lunes, 12 de noviembre de 2018

(2018) Steven Pinker - En Defensa de la Ilustración



"Lo que es bueno para la humanidad no siempre es bueno para las ciencias sociales, y puede resultar imposible desenredar la maraña de correlaciones entre todas las formas en las que ha mejorado la vida y establecer con certeza las conexiones causales. Pero dejemos de preocuparnos por un momento por las dificultades para desenredar los hilos y tomemos nota de su dirección general. El hecho mismo de que tantas dimensiones del bienestar estén correlacionadas en distintos países y décadas sugiere que puede ocultarse bajo ellas un fenómeno coherente, lo que los estadísticos llaman un factor general, un componente principal o una variable oculta, latente o interviniente. Disponemos incluso de un nombre para dicho factor: progreso."

Existe cierta tendencia en las humanidades, especialmente en las procedentes de EEUU, a deslegitimar los discursos procedentes de la biología o la psicología que señalen la existencia de una naturaleza humana. En efecto, el innatismo es el gran Némesis de ciertos estudios culturales y sociales. ¿Por qué? Una de las razones resulta obvia: allí donde pueda apelarse a un factor de origen natural para explicar la conducta, la explicación cultural se torna superflua. En otras palabras: si la explicación ofertada por la Ciencia fuera completa, numerosos profesionales universitarios pasarían a engrosar las colas del paro. Esta suerte de corporativismo epistémico es la principal razón del obstinado rechazo de cierto sector de las humanidades a las explicaciones procedentes de la Ciencia. Pero no es la única. Existen otras razones de índole pragmática.

En la Tesis sobre Feuerbach, Marx dejó escrito: "Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo." El aforismo marxiano, más allá de ser una sugestiva llamada a la acción transformativa para los intelectuales, escondía tras de sí una poderosa carga de profundidad, a saber: la asunción de que los problemas de la sociedad y del individuo podían resolverse desentrañando la compleja madeja de relaciones culturales y sociales insertas en el comportamiento colectivo. Ahora bien, ¿qué pasaría si el comportamiento colectivo fuera la consecuencia lógica del comportamiento individual, y éste estuviera determinado por factores innatos? Que toda la empresa transformativa se vendría al traste. Un corolario de esta idea sería la noción de que nada cabría hacer frente a las injusticias sociales por la sencilla razón de que estas emanarían de la naturaleza humana. Y la naturalización de la injusticia es un serio problema para cualquier intelectual con conciencia moral. En ese sentido, la reacción de las humanidades contra las explicaciones biológicas de la conducta humana sobrepasa el corporativismo para erigirse en un alegato de protesta frente al proyecto que pretende hacer del statu quo social una realidad inmutable. El diablo siempre está en los detalles...

Afortunadamente, la rígida dicotomía entre lo innato y lo adquirido hace bastante tiempo que quedó superada. Tanto el determinismo biológico como el determinismo cultural constituyen hombres de paja en cualquier debate intelectual serio sobre estos asuntos. La tesis más aceptada, tanto en la Ciencia como en las distintas ramas de las Humanidades, es la existencia de una interacción entre ambas esferas. Pero si esto es así, ¿por qué ciertos sectores de las humanidades se obcecan en restar validez a la evidencia proveniente de la Biología y la Psicología? Porque a menudo contradicen sus rígidos postulados ideológicos desde los cuales realizan sus análisis sociales y culturales.

Por ello no es de extrañar que cuando Steven Pinker publicó La Tabla Rasa hace más de quince años, los departamentos de estudios sociales y culturales de muchas universidades americanas le declararan la guerra. La divisa básica de aquel libro era que los seres humanos no somos un folio en blanco al nacer. Desde sus conocimientos en psicología cognitiva y evolucionista, especialmente en la interacción entre mente y lenguaje, el autor canadiense desmontaba las tres tesis que, a su juicio, fundamentaban el determinismo social radical, a saber: la doctrina empirista de la tabla rasa, la doctrina romanticista del buen salvaje y la doctrina dualista del fantasma en la máquina. Aquel libro pudo haberse titulado perfectamente: Contra Descartes, Locke y Rousseau.

Aunque a Pinker le llovieron las críticas desde cierta izquierda académica, esa imagen podría llevarnos a error: Pinker no es un defensor del statu quo. Progresista y defensor de los derechos civiles de las minorías, ha sido objeto de numerosas críticas por parte de la derecha conservadora por sus posiciones liberales y defensoras de la teoría de la evolución. A fin de cuentas, que la naturaleza humana tenga determinadas notas y colores no significa que toda transformación social deba estar abocada al fracaso sino, más bien, supone un punto de partida necesario en el diseño tanto de nuestras políticas educativas como del modelo de sociedad que queremos tener de acuerdo a nuestros valores morales. Lo cierto es que Pinker es un pájaro que va por libre, y en En Defensa de la Ilustración, su último libro, vuelve a demostrarlo. Aunque la primera pregunta que nos venga a la mente nada más leer el título del libro sea: ¿Pero acaso hace falta defender la Ilustración? Es evidente que para Pinker, sí.

