"Había una sola cosa que protegiera al hombre de la locura: la incertidumbre. La vida de un condenado a muerte, que sabe que al cabo de un año será ejecutado, la vida de un enfermo terminal, a quien los médicos han comunicado ya cuánto tiempo le queda, se diferencian de la de un hombre normal en un único aspecto: los unos saben más o menos cuándo van a morir, mientras que los otros permanecen en la incertidumbre, y por ello creen que podrían vivir para siempre, aunque no se pueda descartar la posibilidad de morir al cabo de un día en un accidente. No es la muerte lo que es terrible. Lo terrible es esperarla."
Hay algo fascinante en la irrupción de los escenarios postapocalípticos en el arte contemporáneo. Ya sea a través de películas, videojuegos, novelas o discos de música, el "día después" del fin del mundo sigue subyugándonos como cualquier otra idea difícilmente pueda hacerlo. Ya sea por invasiones alienígenas, catástrofes nucleares, guerras bacteriológicas, conflagraciones mundiales a gran escala o catástrofes medioambientales producidas por la mano del hombre, el qué ocurrirá después de cualquiera de esos sucesos despierta en nosotros una mezcla de temor, incertidumbre y morbo. En cierta forma, el interés viene dado por la amenaza latente que las sociedades contemporáneas, tan avanzadas y al mismo tiempo tan frágiles ellas, incorporan en sí mismas como el germen de su propia autodestrucción. La aplicación de la ciencia a la tecnología, y ésta a los sistema de producción de las sociedades modernas, ha tenido como resultado la aceleración de los procesos históricos, cuya fuerza centrífuga puede hacernos sentir vértigo si despegamos la vista del horizonte que tenemos enfrente. Si además, como sostenía Rousseau o Adorno, constatamos que la propia idea de Progreso tecnológico o instrumental no va ligada a la de Progreso en sentido moral, tenemos en nuestras manos los mimbres necesarios para construir la Catástrofe.
La Catástrofe, entendida como aquel suceso que destruye el orden económico, político, tecnológico y social y que, por tanto, destruye la propia civilización, supone una amenaza que ha estado presente durante los últimos setenta años de una forma demasiado vívida en el imaginario colectivo. La causa de ello es que durante los treinta y cinco años anteriores la humanidad ya tuvo la oportunidad de asomarse al abismo dos veces, y lo que vio allí fue desolador. Producto de ello hemos desarrollado una especie de instinto de supervivencia colectivo que nos alerta de los peligros con mayor insistencia ante cualquier riesgo que se nos antoje próximo. Por supuesto, la percepción, aún teniendo un componente objetivo, es materia subjetiva y, así, durante los años 60 unos percibieron claramente la guerra nuclear como posible corolario de la Guerra Fría y, ahora, otros ven la destrucción de las sociedades occidentales como desenlace inevitable del ataque de la Yihad. Distintos prismas desde los que contemplar la realidad que pueden converger o no. Pero por ello mismo, también ha habido otras amenazas que han pasado por debajo del radar de las sociedades contemporáneas por ser, tal vez, amenazas de baja intensidad. Tales pueden ser una hipotética rebelión de las máquinas o una invasión extraterrestre. Amenazas que de tan poco probables (o directamente implausibles) no nos tomamos en serio excepto como mero ejercicio especulativo.
Es precisamente el componente especulativo de las Catástrofes lo que hace que el género Postapocalíptico sea tan fascinante. En él ponemos a prueba, cuál experimento mental, los cimientos de nuestras propias sociedades. Y lo hacemos a través de simulaciones de lo que Hobbes, Locke y Rousseau tendían a llamar el Estado de naturaleza —esto es, la situación primigenia previa a cualquier tipo de contrato social, por mínimo que sea—. Con ello examinamos la naturaleza humana en ausencia de las estructuras y los códigos sociales y, que duda cabe, pocas cosas resultan más fascinantes que adentrarse en las profundidades de la mente humana cuando ésta se nos presenta despojada de todo atavío. Naturalmente, esta clase de experimentos mentales, en tanto que no son empíricos, siempre encierran una petición de principio inexcusable, hablándonos más de la visión que de la naturaleza humana tenga quien los formula, que de la propia naturaleza humana en sí. Sea como fuere, siguen siendo visiones profundamente interesantes —quizá demasiado interesantes para el verdadero contenido explícito que nos presentan— dentro de las cuales puede englobarse la novela que hoy vamos a comentar.
"¿Comprendéis quién fue el culpable? ¿Quién sabe el nombre de los hombres que al pulsar un botón extinguieron la vida de cientos de millares de seres humanos? ¿Que transformaron bosques llenos de verdor en desiertos abrasados? ¿Qué habéis hecho con este mundo? ¿Con mi mundo? ¿Cómo osasteis haceros responsables de su aniquilación? ¡La Tierra no ha conocido jamás un mal tan grande como el de vuestra maldita civilización de las máquinas, una civilización que opuso mecanismos sin vida a la naturaleza!"
