viernes, 14 de diciembre de 2018

(2017) José Miguel Mulet - Transgénicos sin Miedo



"Una vez, en una charla medio formal, había un ecologista diciendo que los transgénicos eran malos porque no tenían sabor, tenían menos nutrientes, causaban enfermedades, eran caros, no aumentaban la producción y convertían a los agricultores en esclavos de las grandes multinacionales. La deducción inmediata sería: ¿y entonces por qué te preocupan los transgénicos? Un producto así no puede triunfar nunca porque todo son inconvenientes, así que una de dos: o lo que dicen los ecologistas no es cierto o la lucha antitransgénica es una pérdida de tiempo porque los OGM desaparecerán solos. Resulta que los transgénicos siguen aumentando la superficie sembrada y el número de variedades crece año tras año. Digo yo que algo tendrá el agua cuando la bendicen."

Existe cierta tendencia que viene de lejos en la izquierda política a abrazar causas de difícil justificación científica. Y esto me resulta muy incómodo como votante de esa familia de corrientes ideológicas. Algunos ejemplos de ello son los movimientos anti-vacunas, las agrupaciones a favor de los tratamientos homeopáticos o los colectivos en contra de los alimentos de origen transgénico. La genealogía de estas ideas y su filiación con el pensamiento progresista es cuanto menos abstrusa y, a menudo, implica una amplia familia de ideas que abarcan cierta dosis de misticismo, pensamiento new age y una preteórica idea de que lo "natural" es bueno. De hecho, un análisis superficial de estos conceptos revela que su parentesco con el compromiso de la izquierda con el progreso, la razón y la ciencia es nulo. Pero entonces, ¿cómo acabaron echando raíces estas ideas entre la izquierda política?

Lo primero que habría que decir para contestar a esta pregunta es que la estupidez pseudocientífica no es patrimonio exclusivo de la izquierda. Cada uno de los movimientos enumerados anteriormente cuentan entre sus integrantes con gente de derechas. Por no hablar de que la derecha política posee su propio patrimonio de creencias de dudosa integridad intelectual. Pero si bien esto es así, más difícil es ver a un partido de derechas convertir en causa política estos planteamientos. Algo que sí ha ocurrido en la izquierda.

Un ejemplo de ello lo constituyó la propuesta del ejecutivo de Manuela Carmena de declarar Madrid ciudad libre de transgénicos allá por 2015. Entre los argumentos esgrimidos por el ejecutivo de Ahora Madrid se encontraban ideas como que los cultivos transgénicos suponen un riesgo para la salud, acarrean un peligro para el medio ambiente, son la causa de los monocultivos que amenazan la biodiversidad o contienen glifosato (un poderoso herbicida), lo que lleva a su detección en personas. Ninguna de estas ideas se sustentaba en evidencia empírica, razón por la cual la comunidad científica puso el grito en el cielo, tras lo cual el ejecutivo de Carmena tuvo que retractarse.

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿cómo acabó germinando la pseudociencia en la izquierda? La respuesta es compleja y abarca muchos factores. Uno de ellos puede ser que en el rechazo a cierto capitalismo sin cortapisas, uno acaba encontrándose extraños compañeros de cama en la trinchera. Ciertas versiones radicales, y más efectistas que eficaces, del ecologismo, el animalismo o el feminismo participan de ese rechazo, por lo que la izquierda las ha adoptado como compañeros de viaje sin reparar en la falta de compatibilidad de esa unión con los valores básicos progresistas.

Otro factor está relacionado con cierto agotamiento histórico de la izquierda. Después de la caída del muro de Berlín, el comunismo tuvo que reconvertirse en socialdemocracia. Y tras la segunda guerra mundial, muchos de los objetivos de la socialdemocracia europea se convirtieron en conquistas, conformando una suerte de sentido común político que solo las dinámicas de la globalización han puesto en entredicho. Ante este escenario, la izquierda se ha replegado y ha adoptado una postura defensiva. El problema es que las actitudes defensivas en el mercado político tienen el mismo poder de seducción que el olor a fritanga en el terreno de la cosmética. Ante ese problema, la izquierda ha expandido sus horizontes y ha abrazado causas transversales y necesarias, como la del cambio climático. Pero a menudo defendiendo sus posiciones bajo los argumentos equivocados.

