(Reseña publicada originalmente en Goodreads el 1 de julio de 2014)
Es el presente ensayo un intento por definir desde una perspectiva antropológica en qué consistió la deriva en la que se sumió Europa en el periodo de entreguerras. Una época que vio emerger la Unión Soviética de Stalin, la Italia de Mussolini o la Alemania del nacional-socialismo. Una época cuyo signo, según Ortega, fue la desmoralización del continente. Desmoralización que abarcó todas las esferas, pero que tiene en la figura del hombre-masa, su retrato más representativo. Y a describirlo dedica el filósofo español toda la primera parte de este libro.
Comienza Ortega constatando los hechos sobre los que cimentará su análisis. El primero: la aglomeración de grandes multitudes como hecho diferencial básico en aquellos tiempos. La revolución industrial trajo consigo el que, en apenas cien años, la población europea se hubiere triplicado, fenómeno demográfico que no tenía parangón en toda la historia. El segundo: el alza en el nivel de vida. Esto es, en la calidad de vida producto del desarrollo científico y tecnológico. El tercero: como consecuencia de los dos anteriores, el surgimiento de la clase media. Sentadas las bases, Ortega procede a desgranar su análisis del hombre-masa.
La principal característica del hombre-masa es la ausencia de exigencia de cotas más altas para sí mismo, tanto intelectual como moralmente. El hombre-masa es el hombre promedio que, además, se siente satisfecho en su mediocridad. Lejos de ser consciente de autoridades externas, se considera a sí mismo su autoridad última, y eso lo diferencia del hombre excepcional, que en su excepcionalidad descubre sus limitaciones. El hombre-masa, por ello, se comporta como el señorito que por prerrogativa ostenta unos derechos que no se ha ganado. En efecto, es el heredero de un estado de derecho que él mismo no ha contribuido a construir. Y es por esa razón que se comporta como un niño mimado, con derecho a todo. El hombre-masa es Felipe Juan Froilán de todos los santos.
(Una precisión: Ortega no identifica al hombre-masa con la clase media. Muy por el contrario, el hombre-masa aparece en todos los estratos sociales. El surgimiento de la clase media ha contribuido a la aparición de este tipo antropológico, pero no como su causa, sino como epifenómeno. Efectivamente, son las causas del surgimiento de la clase media las mismas causas materiales que las del surgimiento del hombre-masa, pero no por ello "hombre-masa" ni "clase media" son conceptos co-extensivos.)
Además, el hombre-masa se caracteriza por su especialización, por su ser un sabio-ignorante: experto en una parcela ridículamente pequeña del saber e ignorante de todo lo demás. Por ello, el hombre-masa es ejemplificado por el hombre de ciencia actual. No con la disciplina o el cuerpo de conocimientos, que por necesidad ha de concretizarse, sino con la abulia intelectual de sus practicantes. Esto se ve claramente en la ignorancia de la historia y en la ceguera para extraer enseñanzas de la misma. Pero es esa misma abulia intelectual la que condiciona la nulidad en el discernimiento, la ausencia de pensamiento crítico, la incapacidad de juicio y el triunfo de la retórica. El hombre-masa es, en suma, la involución del tipo humano más elevado. Es una especie de invasión vertical bárbara:
"El hombre hoy dominante es un primitivo, un Naturmensch emergiendo en medio de un mundo civilizado. Lo civilizado es el mundo, pero su habitante no lo es: ni siquiera ve en él la civilización, sino que usa de ella como si fuese naturaleza. El nuevo hombre desea el automóvil y goza de él; pero cree que es fruta espontánea de un árbol edénico. En el fondo de su alma desconoce el carácter artificial, casi inverosímil, de la civilización, y no alargará su entusiasmo por los aparatos hasta los principios que los hacen posibles."
Se empieza a ver ya claro, al menos en una de sus vertientes, en qué consiste la desmoralización del continente: en el apoderamiento de la esfera pública de un tipo de hombre que reniega de toda moral -para, lejos de ser amoral, ser el más inmoral de los sujetos- y que por medio de la acción directa no duda en destruir las instituciones de la democracia liberal decimonónica, de la cual es vástago parricida. Es la entronización del hombre-masa a través de su rebelión.
El resto de patas de la mesa las desgrana Ortega en la segunda parte de su ensayo. Por un lado tenemos el cada vez mayor intervencionismo estatal, fenómeno prácticamente universal en el viejo continente, que lejos de incentivar la iniciativa del individuo, la ahoga hasta llegar a constituir un vicio. Por otro lado tenemos el auge de los nacionalismos, que como fenómenos provincianos que son, miran al mundo de espaldas al mismo. También es remarcable la pérdida de soberanía respecto al resto del globo, hecho que llena de complejos a las viejas naciones europeas. Pero por encima de todo, está la ausencia de "plenitud de los tiempos", porque esto supone la carencia de "un porvenir claro, prefijado, inequívoco, como era el del siglo XIX".
La solución que Ortega da al problema de la desmoralización del continente consiste en la propuesta programática de apostar por un fortalecimiento de las bases europeas, línea de acción que ratificará en el epílogo para ingleses, y en el apéndice "Sobre el pacifismo". En dicho apéndice renegará de la sociedad de naciones por erigirse en instrumento bienintencionado pero carente de fundamento material. En efecto, sin las bases de un ordenamiento jurídico la sociedad de naciones se revela, como efectivamente así sucedió, en un organismo puramente testimonial a la hora de arbitrar los cambios de las relaciones de poder sobre la tierra. Por ello, un pacifismo construido sobre bases tan endebles, lejos de lograr su fin deseado, contribuye a allanar el camino a las metas a evitar.
Es en el prólogo para franceses dónde Ortega, casi diez años después de terminar el libro, dirá aquello de que la primera parte de su libro ha quedado caduca ya, que lo importante reside en la segunda. Hoy, casi cien años después de la publicación del libro, no podemos por menos que quitarle la razón.
Su análisis sobre la construcción de la identidad europea sigue teniendo vigencia. Hoy, cuando el proyecto europeo parece más endeble que nunca en los últimos sesenta años, es cuando las palabras de Ortega resuenan con más fuerza. Pero ese resonar ha perdido parte de su significado. El aliento y el soplo europeísta siguen intactos, pero los problemas y las circunstancias han cambiado. Ya no es un problema de ordenamiento jurídico, sino un problema de desigualdad económica asimétrica. Ya no es un problema de nacionalismos provincianos, sino el de una Europa de dos velocidades. Ya no se trata de cómo se va a repartir el poder en el mundo, sino de las migajas con las que nos vamos a contentar en la Europa meridional. La luz es la misma, pero ya no alumbra el mismo objeto.
Sin embargo, es su análisis detallado del hombre-masa el que aún mantiene viva toda su actualidad. Sin reservas. Es inevitable aplicar las descripciones que nos regala Ortega al mundo contemporáneo y ver, para nuestro desencanto, lo atinadas que siguen siendo. Es ver canis y chonis, pero también ingenieros y técnicos, y entender, clara y sinópticamente, lo que es ser un hombre-masa. Y también es mirarse en uno mismo, y ver la sombra del abismo. Discrepancias ideológicas, políticas, filosóficas y hasta estéticas al margen, esa es la clase más elevada de regalo que un libro puede hacerte: la del discurso envenenado que no ceja en provocarte convulsiones hasta que lo has metabolizado, pero que cuando ello sucede, te sorprende a ti mismo habiendo sido transformado.
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