"Recuerdo cuando visitaba las galerías de arte, recorriendo el siglo diecinueve, y la obsesión que tenían por los harenes. Montones de cuadros de harenes, mujeres gordas repantingadas en divanes, con turbantes en la cabeza o tocados de terciopelo, abanicadas con colas de pavo real por un eunuco que montaba guardia en último plano. Estudios de cuerpos sedentarios, pintados por hombres que jamás habían estado allí. Se suponía que estos cuadros eran eróticos, y a mí me lo parecían en aquellos tiempos; pero ahora comprendo cuál era su verdadero significado: mostraban una alegría interrumpida, una espera, objetos que no se usaban. Eran cuadros que representaban el aburrimiento."
Suele haber bastante consenso en considerar el periodo comprendido entre el final de la segunda guerra mundial y la crisis del petróleo como la edad de oro del capitalismo global. Las economías del primer mundo disfrutaron entonces de crecimientos sostenidos y elevados del PIB, tasas cercanas al pleno empleo, índices de Gini moderados y, en general, gozaron de condiciones suficientes para que todos los miembros de la sociedad no tuviesen que quedar excluidos del progreso, creación del Estado del bienestar en Europa mediante. Sin embargo, todo macro-relato tiene sus fisuras, y el de la edad de oro del capitalismo no iba a ser menos, como vendría a poner negro sobre blanco Betty Friedan en "La mística de la feminidad".
En aquel ensayo de 1963, la autora norteamericana iba a poner de manifiesto la existencia de un profundo malestar en el seno de la sociedad. Las mujeres, que durante la segunda guerra mundial habían estado trabajando en el mundo laboral, regresaron, con la finalización del conflicto bélico, a su viejo rol como amas de casa. Esta situación, que Friedan llamó oportunamente el problema que no tiene nombre, provocó una sensación de abulia, frustración, vacío y, en resumen, profundo malestar en un amplio conjunto de mujeres norteamericanas que por estudios estaban capacitadas para desempeñar tareas de mayor responsabilidad. Sin embargo, los medios de comunicación, la publicidad y algunos estudios académicos de la época trataron de difundir que la verdadera tarea de la mujer, su particular modo de autorrealización, consistía en su sometimiento a la disciplina del hogar y el cuidado de los niños, al hecho de estar guapas y deseables para el marido, a un carácter tranquilo y sosegado y, en definitiva, a la pérdida completa de autonomía personal en pos de una infantilización dependiente de la figura masculina. A este particular modo de enajenación y adoctrinamiento que la sociedad ejercía sobre las mujeres de la época Friedan lo denominó la mística de la feminidad que no es, en el fondo, sino la justificación a todos los niveles del rol tradicional de la mujer.
Podemos ver los efectos de la mística de la feminidad en series como "Mad Men", en el papel de la mujer del irresponsable publicista Don Draper. Pero no hace falta irnos a ejemplos que traten de evocar la época en la que el libro de Friedan fue escrito para probar la existencia del concepto. La mística de la feminidad continúa con nosotros, en mayor o menor medida. Se puede apreciar en el mundo del periodismo, en las preguntas que se realizan a las deportistas cuando consiguen éxitos. O en el seno familiar, cuando a las hijas solteras les preguntan sus mayores cuándo se casarán. En general, se puede probar la existencia de la mística de la feminidad cuando detectamos cualquier comportamiento o actitud que discrimine en virtud del sexo. Así pues, la mística de la feminidad no es más que la justificación por parte de determinadas voces dentro de la sociedad del sexismo y de sus virtudes para con las mujeres.
Con todo, considero que como sociedades del primer mundo hemos avanzado respecto a hace cincuenta años. La mentalidad enarbolada por la mística de la feminidad poco a poco empieza a parecernos un anacronismo, un oxímoron, algo que está fuera de lugar, como un elefante con gafas y tutú en una convención de cazadores. Sin ir más lejos, es realmente difícil encontrar un artículo o libro académico que justifique moralmente el rol tradicional de la mujer, por no decir imposible. Poco a poco son cada vez menos los frentes, y el mérito de ello, sin duda, ha sido la concienciación social que la lucha feminista ha traído consigo. Y aún así, no es impensable una inversión en la tendencia. Un posible estallido religioso, por ejemplo. La implantación de una Teocracia en algún lugar de Occidente. Precisamente ese es el planteamiento de "El cuento de la criada" de Margaret Atwood.
"Me gustaría creer que esto no es más que un cuento que estoy contando. Necesito creerlo. Debo creerlo. Los que pueden creer que estas historias son sólo cuentos tienen mejores Posibilidades."