Y por supuesto, no podemos obviar la deriva protagonizada por la izquierda desde un discurso arraigado en las condiciones materiales de vida de la gente hasta otro más cercano a las disputas de índole cultural a las que son tan aficionados en las universidades americanas, tiñendo su discurso de cierta frivolidad cuando no de un repelente dogmatismo anticientífico.

Qué duda cabe de que los apuntes señalados son solo una parte del bosque, pero sean cuales sean las razones completas de esta deriva en la izquierda, decía, no me siento cómodo con ella. Uno de los pilares del progreso material y moral defendido como proyecto político por la izquierda a lo largo de su historia ha sido el conocimiento científico y tecnológico. A fin de cuentas, la ciencia y la tecnología han posibilitado que un individuo seleccionado aleatoriamente en cualquiera de nuestras sociedades occidentales tenga mayor esperanza de vida que cualquiera de los reyes absolutistas del siglo XVII y XVIII, como argumenta Steven Pinker en su último libro. Y esto es consecuencia de la aplicación de la ciencia y la tecnología a nuestras necesidades cotidianas (sanidad, alimentación y producción de bienes y servicios). La izquierda no parece ser consciente de que abrazar planteamientos pseudocientíficos implica, en el mejor y más afortunado de los casos, incurrir en un coste de oportunidad frente a planteamientos mejores —como argumenta Ben Goldacre—, sino que supone, en cualquier caso, una suerte de regresión ideológica en su vertiente más atroz.

Pero esta deriva reaccionaria no se combate sola. Todos debemos aportar nuestro grano de arena para que el oscurantismo no impere. Ahora bien, si hay un colectivo en especial al que reclamarle un paso al frente, ése es el de la propia comunidad científica. Porque en esta guerra dialéctica, sus argumentos son imprescindibles. Aunque la tarea sea desagradecida intelectualmente —tampoco escribir para los legos será tan desagradecido, pero oye, lo del snobismo de la comunidad científica lo dejamos para otro día—. Y eso es algo de lo que ha sido plenamente consciente José Miguel Mulet al escribir Transgénicos sin Miedo. Porque "Transgénicos sin Miedo" es, ante todo, un excelente ejercicio de divulgación científica.

"Que un argumento esté superado o que se demuestre que no era cierto normalmente nunca supone un problema para los grupos de oposición a los OGM. El supuesto daño que hacen los OGM a las mariposa monarca es un argumento que aún hoy en día se repite hasta la saciedad, a pesar de que ese daño solo existió en un laboratorio y en unas condiciones que no tienen nada que ver con las condiciones que puede encontrar una mariposa en el campo. Tanto es así que en Estados Unidos existe una compañía privada que certifica (pagando, claro) que un producto no contiene OGM. El símbolo de esa compañía es una mariposa monarca. Un pequeño detalle es que cuando se secuenció el genoma de este animal se vio que había incorporado genes de otra especie, así que era, como prácticamente todos los organismos, un transgénico natural. Por lo tanto un organismo transgénico es el icono que te certifica que tu comida no lo es. Pero la mariposa es natural y tu comida no."

José Miguel Mulet pasó a ser conocido para el gran público aquel día que Risto Mejide decidió confrontar sus argumentos frente a los de Mercedes Milá a cuento de la defensa de ésta de "La Enzima Prodigiosa", el libro de Hiromi Shinya. El debate no dio mucho de sí, la verdad, pero fue un momentazo televisivo en toda regla y una muestra más de la falta de honestidad intelectual que divas de la pequeña pantalla como Milá acostumbran a demostrar a la mínima oportunidad que se les presenta. Eso fue hace tres años. Hasta entonces, Mulet había hecho carrera en el campo de la biotecnología como docente e investigador, hecho que no le había impedido adentrarse en el terreno de la divulgación científica con obras como "Los productos naturales, ¡vaya timo!" o "Comer sin Miedo". Desde aquel día de 2015, Mulet podría haberse ganado la vida como tertuliano o como torero, pero decidió continuar haciendo lo que mejor sabe. Y fruto de ello es la obra que estamos comentando hoy.

