domingo, 14 de abril de 2019

(1985) Orson Scott Card - El Juego de Ender



En la antigua Esparta, los niños al nacer eran sometidos a un exhaustivo estudio que determinaba su supervivencia más inmediata. Si los bebés mostraban algún tipo de tara física o mental eran asesinados, mientras que si eran fuertes y sanos eran devueltos a las familias para su crianza. A los siete años, los niños eran despojados de sus familias y entregados al Estado para su adiestramiento físico. Los niños espartanos se integraban en unidades militares infantiles y eran endurecidos a través del ejercicio físico y la lucha. Cuando cumplían los veinte años, ingresaban en el ejército. Y a los treinta, se licenciaban pasando a desempeñar puestos en la sociedad civil. El rigor y la férrea disciplina eran los valores más importantes de aquel pueblo. La sociedad espartana era eugenésica en un sentido que a las mentalidades contemporáneas nos resulta moralmente repugnante. Y su énfasis en la militarización tanto de la vida pública como de la privada nos evoca algunas de las imágenes más oscuras del siglo pasado. Además, nuestra imagen del pueblo espartano siempre ha estado condicionada por nuestra imagen del pueblo ateniense. El hecho de que en la sociedad ateniense floreciesen las artes y las ciencias, la democracia y la filosofía, ha hecho que hayamos tratado a Esparta de forma menos condescendiente que a otros pueblos antiguos. Si unos podían, por qué no los otros. A pesar de que entre los admiradores del pueblo espartano se encuentren figuras tan dispares como Platón, Rousseau, Hitler o Frank Miller, todos estos factores han hecho que en un hipotético concurso de popularidad de civilizaciones antiguas, Esparta haya acostumbrado a no salir demasiado favorecida. Sin embargo, la Historia siempre es más complicada.

La Antigua Grecia fue un yermo desde el punto de vista de la abundancia de recursos naturales. Pero este estado de cosas no desembocó en una estrategia uniforme de desarrollo económico en las distintas ciudades-Estado. Si Atenas floreció al calor de las relaciones comerciales con otros pueblos mediterráneos merced a su privilegiada ubicación geográfica, sobreponiéndose al estado natural de escasez, Esparta optó por el aislamiento y la autarquía. Pero ese hecho no fue una decisión totalmente voluntaria. La accidentada orografía de Esparta tuvo mucho que ver. Los montes Parnón y Taigeto, si bien dificultaban —por su encarecimiento— la creación de rutas comerciales con otras ciudades, dotaban a Esparta del paisaje perfecto para configurar una sociedad dirigida hacia la guerra. Ésa era, en verdad, su ventaja comparativa en la lucha por los recursos.

Tendemos a entender el carácter de los pueblos —a través de sus sistemas de gobierno, su organización social y los valores morales y culturales imperantes en sus respectivos senos— como el resultado de una serie de decisiones conscientes, libres y autónomas. Pero a menudo fallamos al comprender esa serie de decisiones como el resultado de la acción de un conjunto de fuerzas sobre las que se tiene escaso o nulo control. En último término, esas fuerzas contribuyen a definir el carácter de los pueblos tanto o más que las preferencias en abstracto sobre la constitución de su ser. Esparta es un ejemplo, pero las sociedades occidentales actuales también lo son. No niego que los Derechos Humanos, los códigos civiles y las conquistas sociales de las sociedades occidentales contemporáneas no integren un componente deliberativo y racional producto de una evolución que ha durado siglos de sucesivo perfeccionamiento moral (aunque éste no haya sido lineal). Pero a menudo obviamos que las condiciones de posibilidad de nuestras sociedades democráticas descansan tanto en ese proceso filosófico-histórico de perfeccionamiento moral como en sus condiciones materiales efectivas. Dicho de manera sintética: dónde hay escasez de recursos, es difícil que florezcan las virtudes morales. Y yendo más allá: la escasez de recursos impone sus propias virtudes morales. Son, en efecto, los valores que contribuyen de manera más eficaz a la obtención de la victoria en el estado de cosas más natural: la guerra. Porque la escasez conduce irremediablemente a la guerra.

La sociedad espartana fue un caso paradigmático de optimización de las potencialidades de un pueblo de acuerdo a las restricciones que imponía el medio natural. Sus costumbres nos resultan repulsivas hasta que comprendemos la necesidad de su adopción. Pero ninguna sociedad está a salvo de adoptar una deriva como la que asumió el pueblo espartano. Ni siquiera las sociedades contemporáneas. Porque ninguna sociedad está, dado el actual nivel de desarrollo tecnológico, a salvo de la escasez. Una catástrofe medioambiental o una guerra a la escala suficiente y todas nuestras conquistas pueden llegar a evaporarse. Puede que la probabilidad de ocurrencia de un evento de la magnitud requerida para revocar todas nuestras conquistas tienda a cero, pero la posibilidad de su existencia no es imposible. Tan solo poco probable.

