sábado, 4 de mayo de 2019

(1997) Philip Roth - Pastoral Americana



"Y entonces se produjo la pérdida de la hija, la cuarta generación americana, una hija huída que debía haber sido la imagen perfeccionada de sí mismo, de la misma manera que él había sido la imagen perfeccionada de su padre y éste la imagen perfeccionada de su abuelo..., la hija enojada, repelente, despectiva, sin el menor interés por ser el siguiente Levov de éxito, que le había hecho salir de su refugio como si él fuese un fugitivo, le había iniciado en el desplazamiento de otra América totalmente distinta, la hija y la década que convirtieron en añicos su forma particular de pensamiento utópico, la peste de América infiltrada en el castillo del Sueco e infectando a todos sus moradores. La hija que le llevaba fuera de la ansiada pastoral americana para conducirle a cuanto era su antítesis y su enemigo, a la furia, la violencia y la desesperación de lo contrario a la pastoral, a la fiera americana indígena."

Seguro que a más de uno en la Academia Sueca se le puso semblante cariacontecido cuando se conoció el deceso de Philip Roth el año pasado. No es tanto que Roth necesitase del Nobel como que el Nobel necesitaba de Roth. Algunos pensarán que exagero. Dirán que el premio más importante de las letras no necesita galardonar a este o aquel autor, que la entidad del galardón se sustenta sobre sí misma. Pero pienso que se equivocan. El estatus de un premio literario se nutre de los escritores que lo ganan. De la misma manera que un sistema judicial es lo que es debido a las sentencias que dispensa, el Nobel es lo que es debido a los escritores que engrosan su palmarés. Llegados a un punto, se produce una simbiosis. Y su equilibrio descansa en el buen hacer del jurado, en la adecuada selección de los autores. En ese instante, el premio también ensalza al escritor y lo eleva a un nuevo nivel de popularidad y reconocimiento. Pero para que el sistema funcione, el jurado debe hacer bien las cosas. Y con Roth no las hizo. Aunque, como digo, tampoco es que Roth lo necesitase.

La carrera del autor americano estuvo trufada de incontestables victorias. Novelas como Operación Shylock, La Mancha Humana, Goodbye Columbus, El Lamento de Portnoy o La Conjura Contra América le granjearon el favor del público. La crítica le obsequió con dos National Book Award, otros dos premios del PEN Club, un Pulitzer, un Príncipe de Asturias y un National Book Critics Circle Award. Ningún escritor norteamericano de su generación cosechó semejante respaldo.

Roth no es ni mucho menos el primer gran escritor que se queda sin el reconocimiento de la Academia Sueca. En su testamento, Alfred Nobel dejó escrito que la obra de los premiados debía ayudar a conducir a la Humanidad "hacia su dirección ideal". Esa especificación hizo que durante décadas la Academia no premiara a autores incómodos, autores con inclinaciones hacia la crítica social, la crudeza o la fealdad. Un caso paradigmático de esto que cuento fue el primer galardón que se concedió, en 1901. El premio fue a parar a Sully Prudhomme, un poeta —con el que la Historia no ha sido muy generosa— que puede presumir de haberle arrebatado el galardón a nada más y nada menos que Lev Tolstoi. Durante esas primeras décadas de vida del galardón, al de Tolstoi se sumaron nombres como los de Kafka, Proust, Zola, Twain, Ibsen o Pérez Galdós. Con el paso de los años la Academia se liberaría de sus férreas ataduras. Aunque esto no impediría que se le concediese el premio a alguien como Churchill —por motivos más políticos que literarios— y que, por contra, nombres como los de Borges, Nabokov, Tolkien o Fuentes acabaran viendo los toros desde la barrera. Tras la adjudicación del premio a Dylan en 2016, y dado que la Academia sigue la regla no escrita de no concentrar excesivamente los galardones bajo el paraguas de una única nación, es de esperar que al de Roth se le unan en el futuro los nombres de DeLillo, McCarthy, Pynchon, Oates, Ford o Auster. Visto así, tampoco parece algo tan malo no ganar el Nobel...

Pero volvamos a Roth. Así como de Dickens se ha dicho una y mil veces que fue el escritor de los desposeídos, de Roth siempre se ha dicho que fue el escritor de la pequeña burguesía norteamericana. Aunque ese retrato no hace justicia al autor de Newark. La prosa de Roth tuvo siempre un carácter expansivo. El escritor de Operación Shylock cultivó la sátira política, la fantasía alucinatoria y la metaficción, además de la crítica a la sociedad de su tiempo. Pero es cierto que dos temas resultan transversales a toda su obra: la identidad judía y el retrato visceral de la pequeña burguesía estadounidense. Y ambos vertebran la que es una de sus mejores y más descarnadas novelas, Pastoral Americana.

