viernes, 10 de octubre de 2014

(1974) Michel Foucault y Noam Chomsky - La naturaleza humana: justicia versus poder. Un debate




“Las definiciones de enfermedad y de demencia, y la clasificación de las demencias, fueron realizadas de tal modo para excluir de nuestra sociedad a ciertas personas. Si nuestra sociedad se calificara a sí misma de demente, se excluiría a sí misma. Pretende hacerlo por motivos de reforma interna. Nadie es más conservador que aquellas personas que afirman que el mundo moderno está afectado por la ansiedad nerviosa o la esquizofrenia. De hecho, es un modo astuto de excluir a ciertas personas o ciertos patrones de comportamiento. De modo que no creo que se pueda, excepto como una metáfora o un juego, afirmar de manera válida que nuestra sociedad sea esquizofrénica o paranoide, a menos que uno otorgue a estas palabras un significado no psiquiátrico. Pero en el caso de que me presionaran, diría que nuestra sociedad ha estado aquejada por una enfermedad, una enfermedad muy paradójica y extraña, para la cual aún no tenemos un nombre; y esta enfermedad mental tiene un síntoma muy curioso, y es que el síntoma mismo produjo la enfermedad mental.”

En el año 1971, el International Philosophers Project llevó a cabo una serie de debates entre figuras emblemáticas del pensamiento de la época como parte de una iniciativa para acercar la filosofía al público y la juventud. En la ciudad de Amsterdam se dieron cita para dialogar Alfred Ayer y Arne Naess o John Eccles y Karl Popper, por poner unos ejemplos. También se dieron cita Michel Foucault y Noam Chomsky, bajo la batuta de Fons Elders, con la peculiaridad de que la entrevista tuvo la cobertura mediática de la televisión holandesa. De hecho, puedes ver una selección de los momentos más importantes del debate en Youtube.


Durante los años 70 Michel Foucault y Noam Chomsky estaban en la cresta de la ola de sus carreras intelectuales. El primero había sentado las bases en los años precedentes para un pensamiento histórico-filosófico heterodoxo, radicalmente crítico con las estructuras de poder y profundamente influyente en numerosas ramas de la ciencia social. El segundo, con sus trabajos en la gramática generativa, revolucionó la lingüística despojándola del secuestro teórico al que había estado sometida por parte de los conductistas y, de paso, dotó de vigencia a las especulaciones sobre el innatismo en el territorio filosófico. Casi nada. Pero por si fuera poco, ambos pensadores se destacaron en aquellos años por un profundo compromiso político y social, compromiso que en el caso de Chomsky pervive en la actualidad con la misma fuerza que antes. Fueron los años de mayo del 68 y de las revueltas estudiantiles, de la descolonización de Argelia y de la guerra de Vietnam. Las arengas en París de Foucault a los estudiantes o la llamada a la desobediencia civil por parte de Chomsky ante la ilegal guerra de Vietnam se encuentran entre los mayores hitos en esa hipotética historia de las relaciones de la intelectualidad con los problemas sociales de su época. Historia, por otra parte, no demasiado extensa debido al proverbial desligamiento de los pensadores y científicos acerca de los problemas acuciantes de su tiempo.

“La naturaleza humana: justicia versus poder” supone la transcripción íntegra de aquel memorable simposio. En él podemos ser testigos de cómo dos intelectuales de talla mundial se enzarzan en un debate apasionante que integra aspectos de filosofía de la ciencia, teoría del conocimiento, reflexión historiográfica, ética y filosofía política. Una auténtica joya.

La primera parte del debate gira en torno al concepto de naturaleza humana. Cuando se le pide que explicite qué entiende por tal, Chomsky aduce el conocimiento instintivo que se expresa en un conjunto de principios organizativos innatos que guían el uso del lenguaje, pero también la interacción entre personas, el comportamiento social o el intelectual. Aquello, en otras palabras, que permite al niño inventar nuevas frases con ejemplos fragmentarios y desestructurados escuchados en el pasado; desarrollar la creatividad en el sentido técnico que la lingüística da al término. Foucault desconfía, en cambio, del concepto, pues lo considera un indicador epistemológico más que un concepto científico. Su operatividad sería semejante al concepto de “vida”, en tanto que uno y otro han sido utilizados, más que para definir áreas de investigación, para confrontar o vincular discursos en la teología, la biología o la historia. Llegados a este punto, es necesario precisar una diferencia fundamental en Chomsky y Foucault.

