jueves, 3 de enero de 2019

(2016) Robert Harris - Cónclave



"Hermanos y hermanas míos, en el transcurso de una larga vida al servicio de nuestra madre Iglesia, permitidme deciros que el pecado que más he llegado a temer de todos es la certeza. La certeza es el enemigo mortífero de la tolerancia. Incluso Cristo titubeó al final. «¡Eli, Eli! ¿lemá sabachtani?», gritó en Su agonía cuando llevaba nueve horas en la cruz. «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» Nuestra fe es una entidad viviente por el preciso motivo de que camina de la mano de la duda. Si sólo conociéramos la certeza y no hubiera lugar para la duda, no existiría el misterio y, por lo tanto, no necesitaríamos la fe."

El 11 de febrero de 2013, Joseph Ratzinger, el Papa Benedicto XVI, decidía renunciar a su pontificado. Diecisiete días más tarde, el 28 de febrero, esa renuncia se hacía efectiva y se declaraba la sede vacante, con lo que comenzaban los preparativos para designar a su sucesor. El cónclave encargado de llevar a buen puerto esa labor se celebraría los días 12 y 13 de marzo. En él participaron ciento quince cardenales y concluyó tras cinco votaciones. El elegido, para sorpresa de todo el mundo, fue un cardenal argentino perteneciente a la Compañía de Jesús, el único de los reunidos en el cónclave perteneciente a esa orden, de nombre Jorge Mario Bergoglio. El Papa Francisco sería el primer Papa jesuita y el primer Papa latinoamericano. Casi nada.

A pesar de ser ateo y apóstata —disculpen las molestias, pero los que hemos apostatado encontramos absurdamente placentero decir que lo hemos hecho—, seguí con bastante interés lo que ocurrió en el Vaticano aquellos días. Por un lado, por las condiciones excepcionales en las que se produjo la sucesión, con la renuncia voluntaria del anterior pontífice, primera vez que ocurría algo así desde que Gregorio XII lo hiciera seiscientos años antes para dar fin al Cisma de Occidente. Lógicamente, con la renuncia de Ratzinger, se daría la circunstancia de que en la Iglesia Católica coexistirían dos Papas, el nuevo y el emérito.

Por otro lado, por la posible evolución de la Iglesia Católica sobre asuntos de índole moral y social. Se suele decir que los valores morales de occidente se fundamentan en la moral cristiana. Pero esa visión de las cosas suele obviar que hace siglos que la moral laica adelantó por la izquierda a la moral cristiana. No se trata ya de la fundamentación filosófica de la conducta moral, mucho más endeble si se la hace descansar sobre una entidad divina que reparte castigos de ultratumba que si se la hace descansar sobre el concepto de autonomía, como mostró Kant. Se trata de las prescripciones concretas realizadas hace miles de años y que hoy en día se mantienen por una cuestión de apego a la tradición y a la palabra revelada, a pesar de lo indigestas moralmente que le resultan al ciudadano laico del siglo XXI. La más llamativa quizá sea la negativa de la Iglesia Católica a tolerar el uso del preservativo como mecanismo de prevención contra las enfermedades de transmisión sexual. Pero la la imposibilidad de que las mujeres desempeñen el sacerdocio no se le queda atrás. La moral cristiana es un producto de un tiempo arcaico y constituyó una fuente de progreso en su momento, pero hoy en día está atrasada. La elección de un Papa con vocación de cambio, por tanto, siempre sería una noticia que sería bien recibida tanto por los ateos como por —quiero pensarlo— gran parte de las bases cristianas.

Y, por último, por el propio método de decisión, tan hermético. Durante los días que duró el cónclave, los periodistas especializados lanzaban sus quinielas sobre quién sería el elegido. La falta de información hacía que las tertulias televisivas y radiofónicas se llenaran de especulaciones sobre el sentido de cada fumata y lo que ello podía deparar de cara al resultado final. Naturalmente, todas esas quinielas y especulaciones estaban equivocadas. El elegido fue un cardenal con el que nadie contaba. Aunque la idea de mantener una opacidad total sobre el sentido de las votaciones que se producían en el cónclave tenía la finalidad de no minar la unidad de la Iglesia como institución, uno no podía evitar imaginarse oscuras conspiraciones e intercambios de favores entre los cardenales. Así que, si incluso para un no-cristiano la celebración de un cónclave siempre es interesante, no me quiero imaginar lo que debe de ser para un cristiano, especialmente si es católico. Precisamente de todo esto trata la novela que vamos a comentar hoy.

Y es que Cónclave, la penúltima novela de Robert Harris hasta el momento, no oculta sus intenciones: pretende mostrar desde dentro todo lo que ocurre en una de estas reuniones cardenalicias. O, al menos, aquello con lo que Harris se divierte imaginando que debe de haber, a saber: intrigas palaciegas, crisis de fe, presiones, tráfico de influencias... Puro House of Cards eclesiástico.

