martes, 21 de abril de 2015
(1987) Tom Wolfe - La hoguera de las vanidades
"Había católicos de dos clases, irlandeses e italianos. Los irlandeses eran estúpidos, y les gustaban las peleas y hacer daño a la gente. Los italianos eran estúpidos y detestables. Unos y otros eran igualmente desagradables, pero, como mínimo, la clasificación se entendía sin el menor problema. De modo que sólo cuando ya había llegado a la universidad comprendió el alcalde que existía una especie completamente distinta de goyim, los protestantes. Ni siquiera entonces vio a ninguno. Solo había judíos, irlandeses e italianos en su universidad, pero al menos oyó hablar de los otros, y se enteró de que algunas de las personas más famosas de Nueva York pertenecían a ese otro tipo de goyim, eran protestantes. Por ejemplo, los Rockefeller, los Vanderbrik, los Roosevelt, los Astor, los Morgan. La expresión wasp fue inventada mucho más tarde. Los protestantes estaban divididos en una enloquecida cantidad de sectas, de forma que nadie era capaz de llevar la cuenta. Lo cual parecía tan misterioso como pagano, y hasta ridículo. Todos ellos adoraban a un oscuro judío que vivió en un remoto rincón del mundo. ¡Le adoraban incluso los Roosevelt! ¡Incluso los Roosevelt! Sí, era francamente misterioso, lo cual no impedía que todos esos protestantes fueran los jefes de los principales bufetes de abogados, de los grandes bancos, de los asesores de inversiones, de las principales empresas. Jamás veía a esa gente en carne y hueso, excepto en las grandes ceremonias. Por lo demás, hubiera podido decirse que no existían, al menos en Nueva York. Apenas si asomaban la cabeza en los días de elecciones. Por su número, no contaban, pero estaban ahí. Y ahora, una de estas sectas, la de los episcopalianos, tenía un obispo negro. Era muy fácil hacer chistes sobre los wasps, y a menudo el alcalde bromeaba sobre ellos con los amigos, pero, más que divertidos, resultaban temibles."
Se han dicho muchas cosas de ella: que es la ciudad que nunca duerme, que controla los designios de la economía mundial, que su densidad demográfica humana es casi tan alta como su densidad demográfica de roedores o que es el lugar donde tus probabilidades de morir en el metro resultan más altas. Pero hay otro tópico sobre Nueva York que me interesa destacar: el que la muestra como símbolo de la tierra de las oportunidades y de la pluralidad cultural y étnica. Y es que desde su nacimiento, y a través de sus distintas denominaciones —Nueva Angulema primero, Nueva Amsterdam después y, finalmente, Nueva York—, la ciudad a orillas del río Hudson fue un importante caladero comercial. Con la independencia de EEUU, además, sería el principal destino de las hordas de inmigrantes provenientes de Europa, expatriados en busca de comida y un lugar donde prosperar, especialmente tras la gran recesión del XIX. Y donde mejor quedaría reflejada esta panorámica es en aquella, por lo demás, irregular película que fue Gangs Of New York, donde Scorsese quiso mostrarnos los sórdidos y oscuros cimientos culturales y sociales de la gran manzana y, por extensión, de los Estados Unidos.
Sin embargo, la pluralidad étnica y cultural, lejos de ser el destino natural de las cosas, es una atalaya que ha de conquistarse. Irlandeses, judíos, italianos, chinos, rusos y otras tantas culturas que me dejo en el tintero saben muy bien lo que es hacerse valer en la defensa de su identidad y sus costumbres en el contexto de la gran manzana. Pero por encima de las demás, sobresale el fantasma de la comunidad afroamericana, la gran castigada. Relegada a la esclavitud primero, a una libertad precaria después y, finalmente, al ostracismo más absoluto, la comunidad negra ha sido, y viene siendo, la gran olvidada de las políticas sociales cuando no, aún peor, el membrete electoralista, y por ello mismo vacuo y superficial, de la lucha por la igualdad. Una situación que llevó a Nueva York a ser, durante los años 80, el epicentro de la economía financiera internacional al mismo tiempo que una de las ciudades con las tasas de criminalidad más altas de los EEUU. Una asimetría que La hoguera de las vanidades pretende captar en el interior de sus hojas.