Chomsky revolucionó la lingüística al liberarla del secuestro ejercido por la tradición conductista. Entre otras importantes contribuciones, deslizó el foco de atención de las prácticas sociales y del adiestramiento lingüístico en comunidad al plano subjetivo individual: la creatividad en el uso del lenguaje se explicaría por causas innatas y, lo verdaderamente relevante aquí, puramente internas, no externas o sociales. Esa fue, digamos, la revolución que Chomsky trajo para la lingüística. Paralelamente, la revolución que trajo Foucault a la historia de la comprensión de las diferentes prácticas sociales y, más concretamente, del hecho científico como producto social, fue el de comprender los descubrimientos científicos no como productos de hombres geniales, esto es, como actos explicables en términos de hechos internos (las historias sobre científicos solitarios dedicados a su trabajo) como hasta entonces habían hecho la mayoría de historiadores, sino contextualizarlos en un entramado de relaciones sociales, económicas, políticas, etc. Puede que en esto no fuera tan revolucionario como Chomsky, pues antes de él gente como Kuhn dijeron cosas similares acerca del peso que una determinada comunidad científica ejerce sobre el trabajo científico individual. Pero lo relevante aquí es que donde uno, Chomsky, ponía el foco de interés de sus investigaciones en el individuo, en las causas internas, el otro, Foucault, hacía otro tanto en el plano de las prácticas insertadas en determinadas comunidades, en lo social, en las causas externas.

La precisión anterior es relevante porque el debate pasa a girar a continuación en torno al concepto de creatividad. Chomsky ya ha explicado qué entiende por dicha noción, y matiza que se trata de una creatividad con minúsculas, de bajo nivel, comparada con el sentido usual que se emplea en el lenguaje ordinario y que es la que se usa en historia de la ciencia. La creatividad de la que él habla es la que, por ejemplo, emplea el niño pequeño para expresar su dolor causado por la caída de un diente de leche con una frase concreta que no ha escuchado nunca pero que bebe de materiales dispersos y sin sistematizar que ha podido escuchar en el pasado. La creatividad en el contexto de la historia de la ciencia sería la de los grandes descubrimientos, los “eurekas” de los científicos sociales. En cierto momento, Elders parece buscar el debate artificial en esta diferencia de enfoque. Foucault llega a tener que defenderse ante las insistentes preguntas de Elders acerca de por qué sus relatos no incluyen investigaciones subjetivas.

Sin embargo, termina siendo Chomsky quien brillantemente retrata la diferencia y, al mismo tiempo, la similitud fundamental entre ambos pensadores:

“Me gustaría desviarme brevemente, sólo para hacer un comentario acerca de lo que el señor Foucault acaba de decir. Creo que ilustra bellamente el modo en que cavamos la montaña desde direcciones opuestas, para emplear su imagen original. Es decir, pienso que un acto de creación científica depende de dos factores: primero, de cierta propiedad intrínseca de la mente; luego, de un conjunto de condiciones sociales e intelectuales existentes. Y no se trata, desde mi punto de vista, de elegir cuál estudiar; por el contrario, comprenderemos el descubrimiento científico y, del mismo modo, cualquier otro tipo de descubrimiento cuando sepamos explicar entonces cómo interactúan de una forma particular.” 

La actividad de ambos pensadores, de este modo, estaría constituida por el descubrimiento de las reglas subyacentes a los fenómenos que investigan: la creatividad en Chomsky en los fenómenos lingüísticos subjetivos y el poder en Foucault en las prácticas sociales externas, en las reglas colectivas. La diferencia de perspectiva y alcance no vendría dada por una radical e irreconciliable divergencia filosófica de carácter ontológico o epistemológico, sino más bien por las limitaciones metodológicas de las respectivas disciplinas en las que ambos investigadores cimentaban su trabajo. 

Esta primera parte del debate quizá no sea tan espectacular como la segunda. Sin embargo, muestra los intentos de dos de los mayores intelectuales del siglo XX por establecer un diálogo fructífero desde dos áreas del saber bastante diferentes. En dicha labor, se aprecia una tectónica del intelecto descomunal con el objetivo de hacer llegar a suelo común placas de orígenes bien diversos. Particularmente, pienso que es la parte más disfrutable del debate, aunque, como diría un gallego (y que me perdonen los gallegos por el tópico), con el permiso de la segunda.

Porque la segunda parte gira en torno a la política, y más concretamente sobre los tópicos de la justicia y el poder. Como dirá Foucault cuando le pregunten la razón de su interés en la política:

“De modo que no puedo responder a la pregunta acerca de por qué me interesa; sólo podría responder mediante la pregunta respecto de cómo podría no interesarme.”

Lo cual significa que uno está compelido a estar interesado en ella y ese es el punto en común entre ambos pensadores, ahora sí, protagonistas de un debate con todas las letras.

