martes, 16 de octubre de 2018

(2008) Katherine Neville - El Fuego

Ajedrez,


"Sin embargo, sabía que tenía que contener toda mi euforia porque, de lo contrario, no lograría acabar aquella partida. Al fin y al cabo —y bien podría apostarme la camisa, tal como diría Key—, con la memoria enciclopédica de Vartan y su dilatada experiencia —que en ajedrez se conoce con el nombre de «conocimiento táctico»—, mi contrincante era capaz de recordar al instante todas las variaciones sobre este último movimiento mío, al igual que sobre otros muchos. No obstante, es bien sabido que los maestros suelen centrar toda su atención en lo que es anormal para recordar lo que es normal. Así que tendría que engañar a su cerebro, burlar a esa intuición tan cuidadosamente entrenada."

Cuando vemos partidas de los grandes maestros de ajedrez, uno siempre tiene la sensación de estar perdiéndose algo de lo que sucede encima del tablero. Sí, vemos los movimientos de las piezas, sus maniobras y capturas, pero siempre tenemos la sensación de no estar entendiendo todo lo que está ocurriendo delante de nuestros ojos. A veces eso se manifiesta en algún movimiento misterioso. Otras, en una combinación no predicha que se resuelve con la ganancia de material por parte de alguno de los contendientes. Por no hablar de los siempre asombrosos sacrificios de pieza en pos de la obtención de alguna red de mate. El resultado es que, de algún modo u otro, los jugadores principiantes e intermedios siempre obtenemos de estas partidas algún tipo de sensación de asombro, y esa es una de las cosas que hacen tan fascinante a ese juego. Pero el asombro solo es la consecuencia de la ignorancia de los planes en unos casos, o de la falta de visión acerca de los medios necesarios para llevarlos a cabo.

Los ajedrecistas suelen distinguir entre estrategia y táctica. Esta dicotomía alude a la diferencia existente entre los planes y los medios necesarios para llevarlos a buen puerto. La estrategia, en ajedrez, sería todo aquello relacionado con la visualización de la posición, la identificación de nuestras fortalezas y debilidades y de las del rival y, en un sentido amplio, el planteamiento del plan de juego sobre la base de estas consideraciones. Una característica de la estrategia, de los planes, es que es susceptible de ser descrita verbalmente. Naturalmente nuestro plan último es dar mate al rey rival, pero en el camino vamos desarrollando nuestro plan de juego, nuestra estrategia. La táctica, por contra, serían las combinaciones de movimientos precisas para llevar a cabo nuestros planes, es decir, los medios concretos para alcanzar nuestros objetivos.

Tanto la estrategia como la táctica, así definidas, no le son exclusivas al ajedrez. Multitud de órdenes de la vida poseen ambas características. La guerra, el mundo empresarial, el fútbol o la política son solo algunos ejemplos. En general, la pareja de conceptos puede englobar los planes que acaecen en toda disputa donde intervengan dos o más bandos entre sí. Pero podría ir más allá y generalizar ese ámbito de aplicación a actividades donde no intervengan dos bandos propiamente dichos. Como la literatura.

El objetivo de todo escritor es tratar de conseguir que su obra produzca efectos en el lector. Los que sean: enfado, placer, alegría, tristeza, asombro, miedo... El mayor enemigo de un escritor es por ello la indiferencia. De algún modo, cuando el escritor fija el objetivo que pretende conseguir con su escritura, está pensando en alguna suerte de plan para lograrlo. Y eso no es otra cosa sino estrategia. La manera concreta en que acometa ese objetivo, con las tareas y recursos precisos para lograrlo, será la táctica.

Ahora bien, si la indiferencia es el fracaso del escritor o, dicho de otro modo, la pérdida de la "partida literaria", ¿cómo puede producirse esta temida indiferencia en el lector? Cuando tanto los objetivos del escrito como los recursos utilizados para conseguirlo son, de algún modo, conocidos o familiares para el lector. Es decir, cuando la estrategia, la táctica o ambas fallan. Y esto ocurre cuando existe falta de originalidad en la trama o cuando ésta resulta previsible, cuando los personajes están mal construidos, cuando el lenguaje empleado no se corresponde con el espíritu del texto... En fin, qué vamos a decir en este blog sobre esos asuntos... Hay muchas maneras de perder una partida literaria y el libro que vamos a comentar hoy hace gala de varias de ellas al mismo tiempo.