"Transgénicos sin Miedo" se divide en dos partes. En la primera, de contenido netamente científico, Mulet traza una línea de continuidad entre los inicios de la agricultura hasta los OGMs (Organismos Genéticamente Modificados). Esta primera parte se compone de cuatro capítulos, y los cuatro son oro puro. El primero de ellos traza una historia de la comida y sirve para asentar una premisa que no deberíamos olvidar jamás: que la comida con la que llenamos nuestras neveras y nuestros estómagos es cualquier cosa menos "natural" (entendido el término por oposición a lo artificial o manipulado). La comida con la que nos alimentamos es el resultado de una larga historia de selecciones y domesticaciones, de privilegiar ciertas características de nuestros cultivos y animales frente a otras. Y todo en función de la utilidad que esas características nos reportaban. Los primeros agricultores seleccionaban las semillas en función de su tamaño y de su capacidad para formar el fruto rápidamente, logrando evoluciones asombrosas en muy pocas generaciones. Otro tanto puede decirse de la ganadería a través de la domesticación animal y la cría selectiva. Mulet hace hincapié, a su vez, en los inventos ingenieriles sin los cuales el mundo agropecuario no sería el mismo, desde el arado sajón hasta el caldo bordelés. Y lo hace porque no hay nada menos "natural" que la agricultura y la ganadería.

Lo cual es bastante curioso. Desde un punto de vista filosófico, de andamiaje conceptual básico, la contraposición entre lo "natural" y lo artificial no deja de ser una burda trampa al solitario. Porque todo lo que es artificial es fruto de la naturaleza. Los defensores de lo "natural" tratan de preservar una suerte de conexión causal con aquello que identifican con la naturaleza de forma que la intervención humana quede minimizada en la medida de lo posible. Como si lo humano, esto es, la intervención humana, no fuera un evento de la naturaleza. ¿Pero entonces qué es? ¿Acaso no somos los seres humanos y nuestros inventos el resultado de un conjunto de patrones organizativos que operan a nivel físico-químico y que desafían la segunda ley de la termodinámica sin contradecirla, de forma paralela a como se comporta toda vida posible? Los defensores de lo "natural" no tienen respuestas para estas preguntas ni tampoco están interesados en hallarlas. Su visión del mundo es más simple: lo "natural" es bueno y, por extensión, lo bueno es lo "natural". No importa que el propio concepto sea un absurdo ni que la argumentación implícita incurra en lo que los filósofos denominan "la falacia naturalista". Mulet no entra en este debate directamente pero desactiva muchas de las consecuencias de estos planteamientos en los siguientes tres capítulos.

Mulet, como buen genetista, parte de la idea popularizada por Dawkins (aunque acuñada por G.C. Williams) de que la unidad de selección es el gen. No el organismo o los grupos, el gen. Es una idea controvertida y que se presta a interminables debates llenos de contraejemplos para todas las partes, y donde los biólogos con inquietudes filosóficas se mueven como pez en el agua al tener que refinar su instrumental conceptual. Dejando a un lado la veracidad o no que comporta esa visión, lo cierto es que es útil para los propósitos de Mulet en "Transgénicos sin Miedo" porque le sirve presentar la comida "por dentro", esto es, a través de su codificación genética.

"Cuando domesticamos plantas lo que buscamos es que los genes egoístas para la especie que está siendo domesticada desaparezcan en beneficio del egoísmo de nuestros genes, ya que la agricultura se realiza en beneficio de nuestra especie."

A partir de aquí, Mulet sintetiza todo lo necesario en materia de genética para adquirir una comprensión cabal acerca de lo que es un OGM, y lo hace utilizando los mismos conceptos que le sirven para explicar todo aquello que no está genéticamente modificado. Porque, a fin de cuentas, tanto los OGMs como los OGnoMs comparten idéntico sustrato básico, a saber, cadenas de proteínas que configuran al organismo en cuestión.