"El cuento de la criada" nos ubica ante un futuro próximo —en realidad ante un futuro que bajo nuestra perspectiva es ya el pasado— en el que recientemente se ha producido un golpe de Estado en EEUU con la intención de socavar el orden establecido y retornar a un modo de vida cristiano tradicional. Además, la contaminación y los residuos tóxicos, cual castigo divino por la herejía del progreso, parecen estar en la raíz de cierta infertilidad entre la población. Este hecho ha traído consigo una crisis de natalidad que amenaza con dinamitar la pirámide poblacional y poner en peligro el futuro de la especie humana. Así, la novela de Atwood nos sitúa en los primeros compases de la implantación de una teocracia cristiana, Gilead, cuyo objetivo más inmediato es poner solución a la crisis de natalidad. Para acometer este fin, se utilizan mujeres cuya fertilidad ha sido probada en el pasado para desempeñar la función de receptoras de simiente. Son las famosas criadas.
El tipo de sociedad estamental configurada en Gilead recuerda a Un Mundo Feliz, con la particularidad de que es especialmente perversa para las mujeres puesto que el yugo del patriarcado recae directamente sobre ellas. En el pináculo de la pirámide tenemos a los Esposos, que son todos aquellos hombres de relevancia para el régimen (comandantes, etc.). A su lado, pero por debajo de ellos, están las Esposas, mujeres a menudo infértiles que dirigen todo lo relacionado con la disciplina del hogar. Su fe en los objetivos de Gilead está fuera de toda duda. Por debajo de estos dos tipos contamos con hombres que ocupan puestos intermedios en la cadena de mando del Sistema. Les acompañan las Econoesposas, que a diferencia de las Esposas, y al no tener personal a su cargo, más que dirigir las tareas de su hogar, las ejecutan ellas mismas. En cuanto al personal del hogar, están las Marthas, que vendrían a ejecutar tareas de cocina, limpieza e intendencia del hogar. Su papel es homologable al de las Econoesposas aunque, en su caso, estando subordinadas al papel de las Esposas. Por último, estarían las Criadas, cuya función sería la de, además de ser las gestantes de la sociedad, hacer los recados para las Marthas. Sobra decir que son, de todo Gilead, las personas que menos gozan de libertad. No pueden mirar a los ojos a nadie y tienen que medir siempre sus respuestas cuando las hablan. Pero su ausencia de libertad empieza por la incapacidad para controlar su cuerpo, haciendo añicos la máxima de los años 70 "mi cuerpo, mis normas". Su ausencia de libertad llega hasta el extremo metafísico de carecer de nombres propios. Sus nombres siempre son relativos al Esposo del hogar al que son destinadas, y lo son de una manera patronímica. Así: DeFred, DeGlen, etc., son algunos de los nombres que lucen las criadas.
Uno de los mecanismos de control que los Estados autoritarios ejercen sobre la población es el de las reglas de indumentaria. Con ellas, los Estados visibilizan los distintos estratos de la sociedad, haciendo evidentes los códigos de comunicación y de trato social preceptivos en cada caso. En ese sentido, Gilead no iba a ser menos. De este modo, tenemos que las Esposas visten trajes de color azul, las Marthas trajes de color verde y las Criadas trajes de color rojo, el color de la fertilidad, y tocas blancas para la cabeza. Todo ello configura un tipo de estética tradicional típica de las sociedades puritanas.
Si en 1984 teníamos al Gran Hermano, y en Un Mundo Feliz teníamos el Soma, en El cuento de la criada tenemos una figura, en este caso personal, que sirve de pegamento social para el Sistema. Así, y al margen de la estructura descrita en el párrafo anterior, las encargadas de adoctrinar a las Criadas, así como de refrenar sus impulsos naturales y, en general, reeducarlas en los valores de Gilead serían las Tías, mujeres cuya fe en el nuevo régimen estaría fuera de toda duda. Su tarea no se desempeñaría en el mero plano de lo coercitivo o, incluso, de lo violento. No. Para esos menesteres el régimen ya contaría con un cuerpo armado. Su función sería más sutil, más taimada. Uno de los aspectos más perversos de la sociedad gileana es que la reprogramación conductual de las Criadas se ejerce desde el plano de un cierto hermanamiento, de una cierta sororidad entre las Criadas y las Tías. Éstas cuidarían de aquellas en su periodo de formación como si de hermanas mayores se trataran, empatizando con ellas, aconsejándolas o, simplemente, legitimando el régimen, como cuando les dicen que la falta de capacidad de obra de las Criadas en Gilead se justificaría por la ganancia en libertad negativa respecto a los acosadores del viejo mundo. Son, sin duda, el mecanismo más perverso de biopoder con que cuenta el régimen.