Pastoral Americana inicia la trilogía estadounidense de Philip Roth, un ciclo de novelas compuesto por la propia Pastoral Americana (1997), Me Casé Con Un Comunista (1998) y La Mancha Humana (2000). Con ellas, el autor de Newark nos presentó su particular retrato de los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XX. Y lo hizo a través de la mirada de uno de sus alter egos, el escritor Nathan Zuckerman, personaje recurrente en la obra de Roth y protagonista, a su vez, del ciclo Zuckerman Encadenado.

En Pastoral Americana, un Zuckerman de más de sesenta años narra la vida de Seymour Sueco Levov, un antiguo compañero de escuela. La historia comienza con una inesperada carta que recibe Zuckerman: es Levov, que le pide concertar una cita para hablar de su padre, fallecido un año antes. «Casi todo el mundo consideraba a mi padre indestructible, un hombre de piel dura y genio vivo, que se irritaba fácilmente. Nada más lejos de la verdad. No todo el mundo sabía lo mucho que sufrió debido a los golpes que dio la vida a sus seres queridos.» La carta hace que Zuckerman haga memoria y recuerde los tiempos del colegio: conoció a Sueco porque era el hermano mayor de Jerry, un viejo amigo de clase. Todo el mundo quería a Sueco. Era el espejo en el que deseaban reflejarse todos los estudiantes del colegio y un modelo a imitar para los miembros más jóvenes de la, por entonces, no del todo integrada comunidad judía de Newark. Y para Zuckerman, Sueco era un Dios, un objeto de adoración infantil, la sublimación absoluta de la identidad judía que aspira a ser totalmente estadounidense: campeón de los deportes, combatiente en la segunda gran guerra, buen hermano, hijo perfecto. Zuckerman, por supuesto, acepta. Pero la cita le deja un regusto amargo: no es el Levov que recordaba. Además, algo se guarda, no le cuenta todo...

"La vida del sueco Levov, que yo supiera, había sido de lo más sencillo y ordinario y, por lo tanto, espléndida, totalmente acorde con el carácter norteamericano."

Tiempo después, Zuckerman acude a una reunión de viejos alumnos del colegio donde estudió. Allí se reencuentra con Jerry, el hermano de Sueco. Éste le cuenta que Sueco ha muerto y le revela, finalmente, la desgarradora verdad detrás de la idílica imagen que su hermano se empeñó en proyectar toda su vida. Una verdad que gravita sobre una calamidad, una desgracia y, en definitiva, una tragedia que concierne a aquello que Sueco amó más que cualquier otra cosa en su vida: su propia hija... y hasta ahí puedo contar.

Con estos puntales, Roth, en boca de Zuckerman, nos presenta un relato con dos capas de interpretación, donde cada una remite a la otra como un rostro a su reflejo especular. Por un lado, el crudo y descarnado relato vital de Sueco. Por el otro, la convulsa historia de los Estados Unidos a finales de los años 60. El auge y la caída de uno será el auge y la caída de la otra. La dinamitada vida del héroe encarnado por Levov tendrá su contraparte en la destrucción absoluta de la utopía basada en los valores liberales de convivencia, en el fracaso de los ideales fundacionales de la mitificada tierra de las posibilidades, espacio casi metafísico donde individuos con distintas procedencias buscan la tan ansiada prosperidad.

Honrado, diligente y respetuoso con las opiniones ajenas, Levov constituye la más alta realización de los valores fundacionales norteamericanos. Heredero de un negocio familiar, una pequeña curtiduría, levantado con el sudor de unos antepasados llegados desde la vieja Europa a los que nadie regaló nada, día a día honra ese legado con el tesón y el esfuerzo de aquel para el que cada día supone un nuevo comienzo, una nueva prueba de valía y autoafirmación. Al mismo tiempo, Sueco ejemplifica la sublimación del deseo de integración de una cultura tan hermética como la judía en el paradigma aperturista norteamericano. Y es, también, un jefe comprensivo, preocupado por el bienestar de sus trabajadores. Sueco es un héroe corriente, un héroe norteamericano, un héroe cuyas pequeñas hazañas discurren por debajo del alcance del radar de la épica, precisamente porque permanecen invisibles por su dimensión vertebradora de la comunidad. Ejemplifica, en definitiva, el ideal de ciudadano tolerante y responsable.