Uno de los aspectos que más me ha gustado de El Juego de Ender (premio Hugo 1986) ha sido el desarrollo de un contexto histórico compatible con la adopción de un sistema social que, como el espartano, nos resulte repulsivo. O mejor dicho: que nos resulte repulsivo hasta que comprendamos la necesidad de su existencia.

El Juego de Ender se ambienta en el año 2070. La humanidad se haya en guerra contra una raza extraterrestre, los insectores, que trataron de colonizar unas décadas antes el sistema solar. Para hacer frente al enemigo, las distintas naciones de la Tierra se aliaron formando un ejército común, la Flota Internacional. Tras dos intentos de invasión por parte de los insectores, la humanidad se encuentra a la expectativa de otra posible conflagración. Pero, paralelamente, la alianza internacional tiene los pies de barro. La Tierra se haya dividida en dos bloques herederos de la guerra fría y su unión frente a la amenaza extraterrestre parece ser meramente coyuntural. Además, la superpoblación mundial ha impuesto la adopción de medidas de control de la natalidad: solo se permiten dos hijos por pareja. En estas circunstancias, la Flota Internacional ha desarrollado un programa de reclutamiento de niños con el objetivo de seleccionar entre los más brillantes e inteligentes a los elegidos para luchar en una hipotética tercera invasión. Andrew "Ender" Wiggin es uno de esos niños. Pero Ender no es un niño cualquiera, es un "tercero". Fue engendrado con el permiso del gobierno después de que sus dos hermanos mayores, genios ambos, fueran candidatos a ser seleccionados por la Flota Internacional y con la promesa de que el gobierno vendría cuando cumpliese los seis años para llevárselo a la Escuela de Batalla, una academia militar cuyo objetivo es instruir a los futuros combatientes de la Flota Internacional.

"«He mirado en la biblioteca, he consultado libros en mi consola. Libros antiguos, porque no nos dejan ver nada reciente, pero me he hecho una idea de los que es un niño, y nosotros no somos niños. Los niños pierden de vez en cuando, y a nadie le preocupa. Los niños no están en escuadras, no son comandantes, no mandan a más de cuarenta chicos, eso es más de lo que un niño puede soportar sin volverse loco.» "

El grueso del libro se desarrolla en la Escuela de Batalla. En ella, la tutela adulta es prácticamente inexistente y todo está diseñado para potenciar las capacidades y la toma de decisiones de los infantes, en un clima de autogestión y autonomía individual. Pero la convivencia no es armónica. Las rencillas, los piques y las envidias afloran en un contexto de competencia desaforada. Procesar y hacer frente a las frustraciones resultantes de la convivencia es algo que también forma parte del adiestramiento. Y superar el acoso infantil resultante de esas circunstancias es también parte del proceso de formación de los cadetes. Porque, más allá de los exámenes, las pruebas militares y los juegos de estrategia, cada uno de los aspectos de esa institución tan especial que es la Escuela de Batalla, hasta los más insignificantes, están diseñados para constituir una prueba de valía dentro de un proceso de selección carente de toda piedad. Una especie de mano invisible smithiana, pero en el terreno militar. Las reminiscencias de la agogé espartana son palpables, y termina por conmover las condiciones deshumanizadoras en las que se produce el adiestramiento. Valores como la cooperación o el apoyo mutuo carecen prácticamente de toda relevancia. Los niños son condenados a no ser niños. Puede que estas ideas no nos resulten nuevas. Ahí están  La Chaqueta Metálica o, con un enfoque marcadamente más humanista, Starship Troopers. Pero a diferencia de esas obras, los protagonistas de El Juego de Ender son solo niños. Niños muy pequeños. Y Orson Scott Card no escatima recursos para reflejar la crueldad y brutalidad del ecosistema tan particular en el que se desarrolla la acción.

