(Reseña publicada originalmente en Goodreads el 18 de julio de 2014)
Planeta plasmático distante años/luz de la Tierra y presunta conciencia con poderes causales suficientes tanto para observar las leyes naturales como para corregirlas, "Solaris" es ante todo un puzzle fascinante. Un puzzle en torno al cual se erigirá toda una disciplina científica, que no será sino una disciplina de disciplinas. La solarística -ese complejo entramado de matemáticas, psicobiología, fisiología, mecánica celeste, filosofía, mecánica cuántica y cuanta rama del saber pueda imaginarse- vertebrará todos los campos del saber como si de un faro lo mismo que una torre de Babel guiando al conocimiento humano se tratase. Esa capacidad para ordenar y estructurar toda empresa epistémica humana, tan afín a la vieja escolástica medieval, no será, sin embargo, sino el pálido y descorazonador reflejo del escaso avance conseguido en la materia. Décadas de estudios cuyo valor solo puede ser medido por las infinitas páginas de hojarasca supersticiosa, habitualmente. Pues la solarística es al mismo tiempo nicho y refugio de los científicos más geniales como morada de los más sueltos de los charlatanes. La escasez de resultados concretos y la ausencia de criterios de demarcación efectivos harán posible una coexistencia imposible entre luminarias e iluminados. Coexistencia, sin embargo, que un estudio más atento tira por el suelo. Pues es imposible discriminar, excepto incurriendo en petición de principio, entre estrellas científicas y estrellados paracientíficos, pues las categorías aplicables se muestran inútiles en un planeta que viola todas las convenciones explicativas por cuanto viola todas nuestras categorías precientíficas y postcientíficas. En ese sentido, "Solaris" funciona como una especie de experimento mental para el lector atento, que verá en él un contraejemplo de aquella presunta racionalidad presente en todo fenómeno de la naturaleza y servirá, al mismo tiempo, como confirmación de que plausibilidad no es equivalente a cognoscibilidad; de que todo lo existente no es un conjunto coextensivo de todo lo comprensible y entendible. Claro está, semejante planteamiento dispensará a la fe un lugar de privilegio en tanto que fenómeno asociado a nuestras prácticas explicativas, pues aparecerá allí no donde no se encuentra una explicación satisfactoria, sino donde parece no residir ninguna explicación posible. Fe en la divinidad inmanente e imperfecta; esa es la premisa no revelada de la escolástica solarística. Su talón de Aquiles en suma.
Pero además de ser una sugestiva piedra de toque para los límites y posibilidades del conocimiento humano, Solaris es, también, una historia de amor. Una historia de amor que de pronto torna inacabada y abierta a una multitud de posibilidades inagotables: Una ruptura hiriente, una "solución" de urgencia y... de repente, en Solaris, un eterno reencontrarse que, no obstante, resulta eternamente insatisfactorio. Kris Kelvin se elevará como modelo en pequeñito del conocimiento humano: allí donde éste topa en Solaris con sus límites constitucionales, aquel topará con sus límites existenciales y psicológicos.
Conocimiento humano y drama existencial se dan la mano pues, constituyendo un microcosmos el uno del otro, en esta novela de Stanislaw Lem. Novela que, además, cuenta entre sus virtudes con un uso verdaderamente creativo del lenguaje científico para dibujar y establecer puentes de cognoscibilidad entre nuestra ciencia y la solarística. Pero no me gustaría acabar estas líneas sin el que, para mí, es uno de los grandes puntos a favor de esta novela: Me refiero a sus descripciones de Solaris y lo profundamente sugestivas que son. Esos mimoides, simetriadas y asimetriadas en su constante erupción, provocando auténticas orgías de creación y destrucción fractálicas, de ciudades exuberantes, son verdaderos ejercicios de la más pura y desbocada imaginación.
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