En ese sentido, uno de los aspectos más sorprendentes para los profanos en estas cuestiones es el hecho de que los primeros OGM se produjesen en el mundo "natural", esto es, sin intervención humana. En efecto, la "transferencia horizontal" —por oposición a la "transferencia vertical", la que se produce de padres a hijos—, ese proceso por el cual las especies adquieren genes de otras, está a la orden del día en la naturaleza, y los avances en la secuenciación genómica lo han demostrado. Así pues, un OGM no es más que el resultado de aplicar "transferencia horizontal" de forma artificial a distintos organismos. Y la primera técnica para crear OGMs se la debemos a los descubrimientos de Stanley Cohen y Herbert Boyer en 1972. El primero descubrió una enzima capaz de cortar ADN y el segundo un método para insertar ADN en una bacteria. Básicamente, crearon el primer "ctrl+c, ctrl+v" de la genética. Desde entonces, la ingeniería genética ha progresado tanto que ya hablamos de OGM de tercera generación. Y Mulet nos explica en que han consistido cada una de estas generaciones de transgénicos.

En la primera, el foco de la investigación dio como resultado la adquisición de mejoras para la producción de más comida. A pesar de que los primeros alimentos transgénicos fracasaron, a esta generación le debemos la creación de la soja tolerante a los herbicidas (responsable de que el 89% de la soja que se produce actualmente sea transgénica) o la inserción de proteínas Cry en diversos cultivos que los hacen tolerantes a los insectos. La consecuencia de estos desarrollos es un abaratamiento de la producción consecuencia de no tener que echar mano de pesticidas ni herbicidas para mantener las cosechas.

La segunda generación no trata de buscar una ventaja económica para el productor sino un beneficio para el consumidor, preferentemente mejorando el aporte nutricional del OGM. El ejemplo más importante de este tipo es el del arroz dorado, capaz de producir vitamina A no solo en la hoja, sino también en la semilla, y solucionando con ello los déficits endémicos de vitamina A en poblaciones deprimidas económicamente donde el arroz es el alimento principal de la dieta. Pero hay más: el maíz dorado, la naranja dorada, la yuca dorada, la banana dorada, el trigo que silencia la expresión de las gliadinas y que por tanto es apto para celiacos, piñas que acumulan antioxidantes por la expresión de genes del pomelo o manzanas que tampoco se oxidan cuando las cortas o se golpean.

La tercera generación tiene como objetivo la creación de compuestos de alto valor añadido, trascendiendo las fronteras de la alimentación. Un ejemplo es la agricultura molecular (o molecular pharming), que pretende obtener fármacos y vacunas a partir de plantas transgénicas, ha logrado crear lechugas que inmunizan contra la hepatitis B o patatas y tomates que protegen del cólera. Otro ejemplo es el Elelyso, un tratamiento contra la enfermedad de Gaucher sintetizado a partir de zanahoria transgénica. Pero hay aplicaciones fuera de la medicina, como es el caso de la fitorremediación a partir de cultivos GMs, es decir, plantas capaces de acumular compuestos tóxicos como metales pesados, limpiando el suelo con ello. Y lo que nos deparará el futuro.

Naturalmente, la visión que nos transmite Mulet del mundo de los transgénicos es optimista. Pero, ¿qué esperabas? ¿Que tirara piedras contra su propio tejado? Afortunadamente, el libro no se queda en la mera divulgación científica y aborda en la segunda parte la tarea de contestar a los críticos. "Contestar", dicho en lenguaje fino. También podríamos haber optado por usar "destruir", "exterminar" o "erradicar". Cuestión de semántica.

Porque lo que hace Mulet en la segunda parte del libro roza lo obsceno. Analiza uno por uno los principales argumentos de los colectivos anti-transgénicos y acaba con ellos uno tras otro. Y es que ni los transgénicos son malos para la salud ni suponen un peligro para el medio ambiente. Lejos de eso, los transgénicos han contribuido a reducir el hambre en el mundo y a aumentar la esperanza de vida, mientras que algunos de ellos están diseñados para ser medioambientalmente más sostenibles que sus contrapartes ecológicas.

