viernes, 5 de mayo de 2017
(1997) Fernando Lázaro Carreter - El dardo en la palabra
"Yo sé que tratar de estas cosas ahora es como predicar la bula de Cruzada, y más si el sermón es de un académico (por definición carroza). Tengo la certeza, sin embargo, de que lo viejo y decrépito y chocho, en materia lingüística, es el no hacer nada de unos políticos, y el mucho hacer demente de otros, profesionales o aficionados. Quizá llegue un día en que un partido —¿cuál?; en Francia han sido los de izquierda— inscriba en su programa la igualdad de oportunidades idiomáticas de los ciudadanos, el ideal de que todos participen de la lengua común en su mejor nivel. Ese día habrá nacido en España una idea joven."
Siempre me ha hecho gracia eso de la RAE; una institución ciertamente contradictoria, sin duda. Por un lado, brega contra la naturaleza propia de la lengua, pues fija y da esplendor propinando dentelladas allí donde la creatividad de los usuarios del idioma toma el protagonismo. Asimilo su labor a la del drenador de océanos o el reparador de mecheros desechables, en una conducta totalmente desesperanzada. Digo esto porque la cualidad esencial de todo lenguaje natural es el cambio. Las lenguas son los guantes que nos enfundamos los seres humanos para tratar entre nosotros. Esa comunicación responde a deseos e intereses que cambian con el paso del tiempo, y en la medida en que éstos cambian, también lo hace su vehículo expresivo. El lenguaje cambia porque la realidad cambia y, a veces, incluso la realidad cambia porque el lenguaje así lo hace. Es una dinámica incontrolable. Pero la RAE tiene cierto afán de control, si no en la totalidad de la gran charca que es el Castellano, si al menos en algunas de sus orillas. En la medida de sus posibilidades, es ese granjero que trata de ponerle puertas al campo. Lo cual ya de por sí tiene un cierto aire patético.
Pero al mismo tiempo, la RAE también trata de reflejar los cambios que se producen naturalmente en el idioma. Si una palabra aparece en el diccionario, es porque se usa o ha sido usada. Y si una palabra se usa y no se ve reflejada en nuestro diccionario, si se sigue usando, tarde o temprano aparecerá. Aquí la RAE se parece más a un reportero o un cronista que va dejando constancia de lo que ocurre y que a menudo se ve obligado a describir muchas cosas de las que no le gustaría tener que hablar, pero que como buen periodista, está en la obligación de hacerlo.
Por tanto, en la RAE acaban revueltas una faceta normativa y otra descriptiva que tienen difícil acomodo la una con la otra, un poco como en esa serigrafía de M.C. Escher en la que una mano dibuja a otra mano que a su vez dibuja a la primera. Solo que sustituyendo las plumas por gomas de borrar. A fin de cuentas, el sendero que va trazando una de ellas es sistemáticamente boicoteado por la otra. ¿Cómo, si no, se entienden la admisión de ciertos palabros como jonrón (de home run), conceto (por concepto) o cederrón (de CD-ROM)? ¿Quién demonios escribe así? Es con ejemplos como esos cuando empiezas a sospechar que una división de asuntos internos sería necesaria en la RAE para tratar de frenar la abierta guerra civil que parece estar produciéndose en su seno. Por favor, ¿es que nadie va a pensar en los niños?
No me tomen muy en serio porque estoy exagerando. Las facetas descriptiva y normativa de la RAE, en ocasiones, entran en conflicto. Pero la inmensa mayoría del tiempo no es así. Ambas discurren por senderos que la mayoría del tiempo ni se rozan. Además, la RAE no solo sanciona cuestiones lexicográficas, sino también gramaticales. Y realiza recomendaciones de estilo, que siempre son muy valiosas. Vamos, no se metan con ella, abusones.
"Los rodeos perifrásticos del tipo reseñado, mejor dicho, su abuso, no corresponden al genio de nuestra lengua; quienes los emplean deberían esforzarse en evitarlos por completo, en emplearlos con tiento: que no jubilen los verbos simples. Y cuando los utilizan, sería muy aconsejable que no cometieran disparates. Hay uno que pulula por doquier, y que registro dos veces en un periódico de hoy. Una noticia da cuenta de un atraco: «tres individuos armados hicieron acto de presencia en una sucursal bancaria, y se llevaron dos millones de pesetas». Otra asegura que durante una manifestación pacífica de unos obreros, al policía no hizo acto de presencia. Está claro que ambos redactores, amiguísimos del meandro, han querido evitar los llanos verbos presentarse, aparecer u otro cualquiera que allí hiciera buen papel. Lo de acto de presencia les resultaría más fino, más culto, infinitamente más actual."