Resulta difícil aunar en un mismo libro mundos tan disímiles, tan alejados el uno del otro. Sin duda, uno de los méritos de Wolfe en "La hoguera de las vanidades" es contarnos una historia en la que los bonos Giscard entran en contacto con los vendedores de crack de los suburbios, en el que el mundo evanescente e hipócrita de la alta sociedad, donde la opinión ajena es más volátil que el índice Nasdaq, ha de mancharse los mocasines en los lodazales de la sociedad. Y lo hace de la siguiente manera.
Sherman McCoy es un exitoso vendedor de bonos de una de las firmas punteras de Wall Street. Lo tiene todo: una preciosa mujer, una hija adorable, una casa imponente en uno de los lugares más exclusivos de la ciudad, amistades influyentes, una familia de pedigrí, respeto profesional. Por tener, tiene hasta una amante despampanante, con la que mantiene encuentros casuales en un piso alquilado de protección oficial. En uno de esos encuentros, McCoy va a recogerla al aeropuesto, y mientras se dirigen a su piso franco en el Bronx en el coche del financiero, son interceptados por dos adolescentes de color en una de las calles aledañas del barrio, en lo que parece ser una escaramuza con todas las papeletas para convertirse en un atraco. La situación se complica fruto de la incertidumbre y de los nervios, y los interceptados acaban dándose a la fuga no sin antes atropellar a uno de los muchachos. Por supuesto, los hechos tendrán consecuencias.
Wolfe se sirve de esta premisa y de McCoy como protagonista para trazar una historia que, lejos de ser algo así como "hombre rico lo pasa mal en los arrabales", se convierte en toda una odisea para el personaje, y que representa las que para el autor americano son las relaciones de poder presentes en el seno de la sociedad. La imagen del poder que nos transmite Wolfe abarca el mundo de la prensa, el de los activismos o grupos de presión que hoy serían denominados (con más o menos acierto) populistas, el de la judicatura y, en general, el del sórdido mundo penal. Es decir, Wolfe parte de los segmentos más opuestos de la sociedad, el suburbial y el exclusivo, y a partir de ellos construye toda una cartografía de las relaciones de poder.
Esta cartografía, sin embargo, no es inocente. Wolfe trasluce perfectamente su pensamiento y muchos de sus prejuicios en torno al funcionamiento de los distintos contrapesos que tiene el poder en las sociedades democráticas. Y lo hace a través de lo que para él son muchas de sus distorsiones y perversiones. La maleabilidad de la opinión pública, el cálculo electoral, la falta de independencia de la justicia, el poder de los grupos de presión, la existencia de chivos expiatorios con los que exculpar de responsabilidades a los dirigentes por las negligencias de su gestión. Todos estos temas están presentes en mayor o menor medida en La Hoguera de las vanidades y, en cierta forma, ello hace que ésta sea una novela sobre política, a pesar de que ésta no aparezca explícitamente en casi ningún momento.
Por otro lado, es cierto que Wolfe se comporta de una manera bastante magnánima con respecto a los distintos colectivos, desmontando sus identidades a través de la hipocresía de muchas de sus actitudes. Su crítica nunca se muestra de manera explícita. En cierta forma, deja el peso de la misma al lector. Wolfe no juzga en ningún momento, no cae en el pecado moralista. Su planteamiento narrativo es, ciertamente, liberal, en el sentido más aséptico de la palabra. Pero con ello, al intentar buscar esa equidistancia, en mi opinión, Wolfe comete el error de la inacción. Como decía Desmond Tutu, "si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el bando del opresor". Soy consciente de que la virtud de no incurrir en el moralismo es incompatible con la virtud de la denuncia social y moral, casi a la manera en la que en los sistemas fiscales la eficacia impositiva es incompatible con la equidad. Sin embargo, si tengo que elegir, yo me quedo con la segunda antes que con la primera. En ambos ejemplos, por cierto.