En este contexto es en el que se nos presenta al personaje protagonista, Andrew Wiggin. Card construye un personaje con una psicología fascinante. Ender es un genio que bate todos los registros de precocidad. La velocidad con la que va quemando etapas es motivo de admiración y recelo entre los demás. Pero Ender, más allá de sus habilidades extraordinarias, es especial en otro sentido. Es especial porque reúne la determinación necesaria para vencer a sus rivales al tiempo que posee la comprensión necesaria para sentir piedad y compasión por ellos. Y porque una cualidad no se entiende sin la otra. Ambas se retroalimentan siendo cada una condición de posibilidad de la otra. Card se sirve de la psicología de los hermanos de Ender para construir la de su personaje protagonista. Mientras que Peter es un megalómano y un sociópata aparentemente incorregible, Valentine es empática y comprensiva. Ender es la intersección entre ambas personalidades. Y aunque quizá no sea el recurso narrativo más brillante y fino de la novela, termina por funcionar.

"—No me digas «No, Ender ». He tardado mucho tiempo en darme cuenta de ello, pero créeme, me odiaba, me odio. Y todo se reduce a esto: en el momento en que entiendo verdaderamente a mi enemigo, en el momento en que le entiendo lo suficientemente bien como para derrotarle, en ese preciso instante, también le quiero. Creo que es imposible entender realmente a alguien, saber lo que quiere, saber lo que cree, y no amarle como se ama a sí mismo. Y entonces, en ese preciso instante, cuando le quiero...
—Le vences.
—No, no lo entiendes. Le destruyo. Hago que le resulte imposible volver a hacerme daño. Lo trituro más y más hasta que no existe."

Uno de los problemas de adoptar a un personaje aparentemente infalible y de inteligencia portentosa era la posibilidad de repeler a la audiencia. Cuando las cualidades de un personaje son tan exageradas, se corre el riesgo de ejercer una fuerza refractaria sobre el interés del lector, que acaba por adoptar una postura pasiva ante el personaje. Sin embargo, la compleja personalidad de Ender es utilizada por Card para dibujar un personaje poliédrico que consigue captar nuestro interés. Ender, lejos de ser un personaje plano, y a pesar de su poderosa inteligencia (o precisamente a causa de ella), reflexiona, duda y se cuestiona a sí mismo en todo momento. Y el lector no puede si no realizar idéntico ejercicio consigo mismo, estableciendo la complicidad necesaria con el personaje. Además, Card se sirve de la psicología de su protagonista para esbozar una serie de dilemas éticos de amplio calado. La novela está trufada de reflexiones que adoptan la forma de aporías sobre la muerte, el sentido de la victoria y la derrota, la madurez, los límites éticos de la educación, la autoridad, el acoso infantil, la amistad o la infancia.

Precisamente es en torno a la infancia donde se articula una de las grandes virtudes del libro como ejercicio literario. Toda la novela se articula en torno a unos personajes que no son más que niños. Sin embargo, lejos de comportarse como tales, actúan y reflexionan como adultos. El Juego de Ender puede parecer una novela juvenil, pero las preocupaciones que se reflejan en sus páginas están muy lejos de ser las que por edad deberían corresponder a sus protagonistas. Con ello, Card expande las fronteras de su público objetivo. Y nosotros se lo agradecemos.

No obstante, no todo es un cuento de vino y rosas en la novela de Card. Los pasajes que describen las maniobras en el juego que se realiza en gravedad cero acaban resultando tediosos. Sirven para demostrarnos la habilidad de Ender para encontrar nuevas tácticas y estrategias en su proceso formativo, pero no siempre resultan todo lo claros que sería deseable, incurriendo en cierta dificultad para ser seguidos, cuando no de adolecer de cierta sensación de subrayado. Tampoco le he encontrado demasiada verosimilitud a la trama que Card enarbola alrededor de las figuras de Locke y Demóstenes en el terreno geopolítico (aunque sospecho que en futuros episodios de la saga cumplirán una función protagónica). Y, por si fuera poco, la prosa de Card resulta irregular, tornándose apresurada unas veces y fría y carente de emoción en otras.

Aunque está lejos de obtener una victoria incontestable, El Juego de Ender se revela como una notable indagación sobre la psique humana, la niñez, la autoridad y la muerte. Card es capaz de construir un personaje escindido entre su naturaleza física y su naturaleza intelectiva y apresarlo en un ecosistema cuya perversión intrínseca solo es comparable a su eficacia para obtener los resultados deseados. El Juego de Ender nos habla de la deshumanización del ser humano presentándonos un contexto que nos hace comprender la necesidad de esa deshumanización. Y, a pesar de todo, la novela tiene un fuerte componente humanista y contestatario, porque, como diría Ender, es imposible entender realmente algo sin amarlo al mismo tiempo, aunque, en ese preciso instante, cuando lo amas, estés en condiciones de destruirlo...


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