Porque para Pinker, la Ilustración fue el origen del Gran Escape —recogiendo el término de Deaton—, que la humanidad emprendió hace dos siglos y medio. Esa explosión de crecimiento y progreso sin precedentes que se produjo entonces, y que continúa hasta nuestros días, tuvo como motores básicos la razón, la ciencia y el humanismo, según el autor canadiense. Y ese legado está bajo amenaza hoy en día.

"Desde la década de 1960 se ha producido la quiebra de la confianza en las instituciones de la modernidad, y la segunda década del siglo XXI ha asistido al surgimiento de movimientos populistas que rechazan abiertamente los ideales de la Ilustración. Son tribalistas en lugar de cosmopolitas, autoritarios en lugar de democráticos, desdeñosos hacia los expertos en lugar de respetuosos hacia el conocimiento, y nostálgicos de un pasado idílico en lugar de esperanzados respecto a un futuro mejor."

Efectivamente, el populismo entendido como esa amalgama de elementos identitarios, nacionalistas y acientíficos estaría en la base de esa rebelión contra el Progreso. Para Pinker, el problema del populismo se remontaría a los movimientos románticos decimonónicos, nostálgicos de un pasado "mejor", y podría trazarse perfectamente una línea de continuidad desde ellos hasta los movimientos populistas de nuestros días. Trump, Bolsonaro, Le Pen u Orbán serían los infames representantes de esta corriente progresófoba. Ahora bien, ¿por qué habríamos de defender la idea de Progreso? ¿No es acaso la historia de la primera mitad del siglo XX un legado que nos muestra a las claras las miserias de la Ilustración y el Progreso, tal como creía la Escuela de Frankfurt? Pinker contesta rotundamente: porque ese legado ha funcionado.

El grueso del libro de Pinker, catorce de los veintitrés capítulos que componen el volumen, se dedica a pasar revista a cada uno de los ítems que podrían formar parte de nuestra idea de Progreso: esperanza de vida, salud, sustento, riqueza, desigualdad, medio ambiente, paz, seguridad, democracia, igualdad de derechos, conocimiento, calidad de vida y felicidad. Es, por tanto, un análisis —o más bien un metaanálisis— basado en la evidencia empírica disponible sobre todas estas cuestiones. Y resulta fascinante. La documentación que maneja Pinker es extensísima. Su investigación están sustentada por una amplia bibliografía y la cantidad de datos y gráficos con las que acompaña sus tesis es abrumadora. Pinker se adelanta casi todo el tiempo a sus críticos y contesta a las objeciones de sus tesis de manera rápida y eficaz casi siempre, aportando nueva evidencia, en un proceso que no llega a hacerse pesado en ningún momento. La idea básica de este metaanálisis es demostrar que desde que se puso en marcha la Ilustración, el crecimiento en cada uno de esos ítems ha sido un hecho, y que el factor general que ha impulsado esa dinámica ha sido la existencia de Progreso material.

No obstante, la población no siempre es consciente de la existencia de ese Progreso. En ese sentido, algunos de los mejores momentos del libro hacen referencia a lo que Pinker mejor domina: la psicología cognitiva. Y es que no solemos ser conscientes de los sesgos bajo los cuales nos formamos nuestras opiniones sobre las cosas. El más importante sería la heurística de la disponibilidad, el hecho de que la gente calcule la probabilidad de un suceso en función de la facilidad con la que le vienen ejemplos a la mente. Esto tiene una implicación muy interesante: los medios de comunicación tienden a dar más visibilidad a las noticias negativas que a las positivas, porque las primeras generan más audiencia. Pero esta sobreexposición acaba determinando en el imaginario colectivo la creencia de que esos sucesos suceden a una tasa de ocurrencia mayor de la que lo hacen. Periodistas, críticos sociales y opinadores varios participarían de esta situación.

"Por tanto, la vida moderna no ha aplastado nuestra mente y nuestro cuerpo, no nos ha convertido en máquinas atomizadas que sufren niveles tóxicos de vacuidad y de aislamiento ni nos ha llevado a distanciarnos privándonos de la emoción y el contacto humano. ¿Cómo ha surgido esta histérica y errónea concepción? En parte proviene de la típica fórmula empleada por los críticos sociales para sembrar el pánico: he aquí una anécdota, por tanto es una tendencia, por consiguiente es una crisis."