Ya hemos comentado en este blog El Ocho, la novela de Katherine Neville que, sin ser perfecta, nos dejó buen sabor de boca y que en su día fue todo un pelotazo editorial. El Ocho contaba una historia de conspiraciones a camino entre dos épocas cuyo eje vertebrador era un misterioso juego de ajedrez que habría pertenecido a Carlomagno. Alrededor del tablero y sus trebejos se tejía una sorprendente e intrincada batalla por el Poder. Parte del encanto de El Ocho residía en su cuidada ambientación histórica. Una de las dos tramas se desarrollaba bajo el telón de fondo de la Revolución Francesa, mientras que la otra, acaecida en el presente, se desarrollaba en los prolegómenos de la primera crisis del petróleo de los años setenta. Otra de las virtudes de la novela consistía en que Neville hacía desfilar por sus páginas a numerosas personalidades históricas —a veces forzadamente—, conectando los acontecimientos históricos relevantes con el devenir del ajedrez de Carlomagno. No era un libro redondo, ni mucho menos. Los aspectos que chirriaban en el relato se repetían aquí y allá con cierta constancia. Pero con todo, era un libro entretenido. Por eso, tras acabarlo, decidí darle una oportunidad a El Fuego, la novela de la que vamos a hablar a continuación.

Dicho lisa y llanamente, el problema de El Fuego es que es una versión desdibujada de El Ocho. Repite su mismo esquema, la misma estructura narrativa, pero sus formas son más torpes, menos inspiradas y a menudo reiterativas. El libro transmite una sensación de dèjá vu irritante y que solo acaba cuando concluye la novela, en una demostración de que sus personajes pierden la partida más importante de las que se desarrollan durante el relato: la literaria.

La historia principal de El Fuego se desarrolla en 2003, tres décadas después de que se desarrollaran los acontecimientos narrados en El Ocho con la primera crisis del petróleo como telón de fondo. En esta ocasión, Alexandra Solaris recibe una invitación inesperada a la fiesta de cumpleaños de su madre, Catherine Velis, la protagonista de la anterior novela. Pero cuando Alexandra acude a la vivienda de su madre, ésta está vacía. Y en su lugar, una sucesión de invitados inesperados hará acto de presencia. A partir de entonces, una sucesión de pistas se irán desvelando con el objetivo de desentrañar un nuevo misterio relacionado con el ajedrez de Carlomagno...

Uno de los problemas de El Fuego es el poco interés que despiertan cada uno de los personajes. Todos son tendentes a ser planos y carentes de carisma. Katherine Neville se empeña en hacerlos discurrir por el embudo de su historia, estableciendo un cuello de botella a lo que de personal y único podrían tener cada uno de ellos. Esto sería perdonable si la historia fuera fascinante y sugestiva, pero no ocurre nada de esto a causa de las semejanzas evidentes con su antecesora.

Además, como en El Ocho, existe una trama paralela que retoma la historia allí donde la dejaba la precuela. Pero si en El Ocho la trama se desarrollaba a lo largo de la Revolución Francesa y por sus páginas desfilaban personajes históricos de primer nivel, en El Fuego las apariciones estelares escasean y el contexto del surgimiento de los primeros movimientos nacionalistas europeos no es tan fascinante de ninguna de las maneras.

Como en El Ocho, en El Fuego Neville incluye en su narración elementos exóticos. En este caso relacionados con el mundo vasco. Reconozco haberme reído cuando uno de sus personajes dice aquello de que en las matemáticas vascas, 4 + 3 = 1, en referencia a que de la conjunción de las cuatro provincias españolas y las tres provincias francesas se obtiene Euskal Herria. También reconozco haber sentido vergüenza ajena cuando los protagonistas beben "aguardiente de cerezas" en vez de Pacharán. Y nadie llama al aguardiente de cerezas "aguardiente de cerezas". Sería como llamar a la cerveza "zumo de cebada".

El Fuego tiene algunos momentos brillantes y Katherine Neville es una autora inteligente, de eso no cabe ninguna duda. Pero con todo, el libro sumerge al lector en una atmósfera de indiferencia difícilmente soportable. Y es que las habilidades de Neville para transmitir pasión por lo que en sus páginas sucede no están tan desarrolladas como las que usa para mostrar su erudición. Eso le juega una mala pasada todo el tiempo y es una pena porque el libro tiene elementos que podrían haber dado mucho más de sí. Este problema ya sucedía en El Ocho, pero como ya hemos dicho, en aquel ese defecto se compensaba con otras virtudes. Virtudes que, en este caso, no hacen acto de presencia.


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