(Reseña originalmente publicada en Goodreads el 7 de julio de 2014)
Basado en la premisa de que un industrial de la Nueva Inglaterra del siglo XIX, tras recibir un golpe en la cabeza, despierta en la Inglaterra de las leyendas artúricas, "Un yanqui en la corte del rey Arturo" es ante todo un libro muy divertido y repleto de humor. Y sin embargo, debajo de su aspecto disparatado y frívolo, esconde una valiosa reflexión sobre la condición humana y todos aquellos temas que obsesionaron a Twain en vida: la libertad de credo y pensamiento, la laicidad del estado, los peligros de la personalización del poder y el abolicionismo de la esclavitud. En efecto, Twain hace acopio de munición para disparar unas balas dirigidas por el mejor de los fusiles: la ironía. De su puño y letra saldrán mordaces ataques que pondrán en solfa la veracidad de las gestas caballerescas -inherentemente enamoradas de la exageración- y su moral heroica asociada, la legitimidad de toda monarquía y la división de la sociedad en férreos estamentos o la racionalidad medieval sustentada en la superstición y en un fuerte sentido de lo sobrenatural y lo mágico. Todo ello a través de las memorias de Hank Morgan, el yanqui de Connecticut protagonista de la novela.
"-Gentil señor, ¿queréis justar conmigo? -preguntó el individuo.
-¿Que si quiero qué?
-Batiros en singular batalla por unas tierras, una dama o...
-¿De qué me hablas? -dije-. Vuelve a tu circo o te denuncio."
Tras vencer el estupor inicial y esquivar por los pelos una condena a muerte más que injusta, Hank Morgan se convertirá en el hombre fuerte de Arturo, "el jefe", desplazando a ni más ni menos que Merlín, quien se convertirá en su particular Némesis. Será entonces cuando asistamos a una concatenación de peripecias que confrontará la visión del mundo científica, práctica y burguesa de un industrial de finales del siglo XIX con un mundo en el que campan a sus anchas los charlatanes que, aprovechándose del miedo y la ingenuidad del vulgo, hacen su negocio a costa de engañar a los desposeídos. Veremos como el protagonista realizará verdaderos esfuerzos por implantar los últimos adelantos tecnológicos y logísticos con el fin de mejorar la calidad de vida de la población, hecho que dará lugar a situaciones verdaderamente memorables.
Hank Morgan terminará revelándose como el actor principal de una empresa esencialmente quijotesca interpretada por la encarnación de todo aquello que no era el personaje de Cervantes para el usufructo y disfrute de un pueblo alienado por la superstición y el embrujo de todo aquello que fascinaba a Alonso Quijano. Si en la obra de Cervantes encontrábamos, entre otras cosas, una sátira de esa mentalidad heroica heredera de las novelas de caballerías y que contribuiría (la mentalidad, no su sátira, claro) al inmundo mito nacional-católico español, en Twain, y concretamente en "Un yanqui..." encontramos idéntico planteamiento en esencia, mutado en sus detalles y caracteres particulares; allí donde el foco de atención era la batalla, la gloria y el honor, aquí es la construcción de una nación sobre los cimientos manchados de sangre de la esclavitud. Efectivamente, uno no puede retrotraerse a las constantes alusiones, tanto explícitas como veladas, a lo que es la imagen especular del mundo feudal artúrico en la sociedad que le tocó vivir a Twain: la américa sureña, confederada y esclavista. Cada una de las reformas que emprende Morgan en la novela, cuyo fin último es modelar el sentido moral de los habitantes de la Inglaterra del siglo VI, tienen su correlato en un aspecto que requería de reforma, tanto práctica como institucional y, sobre todo, en el sentido moral de aquellos sus paisanos del sur.
Señalo esto último porque es necesario, no tanto para comprender la novela, como para saborearla mejor. "Un yanqui en la corte del rey Arturo" es un libro con muy buenas intenciones en lo moral, pero con resultados irregulares en lo estético. Sensación que no viene tanto condicionada por la manera de narrar de Twain como por su habilidad para imponer un ritmo desigual a la historia. Ritmo que hará que se explaye mucho en los primeros acontecimientos narrados y en pasajes que quizá no contribuyan demasiado ni al sentido ni al entretenimiento y no tanto en otros que merecerían quizá mas interés. En cierto modo, me recuerda a esa Historia de la filosofía de Russell en que dedica casi la mitad del libro a hablar de épocas que no domina como experto para llegar a aquellas que él mismo contribuyó a edificar con aportes sustanciales explicándolas luego en cuatro apuntes. O lo que es lo mismo: Twain me ha transmitido una cierta sensación de atropello hacia el final. Sensación que contrasta con el ritmo sosegado y tranquilo de las primeras páginas y que da lugar a un todo con cierta sensación de inconexo, de inacabado.
"Clarence estaba de acuerdo conmigo en lo de la revolución pero con modificaciones. La idea que tenía era la de una república sin clases privilegiadas, pero a cuya cabeza estuviera una familia real hereditaria en lugar de un primer mandatario elegido. Creía que ninguna nación que haya conocido el alborozo de rendir culto y veneración a una dinastía real podía ser privada de ella sin que languideciese hasta morir de melancolía. Alegué que los reyes son peligrosos. Entonces los reemplazaremos por gatos, propuso. Estaba convencido de que una real familia gatuna podía cumplir las funciones pertinentes: serían tan útiles como cualquier otra familia real, no tendrían menos conocimientos, poseerían las mismas virtudes y serían capaces de las mismas traiciones, tendrían la misma propensión a armar embrollos y tremolinas con otros gatos, resultarían risíblemente vanidosos y absurdos sin jamás darse cuenta de ello, saldrían baratísimos y, por último, ostentarían un derecho divino tan solvente como cualquier otra casa real, de modo que "Micifuz VII, o Micifuz XI, o Micifuz XIV, soberano por la gracia de Dios" les quedaría igual de bien que a cualquiera de esos mininos de dos piernas que moraban en palacio".
Con todo, estamos ante una novela que solo por la originalidad de su planteamiento, sus puntos de humor y su crítica desaforada merece ser leída.
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