Y es que Wolfe parece querer construir una cierta empatía entre McCoy, el protagonista, y el lector. El pretendido Amo del Universo se muestra en todo momento como un ser dubitativo, enclenque y pusilánime, necesitado de ser exculpado por el lector en todo momento ante lo que es la escenificación de su caída. Y resulta una caracterización bastante discutible a la luz de libros como El póquer del mentiroso, donde su autor, Michael Lewis, nos presentaba un retrato mucho más crudo de aquellos hombres que dominaron Wall Street y las finanzas mundiales durante aquellos años 80. A decir verdad, la imagen de un financiero durante aquella época se asemejaba más a la mostrada por Brett Easton Ellis en American Psycho que a la mostrada por Wolfe en este libro. No me refiero a que los financieros sean auténticos psicópatas, sino a la seguridad en sí mismos que muestran en todo momento y que resulta incompatible con la caracterización de Wolfe. Creo que en eso Wolfe falla y, con ello, vicia de raíz el planteamiento de su libro ya que la equidistancia que pretende lograr solo es posible si asumes cierta condición de mártir en el protagonista. Que la tiene, pero como también de villano. Razón por la cual al final no podemos sino tomar partido siguiendo la máxima de Tutu si no queremos convertirnos nosotros mismos también en villanos.
"Kramer había crecido en un ambiente liberal. En las familias judías como la suya, el liberalismo se digería al mismo tiempo que la papilla y el zumo de manzana Mott y las Instamatic y los Sonrisas de Papá a la vuelta del trabajo. Pero es que incluso los italianos como Ray Andriutti, y los irlandeses como Jimmy Caughey, sobre los que no pesaba en absoluto ningún tipo de liberalismo familiar, acababan sintiéndose afectados por el clima mental de las facultades de derecho, en donde, para empezar, la mayoría de los profesores eran judíos. Al terminar los estudios de derecho en la zona de Nueva York, parecía cuando menos... ¡descortés! meterse con los yoms. No es que pareciese moralmente condenable... Solo que era de mal gusto. De manera que los chicos acababan sintiéndose incómodos por el hecho de estar procesando siempre negros y latinos."
No obstante, la novela tiene muchos pliegos y recovecos, muchos más que los que un análisis sobre los motivos principales de la trama pueda mostrar. La panoplia de personajes es bastante amplia, la mayoría de ellos bastante interesantes. Tenemos a Fallow, periodista buscavidas, oportunista, a la caza de la noticia sensacionalista que le reporte un desahogo económico que tampoco parece echar en falta debido a la picaresca con la que sabe desenvolverse en la mayoría de situaciones. O el reverendo Bacon, quizá algo desaprovechado en la historia, personaje que vaticina la rebelión de las clases desposeídas y que lo hace con toda la ferocidad de los exaltados y el cálculo de los estrategas más minuciosos. O el vicefiscal Kramer, en cierta crisis de la mediana edad, sumido en un pozo de mediocridad al constatar que ninguna de sus pretensiones de juventud ha sido satisfecha, busca al menos encontrar la aventura y el deseo fuera del matrimonio al tiempo que sobrevive a un entorno que en lo más íntimo de su ser desprecia con absoluta inquina. Maria Ruskin, Judy, Killian, Weiss y tantos otros configuran un elenco bastante interesante. Todos ellos con algo que ocultar, con un borrón en su hoja de resultados personal que guardar con celo. Bueno, si acaso, todos menos la madre de Henry Lamb y el propio Henry Lamb, los únicos inocentes en toda esta historia.