Metro 2033 es una novela que se hizo bastante popular hace unos años en algunos foros de Internet. Su autor, Dmitry Glukhovsky, la publicó en su propia página web en régimen de acceso libre y abierto para que cualquier usuario pudiera leerla. Esa política de publicación, tan típica hoy en día para los escritores noveles que ansían asomar la patita en un mundo, el editorial, a menudo demasiado refractario a la novedad, no era tan común entonces. Glukhovsky asumió un riesgo y a cambio obtuvo aquello que buscaba: el boca a boca favorable entre la comunidad de Internet y su consolidación dentro del underground literario.
Metro 2033 nos sitúa en un Moscú bajo un invierno nuclear causado por una guerra producida veinte años antes de la que desafortunadamente conocemos pocos detalles. Los supervivientes decidieron resguardarse de la radiación en las profundidades de la red de metro y a duras penas sobreviven sin las comodidades del mundo moderno. Además, la convivencia se ha atomizado y las distintas comunidades de supervivientes se han organizado en distintas ciudades-Estado a lo largo y ancho de la extensa red de estaciones del metro moscovita. Estas Ciudades-Estado a menudo cuentan con filosofías claramente contrapuestas acerca de cómo preservar el orden interno y externo en sus comunidades, lo que sin duda genera toda una fuente de conflictos y tensiones entre ellas. Por si fuera poco, los escombros de la humanidad han de hacer frente a una amenaza foránea. En los confines de la red de metro se han registrado avistamientos de una especie mutante de carácter antropomórfico, conocida como los Negros (en la versión del ebook a la que he tenido acceso se les denomina "Negros", mientras que en el videojuego de 2010 se les denomina "Oscuros"). Estos mutantes han causado estragos entre las poblaciones limítrofes de la red provocando muertes y repentinos estallidos de locura.
El protagonista de la novela es Artyom, un joven nacido en la antesala de la catástrofe nuclear que ha vivido toda su vida consciente bajo el orden nacido tras el apocalipsis. Con apenas unos meses de vida es rescatado de las ratas por un militar, Shukov, que, desgraciadamente, no puede hacer nada por salvar la vida de su madre. Desde entonces, Shukov, que se hace cargo de él y se convierte en una especie de tutor o padre adoptivo, lo integra en la Estación VDNJ de la que con los años el joven Artyom pasa a formar parte de su sistema de seguridad. Un día llega a la estación un extraño, un tal Hunter, que dice pelear contra la amenaza de los Negros/Oscuros. Hunter convence al joven chico para que emprenda un viaje con el objetivo de avisar a la Estación Central, la Polis, de la amenaza que se ha desatado en una estación cercana en la que los Negros/Oscuros han causado estragos, no habiendo sido posible sellar la Estación y reprimir la amenaza, reclamando así ayuda para que el peligro quede contenido. A partir de entonces, seremos compañeros de viaje de Artyom a través de muchas de las Estaciones del metro moscovita y seremos testigos de su proceso de aprendizaje y maduración. Así pues, algunas de las claves de Metro 2033 remiten a la novela postapocalíptica, mientras que su núcleo irradiador responde a la bildungsroman o novela de formación.
Uno de los aspectos más fascinantes de la novela y que harán sentir al lector en un constante estado de intranquilidad es la atmósfera que Glukhovsky es capaz de recrear a lo largo de la red de Metro. Algunas veces este desasosiego será producido por la amenaza oculta de los Negros/Oscuros o por las sombras y ausencia de luz del entorno que anuncian su presencia. Otras veces por la particular amenaza que algunas Estaciones traen de suyo a través de su particular forma de organizarse. Todo ello será presentado a través de una red de metro en la que es preciso que el lector se detenga un momento en Internet si no la conoce para apreciar su radiante majestuosidad. Y es que el Metro de Moscú supone un escenario harto original planteado como escenario postapocalíptico, algo así como la materialización arquitectónica del sueño de la razón. En ese sentido, el lector residente en la capital rusa jugará con la ventaja de conocer las ubicaciones y las distancias o el diseño artístico de cada estación para hacerse una composición de lugar lo más precisa posible. Detalles, estos, en los que Glukhovsky no se prodiga, dándolos por sentado —en mi opinión, acertadamente— y en los que el lector debería detenerse si quiere exprimir mejor la experiencia.
Conectado con lo anterior, resulta muy interesante el archipiélago ideológico compuesto por las distintas estaciones que Glukhovsky ha confeccionado. Así, visitaremos una estación trufada de motivos nazis y cuyos miembros profesarán el odio al extranjero mientras enarbolan la bandera del IV Reich. También seremos testigos de un renacimiento de las ideas comunistas en otra Estación. En realidad, las aproximaciones que realiza el autor en este sentido pueden resultar convencionales pero no por ello resultan menos apropiadas en el contexto de la acción.