Uno de los grandes defensores de la institución fue Fernando Lázaro Carreter. Tuteló el sillón R durante más de treinta años y dirigió la Academia durante siete. Además, desde 1975 no faltó a su cita con su columna periodística, primero en el diario Informaciones y después en otros como ABC o El País. En ella, acostumbraba a enmendar la plana a quienes con sus dislates emborronaban el Castellano. El dardo en la palabra constituye, así, una recopilación de sus artículos publicados en prensa desde 1975 hasta 1996. Hablamos de más de doscientos artículos publicados a lo largo de veintidós años. Casi nada.
Los dardos lanzados por Lázaro Carreter son de todos los colores. Muchos de ellos critican la asimilación de términos de otras lenguas cuando ya existe en Castellano una palabra para designar la acción o cosa. No se critican las asimilaciones útiles, aquellas que permiten expandir el universo mental del hablante, sino las que pecan de redundantes y que por desidia se incorporan al acervo lingüístico desplazando a un término autóctono a un lugar marginal e irrelevante. También se critica cierto estilo pseudoculto, donde el uso de las perífrasis verbales o la elongación de las palabras denota más las carencias del comunicador que otra cosa. Otro hatajo de errores que Lázaro Carreter señala corresponde a la permuta consistente en hacer transitivos los verbos intransitivos, y viceversa. Y no nos olvidemos de los dardos que señalan errores en los regímenes preposicionales de los verbos, muy importantes también. Hay muchos más tipos de dardos, pero dejo al lector la tarea de descubrirlos por sí mismo.
El objetivo de los incisivos ataques, a menudo, recae sobre el género periodístico. Según el académico, aunque el habla cotidiana está trufada de errores, es a los profesionales de la palabra, a los que se ganan la pecunia mercadeando con palabras y palabros, a quienes hay que exigirles cuentas en sus distintas prevaricaciones lingüísticas. Reconozco que simpatizo bastante con su enfoque. No hay que exigir la misma responsabilidad ni a quienes tienen distinto grado de influencia lingüística ni a quienes hacen o no del propio uso del lenguaje su medio de vida. En ese sentido, quizá los ataques son más sangrantes, a la par que descacharrantes, cuando se centran en el periodismo deportivo. De todos es sabido la tendencia que algunos locutores y analistas tienen a engolar su léxico hasta hacerlo empalagoso y, al mismo tiempo, como otros juntaletras hacen de las competiciones deportivas auténticos circos romanos donde la épica de servilleta es usada para acrecentar la emoción. Recursos de baratillo, la mayoría de las veces.
Dos grandes virtudes reúne este recopilatorio de dardos. La primera, su erudición. Lázaro Carreter nos deleita con auténticos viajes al pasado en muchas de las etimologías que nos presenta. Descubrir el origen de las palabras, las transacciones y las influencias de las lenguas europeas entre ellas, las conexiones propias, pero también las espurias, de grupos de palabras entre sí es sencillamente fascinante. Es como atender a la serie de conclusiones que un paleontólogo tiene que ofrecer tras analizar un yacimiento fósil. Se aprende muchísimo en esas travesías.
La segunda, el sentido del humor, que lejos de resultar incompatible con la primera virtud, se muestra a las bravas en este libro. Todos tenemos la imagen de la Academia como ese lugar apolillado al que le cuesta entrar la luz y en la que bromas, las justas. Lázaro Carreter es capaz de volar por encima de ese mito y mostrarse mordaz y socarrón la mayor parte del tiempo.
Por lo demás, se nota una cierta evolución en la lectura cronológica de los dardos. Mientras que en los primeros se nota una mayor voluntad de rigor y precisión —influida por el espacio más ajustado que le concede el periódico de turno—, con el discurrir de los años, el autor se irá soltando y será cómplice con el lector de un pitorreo cada vez más evidente. A esto contribuye el hecho de que, con el paso del tiempo, los tipos de errores van repitiéndose y los dardos cada vez van siendo menos específicos y concretos. El cirujano da paso al charcutero, y lo que podría ser un error, acaba convirtiéndose en una virtud por el sentido del humor del académico.
Llegados hasta aquí, solo me queda recomendar este libro. El dardo en la palabra constituye una magnífica lectura para esos momentos muertos del día durante el desayuno, el viaje en transporte público, los minutos antes de dormir, la cita de rigor con el señor Roca... El afilado sentido del humor de Lázaro Carreter solo es ensombrecido por su desbordante erudición, y la excelente prosa con la que articula sus dardos casa a la perfección con el formato periodístico escogido. Su único problema puede consistir en cierta redundancia en los tópicos que se produce inevitablemente con el transcurrir de las páginas. Pero dado que ésta no es una lectura para leer de seguido, sino más bien intermitentemente, ese es un problema menor. Si eres de los que se preocupan por el buen uso del lenguaje, deberías darle una oportunidad a este libro. Y si eres de los que hasta ahora perciben esa cuestión como trivial, la lectura de este libro te hará cambiar de opinión.
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