer momento. Lo típico y, a la vez, bastante diferente. Y esto no es un tópico.

Cualquiera que guste de las narraciones de suspense y misterio gozará leyendo las aventuras de Lucas Corso. Porque el libro de Reverte, como buen trampantojo, consigue materializar los efectos estéticos de las novelas policiacas por medios no convencionales. En ese sentido, es deudor del planteamiento de El Nombre De La Rosa. Como en aquella obra, asistiremos a apasionantes digresiones eruditas cuyo fin es avanzar en la investigación en curso. Pero a diferencia de ella, el afilado poder de discernimiento de Guillermo de Baskerville —filosófico y detectivesco a un mismo tiempo— será sustituido por el intuitivo olfato de perro viejo de Corso.

Con estas bases, Reverte teje una estructura reticular con referencias textuales de ida y vuelta y un complejo juego de espejos que constituyen la esencia del propio libro: ser un libro de libros. Por ello, no es desatinado decir de El Club Dumas que constituye una novela posmoderna, pues Reverte no necesita mirar al mundo para construir su relato. Se basta con contemplar los libros por los que profesa una nada disimulada admiración, y construir sobre esa mirada las relaciones narrativas necesarias y suficientes para sostener todo el edificio literario que pone a nuestra disposición. Pero, al mismo tiempo, El Club Dumas realiza una doble pirueta al reírse de todos estos lugares comunes hermenéuticos. Incluso de sí mismo.

«Todo empezaba a ser deliciosamente previsible. Pues de libros se trataba, tenía que plantearse el problema más a modo de lector, lúcido y crítico, que como el protagonista de consumo barato en que alguien se empeñaba en convertirlo.»

Pero tampoco nos llevemos a engaño: la novela de Reverte no es un mero ejercicio metalingüístico. El Club Dumas no deja de contarnos una historia, y no funcionaría tan bien sin el carisma de su personaje protagonista, Corso. Manipulador, taimado, cínico y escéptico, Reverte construye un personaje que supone el contrapunto perfecto a la atmósfera que se respira en la novela. Una atmósfera que en muchos momentos es indistinguible de la de la novela gótica, con personajes excéntricos y decadentes, imbuidos de cierto espíritu romántico e indisimuladamente trascendental, a los que Corso contrapone un férreo principio de realidad con el que resulta inevitable simpatizar. Porque Corso es el ratón de biblioteca pero al mismo tiempo el lazarillo, el erudito que se sabe buscavidas, el amante que no hace el amor sino que realiza ajustes de cuentas. Y, al final del día, logra ser todo eso sin ser un cabrón hijo de puta. Al menos no del todo... Un antihéroe muy revertiano, en definitiva.

«Bajo la falsa apariencia de fragilidad que le daba aquella prenda demasiado grande, con sus incisivos de roedor y el aire tranquilo, Corso era sólido como un ladrillo obstinado. Tenía unas facciones afiladas y precisas, llenas de ángulos, enmarcando unos ojos atentos, siempre dispuestos a expresar una ingenuidad peligrosa para quien se dejara seducir por ella. A veces, sobre todo cuando estaba quieto, daba la impresión de ser más desmañado y lento de lo que era en realidad. Pertenecía a esa clase de tipos desamparados a quienes los hombres ofrecen tabaco, los camareros invitan a una copa extra y las mujeres sienten deseos de adoptar en el acto. Después, cuando caías en la cuenta de lo que estaba ocurriendo, era demasiado tarde para echarle el guante. Galopaba en la distancia añadiendo muescas a su navaja.»

De todas formas, la novela de Reverte no me ha parecido totalmente redonda. El capítulo final me ha resultado algo decepcionante. Diría que incluso tramposo, en al menos dos sentidos que no podría desarrollar sin destripar burdamente el desenlace. También creo que algunas referencias a la numerología podrían estar más trabajadas, así como otras deducciones que constituyen el material más funcional en esta clase de libros. Además, aunque la prosa de Reverte es exquisita, los diálogos, especialmente en la primera parte del libro, se me antojan tan fluidos como un batido de albóndigas, y en más de una ocasión me he encontrado echando la mirada atrás para recordar qué le había dicho Fulanito a Zutanito tras una digresión que el narrador intercala inoportunamente. La cosa mejora después, aunque admito que todo esto puede ser más defecto mío que de Reverte. Puedo ser un poco menso, que diría un mexicano.

Con todo, El Club Dumas es una fantástica novela. Y es que uno de los objetivos plenamente satisfechos del libro de Reverte, tal vez el principal, es el de devolver el prestigio cultural a los folletines de capa y espada, un género devaluado por el canon literario de los últimos cien años. Lo hace desde una erudición desbordante, avasalladora pero fascinante al mismo tiempo, y que constituye la mejor de las invitaciones a sumergirse en las novelas de aventuras de las que el autor de Cartagena nos habla con tanta pasión en boca de sus personajes. Pero, sobre todo, lo logra porque supone una defensa a ultranza del entretenimiento como valor artístico, en franca oposición al ensimismamiento intelectual con el que las élites culturales pretenden colarnos con calzador obras que dicen mucho pero transmiten poco, y que Reverte sabe tan bien caricaturizar. Es a partir del entretenimiento como valor estético desde donde los lectores procedentes de coordenadas literarias radicalmente distintas pueden llegar a sintonizar con Reverte. Porque cuando admitimos que una novela similar podría haberse escrito en torno a la space opera, la novela gótica, el western o el género en disputa que el lector quiera colocar aquí, nos damos cuenta de que compartimos trinchera, una suerte de patria común, con el autor del libro que tenemos entre manos. Y no hay sensación más refrescante que ésa.


Valoración:

No hay comentarios :

Publicar un comentario

Licencia de Creative Commons
Conclusión Irrelevante by Jose Gaona is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional License.
Puede hallar permisos más allá de los concedidos con esta licencia en http://conclusionirrelevante.blogspot.com.es/p/licencia.html