(Reseña publicada originalmente en Goodreads el 24 de agosto de 2014)
Siempre había pensado de Paul Auster que era un autor sobrevalorado, hinchado miserablemente por sus fieles acólitos tanto en prensa como entre el público. Me imaginaba a esos seres como ex-fumadores que llevan una pipa sin tabaco en la boca, rememorando sus salvajes tiempos de juventud. Bebiendo café descafeinado en una taza de cerámica en Starbucks mientras miran taciturnos el tráfico y piensan si hoy será ese día en que encontrarán un trozo de papel en el suelo con la dirección de la persona que cambiará sus vidas. Me los imaginaba vestidos con chaquetas de pana y coderas, bufandas de material no sintético y gafas sin graduación. Pero también con gorros acolchados y abrigos que llegan hasta los tobillos. En resumen, me imaginaba a los lectores de los libros de Paul Auster como un poco parecen ser los propios personajes de las novelas de Paul Auster: sin saber a qué se dedican, cómo se ganan la vida... con ese aura que ciertas personas desprenden y que llevan a las personas de buen vivir a decir aquello de: "la criatura va hecha unos zorros". A decir verdad, mi concepto de los lectores de Paul Auster no era muy bueno. Como todos mis prejuicios, era exagerado. Ridícula y desproporcionadamente exagerado. Ahora sé, tras leer "Leviatán", que se puede ser fan de Paul Auster y ser testigo de cómo la gente no se cambia de acera a tu paso.
Por supuesto, todo esto no son más que un cúmulo de tonterías. De Paul Auster yo ya había leído "La música del Azar", obra que me fascinó por la deriva absolutamente desconcertante de libro de carretera a condena kakfiana. También vagabundeé por "La ciudad de cristal", primera parte de su trilogía de Nueva York, aunque éste no me dejó un recuerdo tan brillante como aquel. No era nuevo en los mundos de Auster, no. Sin embargo, yo seguía intentado encontrar esa obra sobredimensionada, ese pequeño montón de ponzoña suyo que me permitiera decir con la convicción de los líderes exaltados, de los pastores religiosos o de los inspectores de hacienda que se toman en serio su trabajo aquello de "paja y nada más que paja". Y en esas me encontré Leviatán de Paul Auster en el suelo con una nota que decía: "Léeme". Y mi vida cambió.
Cof, cof.
¿Qué tiene "Leviatán" que lo hace tan grande y que transmuta de individuos normales a entes sin criterio a las personas que quedan fascinadas por sus páginas? En primera instancia, su trama. "Leviatán" nos cuenta una historia de revoluciones políticas, pero también vitales, existenciales. "Revolucionario serás si puedes revolucionarte a ti mismo" dejó escrito Ludwig Wittgenstein en uno de sus diarios. Porque "Leviatán" nos narra la historia de la revolución personal y también política de Benjamin Sachs, de cómo sus convicciones más íntimas se transformaron. Esta transformación se da por medio de un cúmulo de casualidades y sucesos imprevistos que ponen en relación a los principales personajes de la novela.
Podría decirse que el recurso de Auster a los acontecimientos excepcionales resulta un poco tramposo. La evocación del azar y la casualidad no sería más que una vil superchería cubierta de mitología, un sucio ardid para guiar sus tramas hacia los lugares que le interesan. Creo que esta crítica puede ser lícita, pero no es ni mucho menos definitiva. Es cierto que a veces esos "momentum crucis" pueden resultar forzados, como si de unos "deus ex-machina" se tratasen. Pero la belleza con la que Auster dibuja sus consecuencias tanto en el plano psicológico de los personajes como en el plano de los hechos objetivos borra de un plumazo todo intento de crítica por esa vía.