"Cónclave" es una novela escrita a mala leche desde el comienzo. No en el tono ni en la forma, y no ciertamente en la construcción de (todos) los personajes, pero sí en el fondo. Y es que Harris se empeña en recordarnos que sigue siendo el mismo autor que parió la magistral El Poder en la Sombra, donde a un escritor por encargo le adjudicaban la tarea de redactar la autobiografía de un ex-primer ministro del Reino Unido, el cual no era sino un remedo escasamente disimulado de Tony Blair. Como en aquella, en "Cónclave" no se le llega a nombrar en ningún momento, pero resulta muy evidente que el Papa que muere y que da lugar a la celebración del cónclave es Francisco. Como Bergoglio, el personaje de Harris fue elegido en su día tras cinco votaciones, se muda a vivir desde el Palacio Apostólico hasta un apartamento de la humilde casa de Santa Marta tras su nombramiento y quiere una Iglesia pobre. Blanco y en botella. Harris se permite incluso la licencia de adjudicar a su personaje dudas sobre la propia institución que preside. Lo dicho, Harris es un pequeño cabroncete: ha matado al Papa.

La historia que cuenta "Cónclave" es muy sencilla. Tras la muerte del sumo pontífice, se celebra un cónclave para designar a su sucesor. El cardenal Lomeli, protagonista del libro y decano del colegio cardenalicio, es el encargado de organizarlo, y a Roma se desplazan 118 cardenales desde todo el mundo para participar en él.

Lomeli es impasible, solemne y firme. Simpatiza con las corrientes progresistas dentro de la Iglesia Católica, pero su sentido del deber y de la posición tan delicada que ocupa en el engranaje del cónclave le hacen mantenerse neutral y no posicionarse públicamente. Y es por estas cualidades que Harris le escoge como protagonista: su temperamento incorruptible genera un contrapunto narrativo interesante al juego que alrededor de él se produce. Pero además, Lomeli tiene crisis de fe y es, en algún sentido, un cardenal existencialista. Cuanto más se aproxima al poder más se aleja de Dios y, al final, huye hacia delante aceptando precariamente que es la duda y no otra cosa lo que constituye el verdadero motor de su fe.

"Intentó convencerse de que la sensación de incapacidad que lo asolaba no era más que la demostración de la humildad con que debía obrar. Era el cardenal obispo de Ostia. Antes había sido cardenal sacerdote de San Marcello al Corso, en Roma. Antes, arzobispo titular de Aquilea. En todos estos puestos, pese a su carácter simbólico, desempeñó un papel activo, pronunciando homilías, celebrando misas y escuchando confesiones. Aún así, incluso un excelso príncipe de la Iglesia universal podía carecer de las habilidades más básicas de un sacerdote de pueblo cualquiera. ¡Ojalá hubiera disfrutado de la vida en una parroquia normal, siquiera durante un año o dos! No obstante, desde que fuera ordenado, el camino por el que orientó su servicio —primero como profesor de Derecho Canónico, después como diplomático y, por último, durante una breve temporada, como secretario de Estado—, en lugar de acercarlo, parecía haberlo alejado cada vez más de Dios. Mientras más arriba llegaba, más parecía apartarse el cielo de él. Y ahora le correspondía a él, precisamente a un ser indigno, guiar a sus compañeros cardenales en la elección del hombre que habría de guardar las llaves de San Pedro."

Pero no todos los personajes están tan bien desarrollados como Lomeli. Los aspirantes al papado resultan ser esquemáticos, carentes de contexto y un tanto vacíos. Está el tradicionalista, que resulta un tanto caricaturesco. O el progresista, epítome de la pusilanimidad. El pragmático que es maquiavélico... Y así podríamos continuar. Todos están cortados más o menos por el rasero de la ambición, comedida en unos casos, desmedida en otros. La sensación general es que se echan de menos más tonalidades de grises.

El ritmo de la novela es pausado y Harris da bastante importancia a los soliloquios de carácter moral y existencialista de su protagonista. Harris es un escritor competente y sabe hacer su trabajo, lo cual está bien. Pero la trama por momentos languidece y los acontecimientos más interesantes del relato se amontonan en el último tercio del libro. La sensación es de cierta precipitación, y aunque el desenlace es impactante y memorable, resulta poco creíble y un tanto fantasioso.

En definitiva, "Cónclave" es la novela con la que Robert Harris ha querido hacer su particular House of Cards ambientado en el Vaticano: una historia de cardenales conspirando por el poder tras la muerte del Papa. A pesar de las habilidades del autor inglés para tejer conspiraciones, "Cónclave" es una obra irregular, mezcla de grandes cosas y aspectos mediocres. Su personaje protagonista refleja de forma convincente las debilidades y fortalezas de seres que, a pesar de su elevada condición, no dejan de ser humanos. Pero el resto de cardenales resultan planos, insulsos y sin matices. La trama se desarrolla lentamente, y aunque tiene grandes momentos, en otros decae, lo que contrasta con su último tercio, donde los acontecimientos se precipitan en cascada. Su desenlace, a pesar de que es impactante y difícil de olvidar, es muy poco creíble. No es un libro que se haga pesado, en absoluto. Pero sí es un libro que deja una sensación agridulce, quizás demasiado. Harris puede hacerlo mejor.


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