Por supuesto, el propio Pinker reconoce que la senda del Progreso no es una escalera lineal hacia el cielo. Pero Pinker subraya que la existencia de problemas no es un indicativo de que los fundamentos del Progreso estén fallando ni deben ser entendidos como una llamada al pánico, sino más bien suponen problemas que han de ser resueltos utilizando los mismos principios que nos han permitido llegar a nuestro actual estado de desarrollo: la razón, la ciencia y los valores humanistas.

El Humanismo, en verdad, es la piedra central de todo el libro, el elemento subyacente al progreso y lo que permite que el control y el dominio sobre la naturaleza que nos proporciona la ciencia tenga un carácter deseable. Y es el protagonista de algunos de los mejores momentos que proporciona "En defensa de la Ilustración", especialmente tanto en sus diatribas contra el Populismo como contra el Teísmo.

"El objetivo de maximizar la prosperidad y el florecimiento humanos —la vida, la salud, la felicidad, la libertad, el conocimiento, el amor, la riqueza de la experiencia— puede denominarse «humanismo». (A pesar de la raíz de la palabra, el humanismo no excluye el florecimiento de los animales, pero este libro se centra en el bienestar de la humanidad.) Es el humanismo el que identifica lo que deberíamos tratar de lograr con nuestro conocimiento. Ofrece el «deber ser» que complementa el «ser». Distingue el verdadero progreso del mero dominio."

A pesar de todo, las argumentaciones de Pinker no son todo lo sólidas que sería deseable a lo largo del libro. Algo normal dada la extensión y pluralidad de los tópicos abordados, por otra parte. Cuando habla de la desigualdad, por ejemplo, Pinker alude a la falacia de la cantidad fija, es decir, a la confusión de la desigualdad con la pobreza, según la cual la riqueza sería un recurso finito que hay que repartir en un sistema de suma cero, obviando que la riqueza aumenta y que desde la revolución industrial se ha expandido exponencialmente. Y aunque tiene razón, nadie con conocimientos económicos utiliza ese argumento, por lo que su posición se confronta contra un hombre de paja. Y caricaturizar la posición contraria, o reducirla a un muñeco de trapo al que refutar de forma sencilla, no es un hábito intelectualmente loable y, desde luego, no es precisamente el ideal que cabría defender desde posiciones ilustradas. Argumentos insidiosos como éste se repiten en algunos tópicos concernientes al cambio climático, la seguridad o la felicidad.

A fin de cuentas, es obvio que Pinker escribe desde ciertas coordenadas ideológicas. La generalidad de sus valores humanistas se traduce en una defensa del libre comercio y el sistema de precios (von Mises), la libre circulación de personas (carta de los DDHH), la regularización de los mercados (keynesianismo) o la defensa de los derechos de las minorías. Pero precisamente por eso mismo resulta más elogiable si cabe el hecho de que reconozca problemáticas que podrían poner en entredicho sus propias ideas, como la curva de Milanovic. Aunque en ese sentido, Pinker es explícito: no defiende ciertas ideas por una suerte de compromiso nupcial a nivel intelectual con ellas, sino por el hecho de que han funcionado. Y si han de ser revisadas, que lo sean siempre bajo las mismas premisas fundacionales epistémicas y morales de la Ilustración.

Muchos críticos de Pinker suelen caracterizarlo como una suerte de optimista ingenuo, alguien comprometido con una visión casi natural del Progreso. "En Defensa de la Ilustración" es, en cierta forma, una respuesta a esos críticos. Porque para Pinker, el Progreso no solo es una anomalía natural, un proceso que desafía la segunda ley de la termodinámica y, ciertamente, gran parte de nuestros imperfectos aparatos cognitivos. Es, también, el resultado de la aplicación de una serie de valores morales y principios epistémicos a la satisfacción de nuestras necesidades como individuos y sociedades. Pero, por encima de todo, "En Defensa de la Ilustración" tiene un propósito superior y es constatar que el Progreso existe y es explicable. El autor canadiense ha abordado sin complejos esta fascinante cuestión tomando como base la evidencia empírica disponible, y lo ha hecho en oposición a los agoreros, los alarmistas y los progresófobos. Pero también con la honestidad intelectual necesaria para reconocer algunas de las lagunas y de los problemas aún sin resolver que ese proceso que defiende ha comportado. El resultado ha sido un libro vasto y complejo, rico en matices, objeciones, puntos de vista pero, sobre todo, datos. Muchos datos. Y es que puede que no se esté en todo momento de acuerdo con él, que se crea que sus posiciones requieran un último matiz, y de hecho ése es nuestro caso. Pero eso no es óbice para no reconocer que la labor de orfebrería empírica desarrollada en el volumen es titánica y que, más allá de discrepancias locales, su tesis general es una verdad como un templo. Razones más que suficientes para recomendar este libro con los ojos cerrados.

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