"Tengo la falda roja levantada, pero sólo hasta la cintura. Debajo de ésta, el Comandante está follando. Lo que está es la parte inferior de mi cuerpo. No digo haciendo el amor, porque no es lo que hace. Copular tampoco sería una expresión adecuada, porque supone la participación de dos personas, y aquí sólo hay un implicada. Pero tampoco es una violación: no ocurre nada que yo no haya aceptado. No había muchas posibilidades, pero había algunas, y ésta es la que yo elegí."
Hasta aquí, los mimbres del universo de El cuento de la criada. Sin embargo, la obra de Margaret Atwood es mucho más, es la exploración auto-biográfica de una de las criadas. DeFred, que así es como se llama la protagonista, nos hará partícipes de las situaciones cotidianas donde su libertad queda cercenada: microgestos, constantes concesiones, reproches velados, imposibilidad de réplica y autocensura. Cuando no abiertas vejaciones. Su resignación ante las vicisitudes solo es comparable a la autoconsciencia de su situación en el mundo, del papel que juega en el esquema de las cosas, de la fatalidad a la que le aboca el hecho de ser el último eslabón de la cadena. La crudeza con la que llegarán a presentársele algunas situaciones, algunas obligaciones, algunas renuncias pondrán en evidencia la mezquindad de la sociedad, que banaliza y naturaliza comportamientos execrables.
Y con todo, DeFred es libre. Libre en su interior, libre de pensamiento. Resulta fascinante la habilidad de Atwood para dibujar un personaje que a pesar del horror representado a su alrededor, es capaz de sobreponerse a través de una mirada sarcástica al mundo que le rodea. Son pequeñas transgresiones, pequeñas burlas, revoluciones silenciosas que suceden en la imaginación, sin levantar la cabeza, sin hacer un mal gesto. Pequeñas victorias que no se celebran con la rotundidad del festejo airado, sino con el resuello contenido, a veces pospuesto a la soledad de la noche, verdadera sombra de libertad, para lo bueno y para lo malo.
La narración de los acontecimientos es sincopada y fragmentada. Atwood despliega todas sus habilidades para poner en boca de DeFred una narración donde las interrupciones, los saltos al pasado, las ensoñaciones y las reflexiones que se solapan entre sí son una constante. Defred no es periodista, y por tanto, su narración adoptará un carácter vivencial, y solo a cuentagotas irá dejando caer detalles sobre el universo en el que la trama se desarrolla. Atwood, como digo, juega cual tahur experimentada con los pedazos de información que le va presentando al lector. Eso hace de la lectura un ejercicio fascinante donde el lector tendrá que ir recomponiendo todas las piezas del puzzle. Atwood también recurrirá al recurso del metarrelato para explicar algunas cosas, un poco a la manera de El talón de hierro.
"Me arrodillé para examinar el suelo y allí estaba, en letras diminutas, bastante reciente por lo que se veía, marcado con un alfiler, o tal vez simplemente con la uña, en el rincón más oscuro: Nolite te bastardes carborundorum."
A pesar de que El cuento de la criada es una distopía, y como tal, parece un lugar inalcanzable, posee algunos lugares comunes tanto con otras obras del género como con la mismísima realidad. Por un lado, nos encontramos con una sociedad, Gilead, donde se ha levantado toda una tecnología social para el sometimiento de otras voluntades y de toda disidencia. Esto la emparenta con la filosofía básica implícita en el género distópico, pero también con el control de la oposición en ciertos regímenes políticos. El biopoder de carácter teocrático del que hace gala Gilead, creando toda una estructura de cadena de montaje para solucionar el problema de la natalidad, retrotrae a los tiempos en que la religión invadía todas las esferas de la libertad individual. Pero, por encima de todo, la visión de la criadas, más allá de la tecnología biopolítica en que se ven inscritas, cosificadas y reducidas a su función de meros cálices portadores de simiente, resulta sospechosamente similar al espinoso tema de los vientres de alquiler, de tan candente actualidad estos días.
No es exagerado hablar de El Cuento de la Criada como la mejor novela distópica desde 1984. El alegato feminista encerrado en sus páginas y la libertad radical que promueve para las mujeres ante la injerencia en la libertad física y mental, está al nivel de las mejores páginas de Orwell. Pero Atwood, a diferencia de Orwell, no hace pedagogía, lo que es tanto como decir que no sobreexplica lo que pretende mostrar. Sus virtudes residen en la concisión, en la creación de un imaginario deslizado antes que obscenamente destapado —en una suerte de coherencia interna con el puritanismo de la sociedad que nos presenta— y en la elaboración de unas situaciones vívidas y desgarradoras con la tranquilidad de quien ya las ha naturalizado, y que sirven mejor que trescientas explicaciones para el fin que pretende conseguir, que no es otro que el de denunciar la mística de la feminidad.
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