Chomsky definirá su proyecto ideal de un socialismo libertario en el que los seres humanos ya no serán tratados como piezas mecánicas del proceso productivo sino que, muy al contrario, verán realizadas sus demandas emancipadoras y, así, podrán desarrollar sus facultades creativas, verdadero impulso del género humano. Esta utopía sería vehiculada por medio de una sociedad de libertad y de asociación libre. Y la labor de la política y del pensamiento político será, entonces, el de suministrar proyectos sugestivos de este tipo. Para Foucault, en cambio, la labor fundamental de un pensamiento político es realizar una crítica del funcionamiento de las instituciones con el fin de desvelar la violencia política con la que las mismas instituciones han conseguido mantener su poder y autoridad. Parecen dos proyectos plenamente compatibles, y esa es precisamente la respuesta de Chomsky. Veremos que no.

Para Foucault, y en eso Chomsky está de acuerdo, la utopía de Chomsky, su Estado ideal, responde a una determinada visión de la naturaleza humana. En este caso, el impulso de creatividad sería una de sus características. Sin embargo, Foucault, desde sus planteamientos, inquirirá sagazmente:

“Y si uno admite eso, ¿no se corre el riesgo de definir esta naturaleza humana, que es al mismo tiempo ideal y real –y que hasta ahora fue ocultada y reprimida– en términos tomados en préstamo de nuestra sociedad, nuestra civilización, nuestra cultura?”

En otras palabras, lo que Foucault arguye es que una labor positiva, de construcción de proyectos ideales que respondan a valores, como hace Chomsky, si previamente no se ha realizado la labor crítica necesaria de desvelamiento de las transmisiones de poder de las instituciones de la sociedad actual –que deforman y moldean los valores en todas las áreas de su vasta influencia–, lo único que conseguirá será tomar en préstamo esos mismos valores de la sociedad que pretendía combatir y, con ello, su proyecto ideal, de llevarse a la práctica, tenderá a replicar los mismos problemas que pretendía solucionar. Agudo y brillante, Foucault consigue plantear una aporía que explicaría el fracaso de la URSS, pues precisamente al no haber hecho esa labor de higienización valorativa de la sociedad previa, tomando como modelo de virtud la extensión al proletariado del canon de vida burgués, replicó las mismas estructuras de dominación que la vieja sociedad que pretendía combatir. 

Por supuesto, Chomsky no estará de acuerdo. Argumentará y concederá cierta validez a las ideas de Foucault aceptando que nuestro concepto de naturaleza humana es sin duda limitado y está condicionado no solo por la sociedad sino también por deficiencias de carácter y por las limitaciones de la cultura intelectual en la que vivimos.

“Pero al mismo tiempo, es de una importancia crucial saber qué objetivos imposibles queremos alcanzar si nuestra intención es alcanzar algunos de los objetivos posibles. Y esto significa que debemos ser lo suficientemente audaces como para especular y crear teorías sociales basadas en un comportamiento parcial, muy atentos a la posibilidad, y de hecho a la alta probabilidad, de que al menos en algunos aspectos estemos muy lejos de dar en el blanco.”

En el terreno de juego de la justicia, éste debate se traduciría en cuáles son las condiciones para mejorar el funcionamiento de la misma, en el caso de Chomsky. Pero la pregunta desde la óptica Foucaultiana consiste en saber si es que desde una justicia más pura se critica el funcionamiento de la justicia. Dirá:

“Si le parece bien, voy a ser un poco nietzscheano al respecto; en otras palabras, me parece que la idea de justicia en sí es una idea que ha sido inventada y puesta a funcionar en diferentes tipos de sociedades como instrumento de cierto poder político y económico, o como un arma de ese poder. Pero creo que, en todo caso, el concepto mismo de justicia funciona dentro de una sociedad de clases como una demanda de la clase oprimida y como justificación de la misma.”

Es esencial y necesario al planteamiento de Foucault reducir la justicia a Poder. Si una determinada idea de justicia se remite a las estructuras del poder establecido en una sociedad, entonces una idea de justicia alternativa en el seno de esa misma sociedad, de ser posible, ha de erigirse como un contrapoder. Poder y contrapoder son lo esencial aquí y no los valores desde los cuales supuestamente se erige la justicia, porque estos no hacen sino reproducir los patrones de la sociedad vigente. Por ello, su propio planteamiento le llevará a una postura límite, casi exaltada, dejando para el recuerdo uno de los momentos más tensos del debate:

“Foucault: Quisiera responderle en términos de Spinoza y decir que el proletariado no lucha contra la clase dominante porque considere que se trata de una guerra justa. El proletariado lucha contra la clase dominante porque, por primera vez en la historia, quiere tomar el poder. Y porque derrocará al poder de la clase dominante considera que su guerra es justa. 
Chomsky: No estoy de acuerdo. 
Foucault: Se hace la guerra para ganarla, no porque sea justa. 
Chomsky: En lo personal, no estoy de acuerdo.”