Uno de los principales focos de ataque de Mulet son las organizaciones ecologistas, especialmente Greenpeace, a la que acusa de estar guiada bajo incentivos perversos en sus campañas contras los transgénicos. Según Mulet, los ideales de Greenpeace se perdieron en algún momento en su proceso de expansión corporativa y la captación de socios ya no obedece tanto a fines medioambientales como al hecho de poder mantener la estructura elefantiásica que caracteriza a la organización. Como la captación de socios es esencial para este propósito, las campañas de Greenpeace, con el tiempo, se han ido volviendo cada vez más agresivas, alarmistas y pseudocientíficas. Y un ejemplo de ello son sus campañas contras los transgénicos. Como decía Upton Sinclair, "es difícil conseguir que un hombre entienda algo cuando su salario depende de que no lo entienda".

Mulet también carga contra la Unión Europea por su inconsecuente política normativa en materia de OGMs. La UE permite el cultivo de algunas variedades de OGMs y la importación de cultivos transgénicos para la cría de ganado, pero no para consumo humano. La paradoja que esto genera es que los OGMs están sometidos a mayores controles en materia de seguridad alimentaria que los cultivos procedentes de explotaciones ecológicas, con lo que el ganado come comida más segura que las personas. Además, dados los rendimientos superiores que generan la agricultura transgénica respecto a la agricultura convencional, Europa se está quedando atrás competitivamente hablando respecto a países como EEUU, Argentina o Brasil. Y, por si fuera poco, esta situación genera incentivos perversos para el mercado internacional, generando una barrera comercial para las exportaciones agrícolas hacia la Unión Europea de países africanos, deprimidos económicamente, y para los cuales la producción agrícola es vital y no un simple capricho primermundista.

Si algo queda patente tras la lectura de "Transgénicos sin Miedo" es que Mulet no se calla nada. Y no callarse nada significa eso: no guardarse nada en las tripas. Por lo que la izquierda política también aparece bajo el foco de sus críticas:

"El éxito del cultivo de la soja OGM en Argentina (y también del maíz) no solo ha influido en Brasil, sino en la mayoría de sus países limítrofes. Uruguay también está sembrando soja y maíz OGM, a pesar de que hay cierta oposición. Pero uno de los mayores defensores del cultivo de transgénicos en el país charrúa ha sido el expresidente Pepe Mújica, icono de la izquierda. La actitud anti OGM suele formar parte de un pack ideológico y tiene gran parte de postureo: mucha gente está en contra de los OGM porque es ecologista, simpatiza con movimientos de izquierda y es antisistema. Que gente alineada con estos movimientos se declare públicamente a favor de los OGM es algo que produce cortocircuitos ideológicos a más de uno, que a veces implica reacciones de furia. Teclead Pepe Mújica y transgénicos en Google y sabréis lo que es la internet profunda."

Y es de justicia reconocer que tiene razón, por mucho que algunos puedan sentirse ofendidos con sus críticas. La aplicación del concepto de pack ideológico no le es propia a la izquierda. En la derecha también opera. Pero es sintomático de cierta izquierda el hecho de que en esos packs se introduzcan contenidos anti científicos. ¡Ese nunca fue el juego de la izquierda, parad ya! Por eso las palabras de Mulet son, aún hirientes, necesarias. Precisamente por su valor higiénico.

Mulet aún tiene tiempo de terminar su libro lanzando una apuesta a sus detractores, no carente de retranca:

"Hacemos una cosa. Nos jugamos una paella. Si en diez años la superficie de cultivo ecológico en el mundo supera a la de los transgénicos y hay menos gente pasando hambre, te pago una paella con arroz ecológico. Si hay más OGM y menos gente pasa hambre, me pagas una paella con arroz dorado. La oferta es ventajosa para ti, puesto que el arroz ecológico es carísimo."

Sin duda, "Transgénicos sin Miedo" es un libro peculiar. La divulgación científica puede ser un campo abonado para las simplificaciones y las metáforas que más que esclarecer, distorsionan la verdad. Pero "Transgénicos sin Miedo" aúna rigor sin caer en la solemnidad y humor sin ceder a la frivolidad. Mulet es capaz de presentarte conceptos y técnicas genómicas complejas y desmontar argumentos basados en la superchería sin perder la sencillez en la exposición. Y todo con un estilo desenfadado y ameno, plagado de dardos a sus adversarios epistémicos. Mulet aborda un tema espinoso por sus derivadas políticas, pero consigue salir indemne del berenjenal ideológico con la verdad científica por delante. Sin duda, el mundo necesita más Mulets y menos Milás.


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