viernes, 3 de julio de 2020

(2000) Dan Brown - Ángeles y Demonios




"La ciencia nos salvará, dicen ustedes. Yo digo que la ciencia nos ha destruido. Desde los tiempos de Galileo, la Iglesia ha intentado aminorar la velocidad de la marcha inexorable de la ciencia, a veces con medios descarriados, pero siempre con buenas intenciones. Aún así, las tentaciones son demasiado grandes para que los hombres opongan resistencia. Miren a su alrededor. No se han cumplido las promesas de la ciencia. Las promesas de eficacia y sencillez no han traído más que contaminación y caos. Somos una especie fracturada y frenética... que avanza por el sendero de la destrucción."

Leer a Dan Brown es como comerse una hamburguesa de alguna cadena de comida rápida: su prosa no sacia, aunque te incita a seguir leyendo. Y como esas hamburguesas, su contenido nutricional está descompensado. En cierta forma, los libros de Brown abusan del glutamato monosódico literario: son adictivos pero insatisfactorios en la medida en que rozan superficialmente asuntos que merecerían un tratamiento más profundo. ¿Es eso malo? No necesariamente y, en cualquier caso, depende de nuestros propios objetivos. No todo el mundo busca leer radiografías del alma humana ni sesudas obras de divulgación que pongan patas arriba nuestro acervo cultural y personal. Incluso quien lo busca, no lo hace todo el tiempo. Todos caemos en los placeres culpables. Porque una hamburguesa de vez en cuando no hace daño...

Abrir un libro de Brown y perderse en sus páginas implica privilegiar el valor del entretenimiento sobre todo lo demás. Esto, que es una obviedad, sin embargo, no siempre fue así. Todavía recuerdo con sonrisa aviesa las agrias polémicas auspiciadas por colectivos católicos tras la publicación de El Código Da Vinci. Mucha gente leyó el libro buscando encontrar algo que no tenía, y también mucha gente creyó encontrar en él algo que tampoco tenía. Aquel affaire nos demostró que una campaña de promoción potente aderezada con iconoclastas entrevistas en prensa y un prólogo calculadamente ambiguo podían constituir una de las mejores recetas para el éxito editorial. Que hablen mal de uno, pero que hablen. Por supuesto, aquella novela no se habría convertido en el superventas que fue si bajo el ruido mediático no subyaciese un producto de valor. A pesar de las críticas que recibió, Brown creó una obra en la que el suspense certero, el ritmo trepidante y unas efervescentes interpretaciones del arte y la mitología cristianas articulaban una narración que se devoraba sola. El autor norteamericano, que por aquel entonces era un desconocido (al menos en España), pasó, de la noche a la mañana, a mirar por encima del hombro a los Follet, Rawling y demás autores de altos vuelos en los top ventas mundiales. Fue precisamente al albor del cisne negro que constituyó su éxito, que en España empezó a distribuirse toda su obra anterior, entre ellas, la novela que vamos a comentar hoy.

Ángeles y Demonios narra la primera aventura de Robert Langdon en esto de desmantelar conspiraciones planetarias. Un bautismo de fuego que, por lo demás, parece otro día en la oficina de nuestro querido profesor de simbología, pues la sensación de déjà vu es constante si se han leído otras obras del autor: prólogo con asesinato escabroso, sectas, llamada intempestiva a altas horas de la madrugada solicitando los servicios de nuestro protagonista, sectas, una tecnología que podría destruir el planeta, sectas, una partenaire con la que se produce cierta tensión sexual, sectas... No es necesario entrar en más detalles, ni tampoco recomendable. Estos libros se disfrutan más cuanto menos sepamos de ellos.

Confieso que la lectura del libro me ha resultado amena y entretenida, aunque no siempre por las razones que uno esperaría. Sí, ahí están la intriga, el ritmo frenético (como es habitual, todo el relato transcurre en un puñado de horas) y cierto infodumping redituable en una partida de Trivial. Pero algunos de los elementos de la trama están cogidos con alfileres, la cháchara pseudofilosófica, así como el debate entre ciencia y religión, transitan por el vasto país de Superficialistán, y hay situaciones rocambolescas que llevan a cuestionarte por la heurística de la creación de Brown, es decir, si esa solución que estás leyendo a determinada situación planteada por la trama es uno de los vectores fundamentales del esquema de la obra o una solución obtenida precariamente durante la marcha. Porque llega un momento en el desarrollo del libro en el que te percatas de que cualquier cosa es posible, de que Brown ha construído un edificio literario tan inverosímil que aunque lo pongas del revés las cosas no se caen. Lo cual no es necesariamente malo, ni mucho menos. Pero tampoco bueno porque ocurre demasiado a menudo... También hay fragmentos ridícula y divertidamente mal escritos, como el siguiente:

"Desde los escalones superiores de una galería ascendente de la Gran Pirámide de Gizeh, una joven rió y le llamó.
—¡Date prisa, Robert! ¡Sabía que hubiera tenido que haberme casado con un hombre más joven!
Su sonrisa era mágica.
El hombre se esforzó por acelerar el paso, pero sentía las piernas como si fueran de piedra.
— Espera —suplicó—. Por favor...
A medida que subía, su visión se iba haciendo más borrosa. Sus oídos martilleaban. ¡He de alcanzarla! Pero cuando volvió a levantar la vista, la mujer había desaparecido. En su lugar había una anciana desdentada. El hombre bajó la mirada, y en sus labios se dibujó una mueca de soledad. Después lanzó un grito de angustia que resonó en el desierto.
Robert Langdon despertó de su pesadilla sobresaltado. El teléfono de la mesita de noche estaba sonando.
"

Brown te calza este fragmento al inicio del libro, tras el prólogo. Es su forma de presentar a su personaje protagonista. Semanas después de haber acabado la novela, todavía sigo tratando de descifrar su significado: ¿es una alusión a la crisis de la mediana edad o, tal vez, una especie de homenaje al existencialismo filosófico, marca Hacendado? ¿Y quién es esa señora desdentada que tanto horror metafísico causa a nuestro querido Robert? ¿Es una metáfora de la muerte, de la decrepitud de la existencia, un recordatorio de nuestro implacable horizonte común compartido? ¿Qué trata de decirnos Dan aquí? Es difícil contestar a estas preguntas cuando se carecen de elementos de juicio para valorarlas: el asunto no se retoma en las más de seiscientas páginas que vienen a continuación y que dura la obra. Así que su inclusión en el relato es, por lo demás, un completo misterio (que, me temo, no obedece esta vez a ninguna conspiración...).

Pero que no os desorienten estas líneas: estoy siendo bastante malvado (y disfrutando de ello, para qué negarlo...). A pesar de sus arbitrariedades, sus inverosimilitudes, su discutible arquitectura interna y todos los pequeños errores que salpican el libro aquí y allá, Ángeles y Demonios, cuando no te mantiene expectante, consigue hacerte reír a mandíbula batiente. No por motivos por los que un autor podría sacar pecho, pero lo consigue. El libro se devora. Y se devora porque cuando el libro es bueno, cumple. Pero cuando es malo, sencillamente es mejor...


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