El compromiso vital de Levov con estas ideas le lleva a abrazar en la esfera privada un ideal pedagógico típicamente liberal. Sueco es un padre comprensivo, respetuoso, amante y siempre presto a dar voz a las inquietudes de su hija, Merry. Pero bajo las profundidades de esta idílica visión del mundo emerge un magma devorador de todo aquello en lo que Levov siempre creyó. Merry no acabará siendo la siguiente Levov de éxito, ni estará comprometida con los valores tolerantes de su padre. Una Merry demasiado mimada y privilegiada será la dinamita y el azufre, el reverso tenebroso y el virus totalitario inoculado en la vieja y marchita pastoral americana de Levov.

Pastoral Americana se ambienta en los años 60, época dorada del capitalismo y a la vez convulsa: Las protestas por la guerra de Vietnam y el movimiento por los derechos civiles constituyen los ejes históricos sobre los que gravita el drama de Roth. Una década en la que los viejos consensos del pasado saltarán por los aires como contrapunto a la década de prosperidad que les precedió. El retrato que hace Roth de esta época es incendiario, no tanto porque revele que la utopía abrazada por su protagonista se cimentaba sobre unas bases que coexistían con las tensiones execrables propias del racismo y la discriminación, sino por el componente totalitario, ciego y arbitrario que las revueltas que originaron trajo consigo. Roth pone en boca de algunos de sus personajes la indignación por este estado de cosas. Un estado de cosas que hizo que Newark degenerara en una ciudad pauperizada y guetificada, y que posibilitó que aquellos cuya sensibilidad contra la discriminación debería ser más acentuada se rebelasen contra su propia naturaleza. Dog eat dog.

"Estoy al lado de la piscina y mis queridos amigos alzan la vista del periódico y me dicen que debería poner en hilera a los negros y matarlos a tiros, y soy yo quien ha de recordarles que eso es lo que Hitler hizo con los judíos. ¿Y sabes qué me responden? «¿Cómo puedes comparar a los negros con los judíos?». Me dicen que mate a los negros y yo les grito que no, y entretanto soy yo el único al que están arruinando el negocio porque son incapaces de hacer un guante que encaje. El corte es malo, el estirado erróneo, el guante no entra. El descuido de esta gente es inexcusable. Se hace mal una operación y todo el proceso de fabricación falla, y sin embargo, cuando discuto con esos cabrones fascistas, Seymour, hombres judíos, hombres de mi edad que han visto lo que yo he visto, que deberían ser mucho más conscientes de lo que dicen, cuando discuto con ellos, ¡me muestro contrario a aquello que debería defender!"

Todas estas dimensiones del libro se muestran de manera elocuente gracias a su estructura temporal. La novela de Roth juega constantemente con el pasado lejano en el que discurren los hechos, el pasado reciente en el que Zuckerman entabla contacto con los personajes que le narrarán los hechos y el presente en el que el propio Zuckerman dará forma a esos hechos y nos los presentará de su puño y letra. Al mismo tiempo, el impacto del relato no sería el mismo si la intensidad emocional que Roth es capaz de imprimir en su escritura estuviese edulcorada. La prosa de Roth, por el contrario, es un constante torbellino capaz de evocar la rabia, el dolor y el lamento en algunas de sus manifestaciones más ácidas y lacerantes.

Es difícil describir las emociones que suscita la lectura de una obra tan lóbrega y cruel como es Pastoral Americana sin entrar en profundidad en la tragedia que nos presenta, es decir, sin dinamitar la experiencia literaria para el lector que decida adentrarse en ella. Baste decir, sin embargo, que hablamos de la que posiblemente es una de las obras maestras de Philip Roth, un autor para el que la mediocridad nunca fue precisamente su atributo distintivo. En Pastoral Americana, Roth nos habló de la implosión de la identidad americana; implosión que remite al colapso de sus valores fundacionales. Es, por ello, una de las grandes obras crepusculares en torno a los ideales del self-made man y el sueño americano. Tal vez la mejor. La prosa de Roth es vibrante y descarnada como la herida purulenta que amenaza la gangrena y es el envoltorio perfecto para todo aquello que el escritor de Nueva Jersey desea contarnos. Por todo estos motivos, Pastoral Americana es una lectura que, con el paso de los años, se hace más necesaria e imperativa, ya que nos recuerda la facilidad con la que las utopías tornan en quimeras, y cómo bajo éstas, siempre se esconde la barbarie.


Valoración:

No hay comentarios :

Publicar un comentario

Licencia de Creative Commons
Conclusión Irrelevante by Jose Gaona is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional License.
Puede hallar permisos más allá de los concedidos con esta licencia en http://conclusionirrelevante.blogspot.com.es/p/licencia.html