El núcleo gordiano del debate reside en la noción de naturaleza humana. Ésta, tan inocua en la primera parte de la tertulia, se erige como auténtico caballo de batalla para ambos pensadores en la segunda. Foucault resulta extremadamente convincente en su crítica de la elaboración de todo proyecto positivo en el seno de una sociedad y, por tanto, en el seno de unas relaciones de poder. Sin embargo, su propia postura parece abocarle a la reducción al absurdo de sus propios planteamientos, pues parece que si todo es cuestión de poder, la legitimidad o ausencia de ella de una reivindicación estará de más, cuando no carecerá de sentido. Pero si la legitimidad de una reivindicación está de más, si toda referencia a un juicio moral sobre el que guiar la conducta está de más, entonces ¿por qué actuar en un sentido u otro? ¿Para aglutinar poder? ¿Es entonces la voluntad de poder nietzscheana el sustrato básico de todo curso de acción? Parece, desde luego, discutible que eso sea así si uno echa una mirada al activista que sacrifica sueldo y dinero por una causa cuya probabilidad de realización es muy baja. No explica en ningún aspecto por qué un activista animalista, por ejemplo, sacrifica tiempo y dinero por la defensa de unos derechos que no solo no le afectan directamente a él como individuo, sino que ni siquiera le afectan a él y sus congéneres de especie. En cierto modo, la filosofía foucaultiana parecería mejor estructurada para defender tesis de filosofía política de carácter individualista, como el liberalismo, más que una socialista, donde la referencia a valores morales más o menos estables parece ineludible. Lo cual no constituye sino la paradoja final de este debate, en el que el supuesto progresismo de Foucault en términos de activismo colapsaría en una postura conservadora de derecho.

Es difícil no pensar, con Chomsky, que debe haber un fundamento moral que guíe la acción, sobre todo si ésta pretende combatir un estado de cosas político. Sin embargo el recurso a la naturaleza humana, cuando se habla de terrenos morales y éticos, parece arrojar la oscura sombra para la filosofía de la escolástica, de una visión metafísica trasnochada del mundo. Es normal que apenas haya confrontación dialéctica en la primera parte del debate. La naturaleza humana, en un fenómeno empírico como es el estudio del lenguaje, no parece sino erigir al terreno de la regularidad estable un determinado patrón fáctico. Sin embargo, cuando se habla de naturaleza humana en el terreno ético, parecería que estamos hablando de una especie de terreno inexplorado por la experiencia histórica. Si algo nos enseña la historia, es que los valores morales han sufrido una evolución a lo largo de las épocas, que los conceptos para enjuiciar la acción humana no han sido siempre los mismos. Naturalmente la tesis defendida por Chomsky no consiste en absoluto en que la naturaleza humana, en terreno moral, haya sido siempre la misma. Pero en la medida en que pueda apelarse a ella en un momento dado, como descripción de los deseos y aspiraciones de una determinada colectividad en un estado político y social determinado, debe responder al gambito foucaultiano. Que este gambito, desarrollado hasta sus últimas consecuencias parezca conducir a un absurdo no es óbice, sin embargo, para desviar la entidad del problema. El problema, creo, es un genuino problema. Y la partida, por tanto, al menos en este debate, acaba en tablas.

Uno no puede sino sentir envidia ante acontecimientos como el sucedido en Ámsterdam en aquel ya lejano 1971. El combate dialéctico entre estos dos titanes del pensamiento tiene un reflejo inapreciable en las tertulias políticas y más o menos filosóficas que, por lo menos, llegan hasta estos lares. Desde luego, no todos los años surgen pensadores con ideas tan revolucionarias como las de estos dos señores. Tampoco es habitual encontrar semejante orden y precisión en la argumentación. Pero más allá de querer encontrar “replicantes” de esta clase de intelectuales excepcionales, lo que me consterna y me preocupa son los estándares que acostumbran a mostrar los medios de comunicación, transmitiendo la sensación de que eso es lo que hay. Es necesaria una urgente higienización de esa clase de espacios. Higienización que no pasa tanto por lo ideológico, faltaría más, sino por el rigor, el respeto y la integridad intelectual. ¿Pluralismo ideológico y filosófico? Por supuesto. ¿Pluralismo en las formas? He ahí la necesaria higienización.

Mientras tanto, y a la espera de que algún inversor privado decida arriesgarse con un espacio de esas características, nos quedan libros como “La naturaleza humana”, que francamente nos reconcilian con las potencialidades y bondades del género humano.

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