"¿Qué te importa que yo, o los otros sacerdotes, creamos o no en ellos? De todos modos, te quedan un par de horas de vida. Te voy a contar una cosa. La mayor sinceridad es la que uno se puede permitir con el que enseguida se irá a la tumba con todos sus secretos... Lo que yo crea no importa. Lo que sí importa es lo que crean los hombres. No es fácil creer en un Dios que uno mismo ha creado..."
No obstante, hay que precisar que Metro 2033 no es una novela de Terror, a pesar de lo sugerido unas líneas más arriba. El desasosiego que produce a menudo es fruto, no tanto de los recursos que el autor obtiene del género de Terror, como de una muy particular vivisección psicológica a la que Glukhovsky somete a sus personajes. En ellas podemos presenciar el característico temperamento ruso, que a pesar de todas sus multiplicidades de formas de presentación, se nos manifiesta a través de una espiritualidad agnóstica y claramente escéptica —sirva de ello la cita del párrafo inmediatamente anterior que evoca las líneas del San Manuel Bueno, mártir de Unamuno— y que entronca con grandes personajes de la literatura rusa más clásica.
En ese sentido, una de las peculiaridades que tiene el libro es que uno de los personajes menos fascinantes acaba resultando su protagonista. Puede que esto sea así por crecer en un entorno que es natural para él pero para nosotros y para la mayoría de personajes con los que se topa no, puede que por encontrarse con una personalidad no del todo definida, pero el personaje de Artyom resulta de los más planos de la novela. Sí, hay una evolución en el personaje, un proceso de maduración. Pero es que, simplemente, a lo largo de la novela hay personajes que captan nuestra atención de una manera más intensa. Intencionado o no, de todas formas, la idea funciona en tanto que consigue hacer que el lector mantenga un pie en tierra firme. No obstante, por nuestra parte, hubiéramos preferido que Glukhovsky hubiese asumido más riesgos en la construcción de su personaje principal. Su propuesta es coherente con el mundo que nos presenta, pero no tan apasionante como quizá podría haber sido.
Al mismo tiempo la novela adolece de un defecto que puede resultar algo molesto para algunos. Metro 2033 posee un ritmo notablemente irregular. Esta irregularidad no se manifiesta tanto en el tono de la narración, el cual es bastante uniforme, sino en la tensión narrativa. La novela compagina momentos verdaderamente intensos, ya sea por la presentación de ciertos hechos, la narración de ciertas conversaciones o el análisis de ciertos pensamientos, con otros donde el interés tiende a evaporarse y que, a menudo, atañen al núcleo de la trama. Y no es un problema menor. Por fortuna, Glukhovsky sabe terminar con buen pie el libro y dejar al lector con ganas de más.
Con todo, Metro 2033 es una más que aceptable novela ambientada en el marco de un escenario postapocalíptico incomparable. La capacidad de sugestión del metro moscovita resulta tan fascinante como temible, y los personajes que pueblan sus páginas acaban siendo especímenes de una fauna cuyo medio vital ha sido erradicado. Las toneladas de escepticismo espiritual que inundan la novela confieren a ésta el tono y el enfoque adecuado, y solo son ensombrecidas por un desarrollo de la trama en ocasiones irregular, así como por una construcción psicológica de su personaje protagonista que resulta un tanto timorata y pacata. No obstante, sus sombras no esconden sus virtudes, y un desenlace más que satisfactorio, retomando el pulso y dejando el interés por todo lo alto hacen el resto.
No me gustaría acabar esta reseña sin hablar brevemente del videojuego inspirado por esta novela y que lleva por título el mismo nombre que el libro que hoy nos ocupa. En primer lugar, porque lo considero una obra maestra de los híbridos entre FPS y survival horror (S.T.A.L.K.E.R.: Shadows of Chernobyl, Call Of Cthulhu: Dark Corners of Earth, Condemned, etc.) y por tanto un videojuego absolutamente recomendable. En segundo lugar, y directamente relacionado con el punto anterior, porque la atmósfera que es capaz de recrear es espeluznante y, por tanto, la inmersión con la que es capaz de obsequiar al jugador es digna de ser experimentada. Pero sobre todo me gustaría comentar la principal diferencia entre la aproximación literaria y la jugable porque, aunque ambas comparten una misma premisa argumental y comparten personajes, ubicaciones y trasfondo, el libro de Glukhovsky no es un libro de terror al uso—por más que en alguna ocasión tire de recursos del género y exista una cierta sensación de desasosiego durante su lectura—, mientras que la obra de 4A Games es uno de los principales baluartes del género en ordenadores y consolas. Por ello, ambas propuestas, lejos de ser redundantes, resultan compatibles y recomendables para aquellos que habiendo disfrutado de una de ellas, quieran profundizar en el universo materializado en la otra. Así pues, sea expuesta la recomendación cruzada sobre el tapete.
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