Los hechos objetivos. En la pluma de Auster, una tautología que troca en oxímoron. Leviatán está construida a partir de las versiones parciales y sesgadas de sus propios protagonistas. Protagonistas con mucha vida interior, cosa que es de agradecer en unos tiempos en los que la literatura que más vende se caracteriza por unos personajes con una vida interior inferior a la de una calculadora de bolsillo. Benjamin Sachs, María Turner, Peter Aaron, Lillian Stern, Dee Dimaggio... todos, absolutamente todos, dignos protagonistas de hipotéticas novelas centradas en sus vidas, o para abreviar, de sus spin-offs. Personajes presentados a través de perspectivas caleidoscópicas, nunca isométricas, que permiten a Auster extraer todo el jugo de los relatos incompletos y de las visiones del mundo posmodernas que ponen en cuarentena toda noción de verdad por poner precisamente en cuarentena toda noción de hecho.
No soy precisamente un seguidor de las corrientes posmodernas. El posmodernismo constata un dato de sentido común, como puede ser el hecho de que acerca de una historia puedan existir distintas versiones mutuamente excluyentes entre sí, para derivar algo completamente contraintuitivo, a saber, que no existe una versión más verdadera que la otra, sino que todas son igualmente verdaderas entre sí. La verdad sería una cuestión de elección o, si se prefiere, de marco de referencia. La verdad quedaría así deflacionada, despojada virtualmente de sus cualidades definitorias. Verdad sería equivalente a "versión de las cosas" (una formulación del escepticismo posmoderno hilaría más fino y se negaría a aceptar el término "versión de las cosas" por incluir la palabra "cosas", la cual presupone objetos acerca de los cuales no es posible diferir.) Por supuesto, el posmodernismo y toda su filosofía que le sirve de parapeto, tomados rigurosamente, son un sin-sentido y un absurdo. Sin embargo, el posmodernismo aplicado al terreno de las artes y de la literatura encuentra sus mayores logros y virtudes. Y Auster lo explota como nadie. Y eso significa que tampoco se toma demasiado en serio a sí mismo.
"Subimos juntos los escalones y una vez dentro le entregué las páginas de este libro".
Estas son las últimas palabras de Leviatán. No destripo nada citándolas, así que tampoco os alarméis. Las cito porque ponen de manifiesto lo poco que Auster se toma en serio a sí mismo al mismo tiempo que mantiene cierto grado de coherencia débil con sus ideas posmodernas. Y eso sí me gusta. Fijaros bien en el sentido de esas últimas palabras. Fijaros en la acción descrita y el tiempo verbal empleado. Resulta imposible, ¿no es así? No sólo confirma sus tesis acerca de la vacuidad de la verdad de las versiones escuchadas durante el libro, incluida la de Aaron, sino que se erige a sí mismo, a Auster, como demiurgo supremo del universo creado por él. Aunque éste sea un universo absurdo en el que acontecen sucesos imposibles como el descrito por la oración citada. Con ello Auster pone punto y final a una novela absolutamente no redonda, sino esférica, porque pone en juego un proyectil que se dirige a la línea de flotación de todos aquellos que critican su gusto por lo azaroso y lo posmoderno. Y lo hace al grito altanero y despreocupado de un "mi mundo, mis reglas".
"Toda mi edad adulta la he pasado escribiendo historias, poniendo a personas imaginarias en situaciones inesperadas y a menudo inverosímiles, pero ninguno de mis personajes ha experimentado nunca nada tan inverosímil como lo que Sachs vivió aquella noche en casa de María Turner. Si todavía me altera informar de lo que sucedió es porque lo real va siempre delante de lo que podamos imaginar. Por muy disparatadas que creamos que son nuestras invenciones, nunca pueden igualar el carácter imprevisible de lo que el mundo real escupe continuamente. Esta lección me parece ineludible ahora. Puede suceder cualquier cosa. Y de una forma u otra, siempre sucede."
En este fragmento Auster pone en la boca de su narrador, Peter Aaron, una reflexión metalingüística y, al hacerlo en primera persona, consigue la virtualidad de ser una defensa recursiva, autorreferencial, hacia el propio Auster. Puede suceder cualquier cosa. Y de una forma u otra, en una novela de Paul Auster, siempre sucede.
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