Sin duda, otro de los puntos a favor del libro es la descripción cultural de las distintas capas sociales a través de cada uno de los personajes. McCoy es un wasp, un amo del universo de hecho y por derecho. Fallow, un británico cuyo snobismo choca con el pragmatismo neoyorquino. Kramer, un judío que se ha italianizado por mor de las circunstancias. Están los desposeídos, los cuales encuentran su altavoz en la novela a través de la figura de Bacon. Y está la nobleza secular ejemplificada por las gentes que asisten a las fiestas más selectas. Todo ello es la ciudad de Nueva York y el retrato que de todas esas figuras hace Wolfe, prejuicios por mi parte a un lado, es soberbio.
Para acabar, mencionar las habilidades del autor. Su estilo mezcla lo prosaico y lo elevado y es capaz de aunar en una sola frase el caviar poético con la acidez del ketchup de un Burger King. A menudo emplea frases largas pero de estructura sintáctica asequible, con abundante uso de comas, y recurre a onomatopeyas, interjecciones y exclamaciones para dotar de mayor expresividad a su relato y a las voces de sus personajes. El uso de la jerga identitaria (yoms, wasps, knickerbockers, marshmallow, Harps, etc) y la habilidad de Wolfe para cincelar términos como radiografía social (en referencia a las mujeres de mediana edad que mantienen la silueta a costa de todo sufrimiento) o amo del universo, contribuyen a presenciar un ejercicio expresivo de primer orden. También emplea el humor como una fina capa de barniz que impregna todo el relato. Su estilo es, en resumen, atractivo y, más allá de mis desavenencias de pensamiento con él, he disfrutado leyéndole. Ésta, que fue su primera novela, publicada cuando contaba con más de 50 años, no es sino la cúspide de una carrera dedicada a las letras, pero en su formato periodístico hasta aquel entonces. A ese respecto, tiene varios libros publicados, algunos de los cuales me gustaría poder leer para hacerme una idea cabal del nuevo periodismo, género o estilo que contribuyó a solidificar.
La hoguera de las vanidades es la aportación de Tom Wolfe a la formación de la imagen colectiva de Nueva York durante los años 80. Una ciudad asolada por la delincuencia y cuya diversidad cultural solo era comparable a la brutal asimetría entre sus distintos estratos sociales. Wolfe tiene el acierto de trasladar Wall Street al Bronx, Buckingham Palace a Gin lane, y a partir de ahí construir una epopeya cuya pretensión de grandiosidad y omnicomprensión solo es comparable a su dotes cómicas y satíricas. Sin embargo, el retrato de Wolfe no es neutral, y a pesar de construir una historia en la que prácticamente nadie es inocente, su equidistancia puede producir una cierta sensación de incomodidad en el lector, al ver cómo unos y otros son tratados de la misma manera, violando el principio de que la equidad no es tratar a todos por igual sino a todos como les corresponde de acuerdo a sus merecimientos y condiciones de partida.
"Y en ese momento Sherman llevó a cabo un horrible descubrimiento, el mismo que todos los hombres, tarde o temprano, hacen en relación con su respectivo padre. Por vez primera comprendió que el anciano que tenía junto a él no era un padre envejecido sino un muchacho, un muchacho muy parecido al que había sido él mismo, un muchacho que creció, tuvo un hijo y, lo mejor que pudo, obedeciendo a su sentido del deber y también, quizás, por amor, adoptó un papel consistente en Ser Padre, a fin de que su hijo tuviera una figura mítica e infinitamente importante a su lado: la figura del Protector encargado de impedir que se destapara la caja que contenía todas las posibilidades de caos y desastre que la vida podría traer consigo. Y, ahora, ese muchacho, ese buen actor, se había hecho viejo, frágil, se había convertido en un ser cansado, mucho más cansado que nunca ante la perspectiva de tener que ponerse otra vez su armadura de Protector, cuando sus hombros ya no tenían fuerzas para cargar con ella."
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